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Argentina campeón en Qatar, un año después
Messi, la resiliencia y la gloria eterna de una Selección Argentina con espíritu colectivo

Messi, la Copa del Mundo y la gloria eterna.

Iván Gleizer

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La memoria es así. A veces impredecible, cuando los recuerdos solo aparecen y no discriminan lo bueno de lo malo. Otras veces la llamamos, porque la necesitamos, para rememorar datos, situaciones, celebraciones, dolores del alma o maravillas de la vida. Desde hace un año, volver a ubicar en nuestra mente en el 18 de diciembre de 2022, es un ejercicio que hace bien. Y, claro, quizás más que nunca los argentinos buscamos últimamente en los recovecos de la cabeza algo que nos haga bien. Que nos llene por un rato el alma. Que nos traiga al corazón paz, alegría y, sobre todo, una buena sonrisa. Como la de Lionel Messi con la Copa en la mano. Imborrable.

Cuando miramos a nuestro alrededor y creemos que lo individual parece haberle ganado la batalla a lo colectivo. O cuando destellos de un pasado que preferimos olvidar aparecen de nuevo en el mazo de cartas de la Argentina. También cuando el país está partido en dos formas de concebir la humanidad casi irreconciliables y las malas parecen encadenarse caprichosamente como una pesadilla de la que no podemos despertar -y no sabemos si el director de cine de nuestra vida está haciendo una remake de “El día de la marmota” o de “The Truman Show” y experimenta con nosotros para ver hasta dónde somos capaces de resistir-, en todos esos momentos llenar el corazón y el alma de recuerdos que hacen bien, es todo lo que está bien.

El equipo comandado por Lionel Scaloni llegaba a Qatar en el punto justo de maduración. Atrás habían quedado las frustraciones messiánicas de la Copa del Mundo 2014 (doloroso 0-1 ante Alemania en el choque decisivo, culpa de Götze), dos copas América que se escurrieron entre los dedos por penales ante Chile (2015 y 2016), y la más lejana, la de 2007 (inapelable 0-3 ante Brasil). La albiceleste ya se había sacado la mufa con la verdeamarelha de Neymar en el Maracaná un año antes, para que el Dios del fútbol de la era moderna levantara un trofeo con el equipo nacional. También la Finalissima ante Italia (en ambos partidos, con la participación estelar de Ángel Di María) le había dado una solidez envidiable y la admiración de los europeos, que miraban con recelo a un plantel que, a esa altura, cuando comenzaba la gesta en tierra de jeques, parecía imbatible. Parecía.

El dominio, la belleza en el juego, las ideas claras hasta los minutos finales y el espíritu guerrero, con la dosis justa de enojo como para no dejarse dominar mentalmente por el rival

Es que la derrota del 22 de noviembre en el debut frente al rival, en los “papeles” más débil del grupo, Arabia Saudita, nos devolvió a la realidad. Ésa que en el fútbol no tiene fijas. Porque en un campo de juego, 11 contra 11, en un torneo donde están representados los mejores de todos los continentes, cualquier cosa puede pasar. Porque es el fútbol, la dinámica de lo impensado que sigue vigente. Y, sobre todo, porque no se trata solo de patear una pelota para llegar al arco rival y meterla tantas veces como se pueda para hacer más goles que el otro. También juegan la cabeza, los nervios, la ansiedad, el espíritu, el liderazgo, el estado físico y, por qué no, la suerte. La moneda del debut cayó del lado saudí.

Entonces llegó México. Con largos minutos de suspenso previos, la magia de Lionel y el desparpajo de Enzo Fernández pusieron las cosas otra vez en carriles más lógicos. Después Polonia, partido clave, porque el equipo volvió a ser ese dominante, en juego y cabeza, a pesar del penal que no pudo convertir el capitán, pero con Alexis MacAllister preciso y Julián Álvarez que empezaba a vestirse de mega estrella para dejar a la Argentina como líder de grupo en la primera fase y encarar la etapa de los “mata-mata” con la fe en alto.  

