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Economías

Shock, gradualismo o claudicación: las tres alternativas frente a la inflación acelerada

Sergio Massa, ministro de Economía

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La inflación es, sin duda, uno de los principales problemas económicos de la Argentina actual y está muy vinculada con la falta de crecimiento y la pobreza, que tienen causas comunes: en particular, los desequilibrios macroeconómicos que nos han llevado de una crisis a otra. Priorizar el crecimiento o la lucha contra la inflación es una opción falsa. Con una inflación como la actual, puede haber reactivación luego de una recesión (como en 2013, 2015, 2017 y 2021) pero no se logra un crecimiento sostenido y significativo de los ingresos por habitante. En los últimos 11 años hubo una inflación promedio de casi 3% mensual, un crecimiento total nulo y caída en los ingresos por habitante.  Con una inflación del orden del 6/7% mensual no podemos pretender que nos vaya mejor. Es imperioso bajarla. 

Para eso, lo primero es entenderla. La inflación no siempre tiene como causa a la emisión monetaria que excede a la demanda de dinero. A corto plazo la inflación es multicausal: puede ser originada y alimentada por varias causas, con importancia variada según el momento. Influyen los desequilibrios monetarios, pero también la inercia inflacionaria, las expectativas, los aumentos de algunos precios que impactan en los costos en forma casi generalizada (como el dólar, los combustibles o las tarifas de electricidad, transporte y gas) y la formación de precios a partir de decisiones de empresas con poder de mercado. 

En un mundo de mercados competitivos, en los que nadie tenga una posición dominante, donde todos cuenten con información suficiente para maximizar sus beneficios (las empresas), o la satisfacción de sus necesidades (las familias), los precios se fijarían de modo que se igualen la oferta y la demanda de cada bien –si un vendedor estableciera un precio más alto, nadie le compraría–, y los recursos productivos estarían plenamente ocupados. En esas condiciones, si los consumidores tuvieran más dinero, tratarían de usarlo para adquirir más bienes y servicios; al no producirse más –debido a la plena ocupación de recursos– aumentarían los precios. La inflación dependería únicamente de la política monetaria. 

Pero, en el mundo real, los precios suelen ser fijados unilateralmente por los vendedores, y la información de que disponen los compradores sobre las calidades y precios es incompleta, lo que limita su capacidad para defenderse de aumentos de precios. La información más cierta que suelen tener los vendedores es la correspondiente a sus costos, por lo que tienden a fijar precios de modo que cubran esos costos, más un margen de ganancia (mark-up). 

Entonces, si hay subas de precios que impactan en los costos en forma generalizada (tipo de cambio, precios internacionales, tarifas de servicios públicos, combustibles, salarios, etcétera), el aumento tiende a difundirse en la economía, aunque no haya oferta excedente de dinero; porque los precios de los bienes y servicios se fijan en cada uno de sus mercados, no en el mercado de dinero. Así, el dinero pierde valor frente a los bienes, no porque haya oferta excedente de dinero, sino porque los precios de los bienes aumentan por la suba de costos. Al valer menos, si no se emite más, el dinero circulante no alcanza para que la gente compre los bienes y servicios que antes compraba; se restringirán los gastos y, por la caída de las ventas, también se frenará la producción. 

Si las causas que originaron la suba de precios no tienen continuidad, la inflación irá cediendo, pero una desaceleración rápida sólo ocurrirá bajo la presión de una recesión. Actualmente gran parte de los países está enfrentando una disyuntiva: en el contexto de una inflación, inusual para ellos, del orden del 10% anual –en gran medida originada en aumento de precios de combustibles, minerales y alimentos a partir de la invasión de Ucrania por parte de Rusia– hay quienes proponen políticas monetarias que induzcan una recesión que frene la inflación, mientras otros dicen que la inflación puede ir cediendo sin necesidad de eso, simplemente por desaparición de las causas que la generaron. 

Pero el problema es bastante más grave cuando ya hay en marcha un proceso de alta inflación, que aumenta la incertidumbre sobre el futuro. Cada vendedor trata de que el precio que cobra no quede retrasado, aunque tenga que vender menos: ante la duda, prefiere quedarse con la mercadería y no venderla a bajo precio. Y se acentúan las carencias informativas de los compradores: no sólo ignoran qué precios regirán en el futuro; incluso pueden no saber a qué precio ofrecen los distintos vendedores un producto (o productos similares), lo que hace más difícil que tomen las mejores decisiones. 

