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Todo en su sitio

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Decirlo

Antes incluso de estudiar medicina, mis padres, ambos médicos, me enseñaron una verdad esencial a la hora de ejercer: que ser médico es mucho más que emitir diagnósticos y recetar tratamientos; te hace partícipe de algunas de las decisiones más íntimas de la vida de un paciente, y eso exige una delicadeza y una sensatez considerables, por no hablar de buen juicio y conocimientos médicos. Cuando nos encontramos con una enfermedad grave, que podría amenazar o alterar la vida de un paciente, ¿qué debemos decirle a este, y cuándo? ¿Cómo decírselo? Y, ante todo, ¿debemos decírselo? Toda situación es compleja, pero, por lo general, los pacientes quieren saber la verdad, por terrible que sea. Pero quieren que se les revele con tacto, transmitiendo, si no esperanza, al menos el consejo de cómo vivir lo que les queda de la manera más digna y satisfactoria posible.

Decirle la verdad a un paciente cuando este padece demencia entraña una complejidad mucho mayor, pues no solo se está insinuando una sentencia de muerte, sino un futuro de declive mental, confusión y, finalmente, hasta cierto punto, pérdida de la identidad.

En el caso del doctor M., todo esto adquirió un cariz trágico y complejo. Dicho doctor había sido el director médico de un hospital en el que yo trabajaba, y se había jubilado a la edad obligatoria de setenta años. Pero diez años después, en 1982, regresó, y esta vez como paciente, pues sufría un caso de alzhéimer moderadamente avanzado. Había comenzado a manifestar importantes problemas con la memoria reciente, y su esposa nos dijo que a menudo se le veía confuso y desorientado, y otras agitado y agresivo. Ella y los médicos tenían la esperanza de que el hecho de ingresar en el hospital en el que había trabajado antes, con un entorno y unas personas que le resultaran familiares, podría ejercer en él un efecto calmante y estructurador. Yo mismo y algunas enfermeras que habían trabajado para el doctor M. nos quedamos consternados al saber la noticia. En primer lugar, que mi antiguo jefe ahora sufría demencia, y después que lo iban a ingresar, de entre todos los lugares, en el mismo hospital del que había sido director. Me pareció que sería algo terriblemente humillante, casi un ejercicio de sadismo.

Un año después de ese ingreso, resumí su estado en una nota para su historial:

Es mi melancólica tarea visitar a mi antiguo amigo y colega, al que ahora le tocan vivir días tan malos. Ingresó hace justo un año, con el diagnóstico de (...) la enfermedad de alzhéimer y demencia multiinfarto (...).

Las primeras semanas y meses fueron extraordinariamente difíciles. El doctor M. mostró incesantes agitaciones y «pulsiones», y le administraron fenotiazinas y Haldol para calmarlo. Estos fármacos, incluso en pequeñas dosis, le provocaron una severa letargia y parkinsonismo: perdió peso, se caía constantemente, sufría caquexia y parecía terminal. Al dejar la medicación, ha recuperado la salud corporal y la energía, camina y habla libremente, pero exige una atención constante (pues a menudo camina sin rumbo, y resulta en extremo errático e impredecible). Su estado de ánimo y mental sufre tremendas fluctuaciones: a veces muestra «momentos lúcidos» (o minutos) y regresa a su personalidad seria y afable, pero casi siempre se le ve perdido, enormemente desorientado y agitado. Tiene una persona que se encarga exclusivamente de él, con la que mantiene una buena relación, y eso es lo mejor que podemos hacer. Pero por desgracia [casi siempre] se le ve perturbado y con un comportamiento compulsivo.

Resulta difícil saber hasta qué punto «se da cuenta de las cosas», algo que fluctúa profundamente, casi de un segundo a otro.

Le encanta venir a la clínica y hablar de «los viejos tiempos» con [las enfermeras]. Se le ve muy cómodo aquí, haciendo esto (...) y en tales ocasiones puede ser asombrosamente coherente, capaz de escribir (¡incluso de escribir recetas!)