El turno de Australia en octavos, otra vez con un tremendo dominio celeste y blanco en el juego, pero con mucho sufrimiento en los últimos instantes a pesar del 2 a 0 parcial hasta casi el final con goles de Lionel y Julián, con el descuento de los oceánicos a poco de llegar a los 90 y con el nacimiento del Dibu Martínez como leyenda, al tapar un remate en el último suspiro que nos hubiera llevado al alargue.

Siguiente estación, Holanda (sí, nada de Países Bajos, es la Holanda a la que le ganamos la final del ’78). El partido más duro del torneo. Y otra vez el dominio, la belleza en el juego, las ideas claras hasta los minutos finales y el espíritu guerrero, con la dosis justa de enojo como para no dejarse dominar mentalmente por el rival. El 2 a 0 que habían pergeñado Messi y Nahuel Molina se transformó en incertidumbre por culpa de un Weghosrt que, con poco y nada, casi se viste de héroe para llevar las cosas a un 2 a 2 que hubiera sido más que injusto. Pero ese papel se lo robó el Dibu, que le primereó la capa para vestirse de súperheroe y quedarse con dos penales decisivos para llevar a la Argentina a semifinales y dejar tres icónicas imágenes que quedaron en las retinas de todos al repasar Qatar 2022: el pelotazo de Leo Paredes al banco de suplentes naranja con su consecuente tumulto; el topo Gigio riquelmeano de Lionel lanzado en la cara al DT Louis Van Gaal (su “personal Macri”) como única respuesta a declaraciones del entrenador durante los días previos en detrimento del Diez y el “andá p’allá bobo” al villano Weghorst de un Messi on fire camino a los vestuarios, que se hizo taza, remera y mate en un suspiro. Un día de furia para ver a la Scaloneta en modo “chicos malos” rumbo a las semifinales.

Con Croacia, que venía de hacernos un enorme favor al sacar de competencia al cuco de Brasil, llegó el único instante donde la serenidad se apoderó de nuestras almas durante 90 minutos. La Selección desplegó uno de sus mejores conciertos y llenó de fútbol el estadio Lusail. Messi abrió la historia de penal para que después, tras una épica y desprolija apilada desde mitad de cancha Julián Álvarez llegara el segundo. La frutilla del postre, el imborrable baile de Lionel al pobre de Gvardiol por derecha para que el Araña sentenciara el resultado, un 3 a 0 contundente que nos puso en la final con Francia. Sed de revancha, después del 3-4 en los octavos de final de Rusia 2018, y el sueño de ver a Messi levantar el trofeo más codiciado.

Así, con un largo recorrido, sinuoso desde algunos resultados, pero brillante por el juego y la unión de un plantel con el objetivo fijo en la mira, llegamos al 18 de diciembre. Con Mbappé y Messi, compañeros en el PSG, pero archirrivales en la disputa por el cetro al mejor futbolista del mundo (no hay competencia, pero bueno, Kyllian es un jugador brillante), cara a cara, los seleccionados de Argentina y Francia pisaron el Lusail con sueños encontrados. Los galos querían el bicampeonato y su tercera Copa, pero la albiceleste quería sumar también su tercera estrella. Los miles de hinchas que habían copado Qatar durante todo el torneo y los millones que a la distancia reventábamos el rating frente a los televisores queríamos ver a Lionel sonreír más que nunca, subiendo al único escalón que le faltaba conseguir para llegar a la gloria eterna, a la cima del monte fútbol, al sueño del pibe cumplido.

Este título de Messi lo deja en la cima de un deporte que mueve pasiones y multitudes y que ya no admite discusiones. Es el más grande

A veces, la memoria es impredecible y los recuerdos se confabulan a su antojo. Por ese, al capítulo final de esta crónica un año después prefiero recuperarlo intacto, como me salió -palabra por palabra- cinco minutos después del cierre soñado de la historia, de ese 3 a 3 imborrable y la definición por penales que llevó finalmente a Messi a ser el más grande de todos los tiempos, al lado del genial Maradona, con Dibu brillante y el “todos somos Montiel” hecho carne en el último disparo que infló la red de gloria eterna. Aquí va...

