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Oíd el ruido
Opinión
Las vuvuzelas, la canción de La Mosca y otros ruidos permitidos durante el Mundial

El cantante de la Mosca

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“El ruido es lo sucio, el mal, aquello que parasita. Todo es ruidoso para aquellos que tienen miedo”, dice el musicólogo Alessandro Arbo. La Argentina ha experimentado esa idea en 1973, cuando comenzó el tercer gobierno de Juan Perón y desde la municipalidad de la ciudad de Buenos Aires se lanzó la campaña “el silencio es salud”. Lo que en un principio se había pensado como un intento de mejorar la ecología sonora del entorno urbano pronto se transformó en un llamado a callarse –una orden política- que también se escuchó en las canchas: “chu chu chu, el silencio es salud”. ¿Quién quisiera llamarse a silencio por estas horas? La relación entre el fútbol y el ruido es ensordecedora por la presencia en las calles de las vuvuzelas. El nombre de esa nefasta trompeta-cotillón deriva del zulú y quiere decir “baño de sonido”. El bramido elefantiásico tiene una intensidad de 127 decibelios, un poder sónico equivalente al motor de un avión al despegar. De acuerdo con Mutualidad Argentina de Hipoacúsicos, esas emisiones pueden provocar en las personas que se encuentran a una corta distancia la pérdida auditiva permanente. El oído interno se lesiona en la zona de la cóclea.

Pero, así como suele decirse que París bien vale una misa, un Mundial también puede valer un tímpano. Julio Cortázar abandonó Buenos Aires porque, siempre se dijo, altavoces y bombos limitaban su goce musical. Si el bombo ha tenido siempre la marca de lo popular, por lo tanto, propenso a ser aborrecido, el cotillón sudafricano es, en cambio, de uso consensuado. Y eso muestra hasta qué punto se llega a aceptar e incluso abrazar el ruido de acuerdo con las situaciones específicas en las que es percibido. El chirrido de los frenos de una formación de subterráneos, tan natural acá, puede resultar intolerable mientras no se lo espera (aunque se sabe: llegará). Lo mismo que La pasión según San Mateo que escucha un vecino no invitado a semejante recogimiento de los sublime. Del otro lado de la pared se recibe como un molesto nonsense. Quizá al amante de Bach le ocurra lo mismo si el otro, que no será la patria, hace que de un parlante explote la voz de L-Gante. Bien, un mundial, o, mejor dicho, el goce que provoca la posibilidad de ganarlo, resignifica lo que, en otro contexto, sería inaceptable. En una plaza de Japón, una artista del noise, lanza chirridos que apichonarían a cualquier ejecutante de vuvuzela. La gente sale corriendo. Si ella hubiera estado celebrando la clasificación del seleccionado nipón posiblemente esos hombres y mujeres espantados se habrían sumado al ritual estentóreo.

De ahí que el ruido mundialista sea democráticamente tolerado con un límite: nunca podríamos imaginar a Juan José Sebreli con una vuvuzela ni haciendo el aguante en Callao y Santa Fe. Es el fondo no monetario y permanente de un carnaval curioso: las tribunas de argentinos de clase media alta y mucho más allá imitan los ademanes y gestos vocales de las hinchadas que son proclives a veces a repudiar si piensan en su extracción social (y ese comportamiento se repite en bucle acá). Un canto plano y planero, adoptado solo para circunstancias en los que una necesidad mayor requiere horizontalidad.  Pasado el miércoles de ceniza todo volverá a su lugar: las vuvuzelas, las camisetas, las jerarquías.

