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Argentina campeón Opinión
La felisidá

Locura, pasión y felicidad eterna: imágenes de los festejos de la gente por Argentina Campeón del Mundo

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“De esas que llegan sin mediaciones, como una canción”, me dice Ernesto Semán por Whatsapp, cuando nos preguntamos por qué estamos llorando como dos salames. Él escribió, en este diario, uno de los mejores textos de este mes inolvidable, ése en el que podía recordar a la vez a su padre desaparecido y los festejos de 1978. Ernesto apuntaba que “el fútbol es fútbol. Su belleza, como la de una letra impresa en una hoja, como la textura de un cuerpo, como un aroma o un sonido, no le debe nada a nadie. No refleja nada: es en esos lugares, emocionales, felices y dramáticos, en los que se produce la vida, la nuestra y la de una nación”.

Junto a una decena de intelectuales e intelectualas –más algunos de nuestros hijos e hijas– compartimos un mes de chats, con la excusa de pelotear un Prode mundialista. (Aquí va el homenaje a Felipe Liut Verzero, once años y cinco grados aprobados, y a la doctora Rosario Hubert, graduada en Harvard y profesora en Hartford: ambos nos dieron un baile fenomenal). Durante este mes, experimentamos lo mismo que millones de argentinos: la desazón, el optimismo, la ansiedad, ese humor inverosímil que podemos poner en juego en los momentos duros; finalmente, la felisidá. Somos inmensamente felices, como millones de argentinos y argentinas que están todos y todas, desde hace horas, en las calles, porque nos ha pasado algo impensado, imprevisible, que sólo ha ocurrido tres veces en un siglo –la última, es sabido, hace treinta y seis años: el total de la vida de millones de argentinos y argentinas; por ejemplo, la de mis tres hijes. La última, para colmo, estaba organizada por la contigüidad con los momentos más duros de la historia argentina: la dictadura, el terror, la guerra. Esta, a pesar de este clima intolerable de fracaso expandido y crisis insuperable, nos encuentra bastante más armados y sabios; nos permitirá evitar las metáforas y los “reflejos”, como decía Ernesto. Esta Copa no “refleja” al mejor país del mundo, y no quiero con esto desilusionarles: simplemente, es recordar que se trata apenas de felisidá, pura felisidá, felisidá transversal a los géneros, las especies, las clases, las edades, las castas. Tamaña cosa es esta felisidá, que hasta deberemos compartirla con gentes con la que no quisiéramos compartir ni siquiera un saludo, pero estamos compartiendo, felices, las calles de la república.

No, no es un milagro, y mucho menos la promesa de una reconciliación. Se llama fútbol y se llama felisidá.

Por supuesto que ya hay quien intenta proponer todo esto como aquello que no puede ni debe ser. Horacio Rodríguez Larreta se puso literalmente la camiseta –como lo han hecho varios presidentes patriotero-populistas de las derechas latinoamericanas, como el colombiano Santos o el mexicano Peña Nieto– y anunció la infaltable metáfora: “Estamos todos juntos detrás de una misma pasión. Ojalá podamos tener una unión similar a la que se logra en el Mundial para nuestro país, para sacar a la Argentina adelante. Ese es mi sueño y ojalá podamos mantener este espíritu para trabajar todos juntos”. Como se ve, un listado de tonterías apenas equiparable a las castro-guevaristo-nacional-popu-antiimperialistas: “El gesto de Messi es un mensaje al poder”, seguida de cerca por el afán de tanto escriba de decir “plebeyo” por primera vez en la vida (gracias, Martín Rodríguez).

Y no es así: esto es sólo felisidá. No es ejemplo, no es metáfora, no es reflejo. Nunca, jamás, como más de un siglo de deportes internacionales lo prueban –desde los Juegos Olímpicos de 1896– un éxito deportivo pudo transformarse en un éxito político, a pesar de más de un siglo de intentos denodados de las clases dominantes de todo y cada tiempo y lugar por lograrlo. Podríamos, incluso, ponernos provocativos con nuestras propias elites, y recordarles que nuestra felisidá parece más explosiva por los doce años consecutivos y deplorables de gobiernos de sendos palos que sólo han conseguido más de 40% de pobres. Muchachos y muchachas percibidos como sucesivos gobernantes: nuestra felisidá no les debe nada, absolutamente nada, a ninguno de ustedes.

Nuestra felisidá se debe solamente al fútbol, ese milagro que es solamente fútbol.

(Y también es hora de recordar que no le debe nada, tampoco, al amor tardío por Messi, al que le deben pedir perdón algunos millones de personas y algunas decenas de periodistas deportivos. Tampoco a los relatores gritones que no saben decir mucho más que “vamosargentina”. Ni al sentimentalismo pavote de las periodistas que le dicen a Messi lo que sentimos todos, según ellas. Ni a las abuelitas que terminan siendo fanas de Feinmann y Majul, pero a las que alguna colega comparó con Evita. Mucho menos al horroroso documental “Sean eternos”, del que en cualquier momento veremos la segunda, la tercera y la duodécima parte. Ni a la causa penal por abuso sexual que tiene Thiago Almada, que no debió haber ido. Ni a las publicidades que se la pasaron hablando de las coincidencias con el 86, sin darse cuenta de que eso implicaba al 78 y de que el truco consistía, exactamente, en no repetir nada. Ni a esa novedad según la cual ver a un tipo llorando es una novedad antipatriarcal –compañeras: los tipos lloramos a cada paso, y mucho más por el fútbol. Ni a esa horrorosa canción a la vez racista y homofóbica dedicada a Mbappé y que hoy volví a escuchar en los festejos: dios estuvo a punto de castigarnos por semejante desaguisado con los tres goles que nos hizo.

Y, claro, que nadie se olvide de que nuestra felisidá no le debe nada de nada de nada al Chiqui Tapia. Pero nada. Algunos de los periodistas deportivos ya comenzaron el ciclo de homenajes: los futboleros y futboleras debemos recomenzar el ciclo de la resistencia y el derrocamiento, no seamos tan tontuelos.)

Como se verá, mi felisidá nunca dejará de ser un poco crítica. Gajes del oficio. Y por supuesto: decir felisidá es un gesto de mi inevitable populismo, que aflora a lo pavote en estos momentos. Después de todo, apenas se trata de fóbal, una insondable banalidad.

PA

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