Crónica a flor de piel de la mejor final de la historia

Como el final de una serie de varias temporadas, en la que el protagonista parece que va a alcanzar la felicidad total, pero siempre le falta algo. Y arranca una nueva y otra vez lo mismo. Esta vez, Lionel Messi tuvo el cierre que se merecía y llevó a la Selección Argentina a la cima del mundo. Fue por penales. Fue sufriendo. Un cúmulo de emociones. Un tobogán enorme que no se supo dónde terminaba hasta el último suspiro. Fue 2 a 2 en los 90. 3 a 3 en el alargue y después, Dibu Martínez hizo su magia y la Selección Argentina es campeona del mundo por tercera vez en su historia.

Con los rituales, propios, ajenos, del plantel, de las familias (con Antonella, Thiago, Mateo y Ciro a la cabeza) y de los hinchas, la Scaloneta arrancó el primer tiempo con un planteo que sorprendió al entrenador Didier Deschamps. No por la presencia de Di María, que era una chance cierta en la previa que se confirmó instantes antes a la final, sino porque Scaloni puso a Fideo por la izquierda y no por la derecha como lo hace habitualmente cuando se calza la albiceleste. Y allá, desde el inicio, el jugador de las finales, el de los goles importantes, el de las revanchas, el del corazón hecho festejo, volvió locos a Dembelé y a Koundé, que no lo encontraron nunca.

Con el circuito Griezmann, Mbappé, Dembelé, Giroud anulado por completo, de la mano de Messi, De Paul, Mac Allister y Enzo Fernández, y con la presión asfixiante de Julián Álvarez, el juego argentino se volcó siempre por la izquierda y el resto, lo hizo Angelito. Primero, generando el penal por falta de un Dembelé superado, fastidiado, que el capitán transformó en gol con un tiro suave a la izquierda de Lloris. Y después, el mismo Fideo terminó con categoría una jugada que empezó Messi, la siguió Julián y pasó por Alexis en una transición rápida y precisa, como le gusta al seleccionado.

Con el 2 a 0 y una superioridad pocas veces vista en un partido decisivo de Copa del Mundo, los minutos finales de la primera parte pasaron entre el manejo de los tiempos, la firmeza de Molina, Romero, Otamendi y Tagliafico para borrar de la cancha a Mbappé, y con el entrenador Deschamps desesperado, que no le tembló el pulso para hacer dos cambios antes del entretiempo. Sacó a Dembelé y a Giroud, nada menos, y metió en cancha a Thuram y Kolo Muani, con la idea de tener mayor peso ofensivo, en detrimento de la marca. La historia daba la sensación de estar cerrada. Aunque esto es fútbol, y nunca se cierra nada hasta que se cierra. Y hubo que esperar mucho más de la cuenta.

Perdido por perdido, Francia empezó la segunda parte a matar o morir. Pero el dominio de Argentina siguió, ya no tanto en lo futbolístico, pero sí en lo táctico y lo mental. Tal vez, el equipo de Scaloni olvidó demasiado jugar con la pelota en su poder y, de a poco, cedió terreno, aunque Francia no sabía muy bien qué hacer.

Hasta el fatal minuto 80, porque ahí Nicolás Otamendi perdió a Kolo Muani y le cometió un penal en una jugada que, segundos antes, no parecía llevar peligro. Y apareció Mbappé, pese al esfuerzo del Dibu Martínez que alcanzó a rozar el balón en el disparo desde los doce pasos. Y dos minutos más tarde, una combinación rápida en la puerta del área llevó a los galos a un empate inmerecido en el juego. Y en el amor por la camiseta. Muy inmerecido. Y el 2 a 2 caló hondo en la Selección. La cabeza cayó, no hubo respuestas por unos instantes. La incredulidad dominó a los albicelestes y los europeos, casi sin querer, se empezaron a sentir ganadores.