“En Argentina nací, tierra de Diego y Lionel / de los pibes de Malvinas que jamás olvidaré / No te lo puedo explicar, porque no vas a entender”, se canta en todos los estamentos, incluso entre los jugadores seleccionado. La letra de “Muchachos” es una suerte de manual imaginario del esencialismo. Erige además una santísima trinidad alrededor de Diego, al incluir a la madre y el padre que, también, otean desde arriba a Messi. La canción parece en rigor destinada a alguien que no es argentino (¿un turista o un antropólogo? ¿a uno mismo en estado de enajenación?) y que “no puede” comprender lo que la mayor de las pasiones. Una exaltación de lo inefable y que, en rigor, avisa el díptero mayor, es decir, el calvito que se para frente al micrófono, tampoco debería ser “explicado”. Pero si no se comprende lo que puede ser esencial, aunque fuera invisible a los ojos, qué hacemos con los colores. El texto carece de sentido quizá porque al cantarlo se renuncia de antemano a ello. ¡Igual funciona (cosa que, hemos comprobado, no sucedió con el “si la tocan a Cristina”: no toda canción genera en un hecho)! La reputación artística de La Mosca es en ese aspecto irrelevante. La apropiación multitudinaria de su cantito pone en suspenso toda valoración sobre el gusto: es, ante todo, un artefacto social. Sería un fracaso de antemano buscar algo más. El efecto de “Muchachos” tendrá la duración de las ilusiones futbolísticas que frizan los antagonismos políticos de un país abismado. A nadie se le ocurriría que una voz cultivada se encargara de transmitir las emociones que suscita este acontecimiento. 

¿A nadie?

Bueno, Víctor Hugo Morales no se consideraría nunca dueño de una voz operística ni siquiera musical, pero su melomanía, que lo ha llevado presenciar solo 50 veces La traviata, de Giussepe Verdi, en distintas salas líricas del mundo, desde el Bolshoi hasta el MET, pasando por el Colón, claro, se le cuela en instantes de emoción. Escuchen (por favor) sino el modo en que relató el tercer gol argentino ante Croacia, cómo la palabra “gol” se afirma en el aire varios segundos. Clava el sonido, pero, de repente, la emisión se quiebra, queda entre el falsete y el error que se conoce como un gallo.

Víctor Hugo toma aire y esta vez la voz se mantiene lo que dura el “o” en una altura definida, sube su intensidad como si en rigor no estuviera en Doha sino felizmente cantando bajo la ducha del baño la canzonetta “O sole mío”, que seguro él conoce de memoria. Me recuerda una versión del tenor Beniamino Gigli. ¿Se filtró, inconscientemente, en su locución al estirar la vocal? Le faltó cantar “o sol Leo mío”, porque es su rítmica descripción del héroe de Qatar, esas acentuaciones, enfatizadas con una mano en alto, siempre en sincronía con lo dicho, la que, insisto, convoca otros cantos que pueblan su imaginario. A diferencia de lo que pudo suceder en 1986 con su relato del segundo gol de Maradona a los ingleses, estamos en condiciones de “ver” a Víctor Hugo. Esa voz tiene un cuerpo y un repertorio de movimientos y gesticulaciones que, después de que se extinguiera la “l” de “gol” le permiten hablar de la belleza del deporte y definir a Messi como un servidor del arte del fútbol, un “arlequino maravilloso, mimo increíble, Aladino eterno, dueño de una zurda infinita”. El cómo lo dice lo acerca más al antiguo ejercicio de la declamación que viene de la antigüedad greco latina y pasó luego a la escena teatral moderna.