En dichos momentos, cuando el doctor M. volvía a asumir su papel de director del hospital, la transformación era increíblemente completa, aunque breve. Sucedía tan rápidamente que ninguno de nosotros sabía muy bien cómo reaccionar, cómo manejar esta situación sin precedentes. Pero observé que se trataba de interludios infrecuentes en su vida frenética y compulsiva. Escribí en su historial:

Siempre está «en movimiento», y durante gran parte del tiempo parece imaginar que todavía es médico del centro; habla con los demás pacientes no como si él también lo fuera, sino como lo haría un médico, y examina sus historiales a no ser que se lo impidan.

En una ocasión vio su propio historial, y dijo: «Charles M..., ese soy yo.» Lo abrió y vio: «Enfermedad de alzhéimer», y exclamó: «¡Dios me asista!», y se echó a llorar.

A veces exclama: «Quiero morir... Dejadme morir.»

A veces no reconoce al doctor Schwartz, y otras le llama cariñosamente «Walter». Esta mañana he tenido una experiencia muy parecida: cuando lo han traído [a mi consulta], se le veía muy agitado y compulsivo, no se sentaba ni me permitía hablar con él ni examinarlo. Unos minutos más tarde por casualidad me he cruzado con él en el pasillo, me ha reconocido al instante (creo que había olvidado que me había visto hacía unos minutos), me ha llamado por mi nombre y ha dicho: «¡Es el mejor!», y me ha pedido que le ayudara.

El señor Q. era otro paciente, menos demente que el doctor M., que vivía en una residencia de las Hermanitas de los Pobres en la que yo trabajaba a menudo. Durante muchos años había sido conserje de un internado, y ahora se encontraba en un lugar un tanto parecido: un edificio institucional con muebles institucionales y mucha gente que entraba y salía, sobre todo durante el día, algunos con autoridad, y vestidos en consecuencia, y otros bajo su tutela; también había una rutina estricta, con horas fijas para comer, levantarse y acostarse. De manera que quizá no había que extrañarse demasiado si el señor Q. imaginaba que seguía siendo el conserje, que seguía en una escuela (aunque fuera una escuela que había sufrido cambios desconcertantes). Pero que los alumnos fueran ancianos o estuvieron postrados en la cama y el personal llevara el hábito blanco de una orden religiosa eran simples detalles: él nunca se había ocupado de los asuntos administrativos.

Él tenía su trabajo: comprobar las puertas y ventanas para asegurarse de que estuvieran perfectamente cerradas por la noche, inspeccionar la lavandería y la sala de la caldera para cerciorarse de que todo funcionaba sin novedad. Las hermanas que llevaban la residencia, aunque percibían su confusión y su delusión, respetaban e incluso reforzaban la identidad de ese residente un tanto demente, el cual, les parecía, se derrumbaría si se la arrebataban. De manera que lo alentaban a seguir con su papel de conserje, le entregaban las llaves de ciertos armarios y lo animaban a que cerrara con llave por la noche antes de acostarse. El paciente llevaba un manojo de llaves tintineando en la cintura: la insignia de su cargo, su identidad oficial. Se pasaba por la cocina para asegurarse de que los fogones y el horno estaban apagados y que no habían quedado alimentos perecederos fuera de la nevera. Y aunque con los años su demencia iba aumentando poco a poco, parecía una persona extraordinariamente organizada y calmada gracias a ese papel, a las diversas tareas de verificación, limpieza y mantenimiento que llevaba a cabo a lo largo del día. Cuando el señor Q. murió repentinamente de un ataque al corazón, quizá lo hizo sin darse cuenta de que era cualquier cosa menos un conserje con una vida de trabajo leal a su espalda.

¿Deberíamos haberle dicho al señor Q. que ya no era conserje, sino una persona demente y en el declive de su vida ingresada en una residencia? ¿Deberíamos haberle arrebatado esa identidad bien ensayada y a la que estaba acostumbrado para sustituirla por una «realidad» que, aunque real para nosotros, para él no habría tenido ningún sentido? Eso parecía no solo absurdo, sino cruel, y podría haber acelerado su decadencia. 

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