Y el alargue, donde cualquier cosa puede pasar, con la posibilidad de los penales latente. Y Scaloni buscando soluciones en el banco. Los ingresos de Paredes y Lautaro Martínez por De Paul y Julián trajeron algo de frescura en la primera parte del suplementario. Cuando la Argentina encontró mejoras y, a cuentagotas, fue recuperando la memoria.

Y empezó los últimos 15 minutos con la idea fija de no llegar a los penales. Y así fue, como pudo, con más ganas que juego, y picó Lautaro al vacío y casi le rompe la cara a Lloris, y el rebote fue de ÉL, que la empujó adentro para poner un 3 a 2 que desató las lágrimas de un estadio que recobró vida. Ahora sí... ¿ahora sí?, ah, no, todavía no, un capítulo más, el épico. Y a sufrir, y a rezar, a suplicar, a no mirar, a repasar de nuevo las cábalas, a inventar nuevas, a pegarle a ese reloj de arena que parece trabado, porque el tiempo no pasa. Y Francia todo volcado en ataque. Y Lautaro y Acuña disfrazados de Maradona, cuando agarraba la pelota y la escondía bajo la suela para que pase el tiempo. Y Scaloni a buscar altura, por eso Pezzella por un MacAllister figura. Y, de inmediato, otra vez la mala suerte. Mano de Montiel sin querer queriendo y penal para los galos. Y el corazón en la boca, en el estómago, en el suelo. Y va de nuevo Mbappé, que casi no tocó la pelota en todo el partido y el empate, un 3 a 3 insólito, injusto, de otra dimensión, a tan solo tres del final. Adentro Dybala por Tagliafico, pensando en los penales. Y los últimos dos minutos, con un Dibu gigante para taparle el triunfo a Kolo Muani. Y otra vez la definición desde los once metros, a suerte o verdad. O a Dibu y verdad. ¿Hacía falta sufrir tanto?

Y de nuevo, a buscar en los cajones, estampitas, medallitas, prender velas, piedras de la suerte, lo que haya. Y el Diego desde arriba, alentándolo a Lionel, pero estirando la mano para ponérsela en el hombro al arquero marplatense. Y Kempes en la platea, que de sufrir también la sabe larga. Y a esperar que nuestro arquero-héroe haga su magia. Porque Argentina lo merecía. Porque fue mejor. Porque maniató a una Francia que sólo encontró tres instantes de buena fortuna. Porque brillaron el Cuti, Alexis, De Paul, Lionel y Angelito. Y porque la resiliencia de este equipo es cosa seria. Caer y levantarse más fuerte. Y volver a caer. Y de nuevo renacer, a los tumbos a veces, como el gol de Julián a Croacia, pero con las convicciones bien puestas.

Y Dibu hizo la magia. Para atajar el penal clave, el segundo, ante Coman. Y, mientras Argentina no fallaba (convirtieron Messi, Dybala y Paredes), Tchouaméni la tiró afuera. Y otra vez la ilusión. Y el turno de Montiel, para sellar la historia. Y el ex River no falló para desatar la locura.

Argentina es campeona del mundo. Por tercera vez en su historia. Y sufriendo, mucho, demasiado, como corresponde. Para que no haya dudas, fue el mejor equipo de los últimos años y tiene al mejor jugador del mundo. Lionel Messi, más que nadie, merecía un final de su historia mundialista así. No así sufriendo, pero con el trofeo en alto, merecido, justo, necesario, para que la historia de los últimos años del fútbol tenga sentido. Este título de Messi lo deja en la cima de un deporte que mueve pasiones y multitudes y que ya no admite discusiones. Es el más grande. ¿Qué duda cabe? 

IG

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