El esloveno Slavoj Žižek cuenta una historia interesante al prologar A voice and nothing more, el ensayo de Mladen Dólar, que nos ayuda a enriquecer esta perspectiva. En medio de una batalla de trincheras de la Primera Guerra un comandante italiano pide a sus soldados que ataquen. Emite la orden con fuerza y claridad para que pueda captarse con tanto estruendo. Los subordinados no se mueven y la autoridad repite la orden, con más fuerza, una y otra vez. Un soldado, apenas uno, responde tímidamente desde la zanja. “Qué bella voz”, dice. Para Žižek, los soldados fallan en reconocerse a sí mismos en la apelación del comandante. No cumplen con su deber militar.  Aunque no se asumen como participantes de un conflicto armado, “se constituyen como comunidad en respuesta al llamado, la comunidad de gente que puede apreciar la estética de una bella voz -que puede apreciarla aun cuando difícilmente sea ése el momento adecuado, y especialmente cuando difícilmente sea ése el momento para hacerlo”. Los uniformados actúan finalmente como “estereotípicos italianos en este otro sentido, digamos, como italianos amantes de la ópera”. Hacen honor a otra reputación: la de conocedores que pueden detectar “una bella voz cuando la oyen aun en medio del fuego de artillería”. Ellos fueron tomados por el súbito interés estético. Creo que algo de eso también sucede con los arrebatos líricos de Víctor Hugo (en su doble acepción). Hincha, qué duda cabe, por la celeste y blanca, pero su camiseta escondida es la del verismo. “Verdi, Verdi, cantá conmigo, que un amigo vas a encontrar…”.

El relato futbolístico y la música se han cruzado a veces de una manera singular. Pensemos en “Tiruliruli”, la pieza que Hermeto Pascoal compuso en 1984 a partir de la descripción que hace Osmar Santos, un conocido periodista radiofónico de Brasil, del gol que el gran Sócrates se aprestaba con Corinthians. Pascoal hablaba del “sonido del aura” para explicar sus complejas composiciones basadas en voces corrientes y a partir de una escucha prodigiosa de sus inflexiones. El “sonido del aura”, decía el prodigioso instrumentista, es la vibración sonora de cada persona, reflejada en su habla. Corrían aun tiempos analógios, y Hermeto construyó un loop de manera artesanal. Sobra la voz de Santos, respetando su entonación y sin modificar artificialmente las frecuencias, añadió la música. “¿Por qué la voz es el instrumento más rico que existe? Porque tiene todas las tonalidades, es totalmente natural. Puedes hacer una cosa en cualquier tonalidad, incluso algo entre un tono y otro. Lo que la gente llama habla es lo que estamos cantando”. 

“Turiluri” fue apenas una de las composiciones de Pascual realizadas sobre este concepto que tuvo una réplica personal en Buenos Aires. Siete años atrás, Sales de baño, un grupo argentino liderado por el colombiano Carlos Quebrada, utilizó el relato de Víctor Hugo del segundo gol de Maradona a los ingleses coda de una pieza compleja que oscila entre el free-jazz y el rock. Las palabras comienzan a perder legibilidad. Se transforman en textura. Y así se cierra el disco Horror Vacui que el melómano relator debería conocer. Mucho más conmovedor es lo que hizo en setiembre pasado el Coro Municipal de Córdoba al estrenar “El gol del siglo”. La obra, escrita y dirigida por Tomás Arinci también dialoga con la narración del mismo gol de México 86. El coro mixto transforma primero el “olé, olé, Diegooo” en material de una suerte de responso y homenaje al ídolo muerto mientras, como viniendo de otro lugar, de una vieja radio, se describen sus acciones en aquel estadio Azteca. Víctor Hugo es, luego, acompañado por una versión coral de “Greensleeves”, una muy tradicional balada inglesa, cuyo origen se remonta al renacimiento. Lo más extraordinario sucede de inmediato. Es cuando Maradona comienza a apilar rivales, el coro se pliega a la voz de Víctor Hugo, ambos conforman una homoritmia que diluye la relación entre fondo y figura. Estamos ante una misma masa sonora, un colectivo sincronizado que, sin correrse del solista, repite todo aquello que se viene escuchando desde hace décadas: golazo, viva el fútbol, es para llorar, barrilete cósmico, de qué planeta viniste.  El coro vuelve más tarde al “olé olé”, pero ha dejado una estela extraordinaria, un recordatorio de hasta qué punto el fútbol construye su propia teoría de los afectos en el reino de la misma música.

JJB

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