Eso hace que los mercados sean menos competitivos y, en consecuencia, los márgenes de ganancia crecen; parte de la demanda no puede acceder por los precios “inflados” por esos mayores márgenes; la producción se restringe por la depresión de las ventas y, al haber menos producción, hay menos ingresos. Así, la distribución del ingreso se hace más desigual, porque quienes tienen menos autonomía para aumentar los valores que cobran son los asalariados, jubilados y perceptores de ayuda social, y los que más sufren la caída en el nivel de actividad económica son los trabajadores por cuenta propia. 

Cuando, por la alta inflación, los costos de reposición son inciertos, las guías para establecer los precios son el pasado y las expectativas sobre el futuro, que suelen guiarse por determinadas noticias, como los cambios del dólar. Mirando al pasado, se tiende a querer recuperar el precio relativo que se tenía antes, aumentando los precios según los últimos datos conocidos de inflación, lo que lleva a inflación inercial. El efecto es más pronunciado cuando hay indexación (ajustes de precios o salarios por un índice) generalizada. Pero, aun cuando no la haya, el solo saber, por ejemplo, que la inflación del mes pasado fue 7%, induce a subir el precio que cada uno fija un 7%, con la convicción de que en realidad no se lo está aumentando, sino sólo manteniéndolo en relación a los demás precios. 

De cara al futuro, se trata de no perder (o de ganar) en la puja distributiva, más dependiente de los precios (que varían en mayor magnitud) que de las cantidades. Entonces, cuando se tiene la expectativa de que la inflación se acelera, cada uno trata de aumentar con mayor intensidad sus precios, con lo que la expectativa se transforma en realidad. 

La estructura de los mercados importa: cuanta más competencia haya, más posibilidad tienen los consumidores de defenderse de los márgenes de ganancia exagerados de algunos vendedores, ya que les pueden comprar a otrosp. Pero cuando son más concentrados, los empresarios tienen mayor libertad para fijar márgenes de ganancia más altos.  

Ahora bien: inercia, expectativas y concentración de mercados inciden en la inflación, pero especialmente cuando ya hay inflación. La “inflación de costos” sí la puede originar, pero no la sostiene más allá de la “onda expansiva” del aumento original de costos. 

Si hubiera baja inflación, no nos preocuparíamos demasiado por la inercia ni por las expectativas inflacionarias. En Brasil, entre septiembre de 2014 y septiembre de 2015 el dólar aumentó 67% y los precios 8%, y en los cinco primeros meses de 2020 el dólar aumentó 38%, mientras los precios casi no aumentaron. La devaluación del Real no provocó pánico; el aumento del dólar presionó sobre los costos, pero no fue una señal para que todos los vendedores suban sus precios en magnitudes similares a la suba del dólar. 

Y, en cuanto al argumento de que la inflación se debe a los mercados concentrados, tengamos en cuenta que en nuestros vecinos latinoamericanos los mercados no son estructuralmente distintos de los nuestros, y tenían hasta hace poco una inflación inferior a 10% anual, a la que volverán en poco tiempo. Nuestro país es especial por la alta inflación, que hace que nuestros mercados sean particularmente poco competitivos.

A veces la falta de competencia en un mercado se debe a sus características: en los “monopolios naturales” lo más eficiente es que haya un solo vendedor: por ejemplo, para la provisión de agua, cloacas, electricidad y gas domiciliarios. En esos casos, lo más conveniente es que los precios estén regulados por el Estado. Si, en cambio, un mercado puede ser competitivo, se suele recomendar que el Estado trate de que lo sea; por ejemplo, evitando la concentración en pocos oferentes, penalizando la “cartelización” (cuando los competidores se ponen de acuerdo para fijar los precios), removiendo barreras a la entrada de nuevos competidores, mejorando la información de los compradores, etc. Un caso interesante fue cuando, a principios de siglo, se obligó a recetar los medicamentos por su droga básica; eso logró hacer más competitivos a los mercados de medicamentos que podían serlo. 

Hay quienes quisieran que el Estado controle prácticamente todos los precios para evitar que suban, pero habría al menos dos problemas. El primero es que, si la oferta de un bien disminuye o su demanda crece, tenderá a haber demanda insatisfecha que recurra a un mercado paralelo, al que se irá desviando la oferta para vender más caro, con lo que existirían mercados legales con faltantes de mercadería y mercados ilegales con precios más caros que los que habría habido sin control del gobierno. 

El segundo problema surge si el gobierno no tiene la capacidad o la autoridad para controlar simultáneamente centenares de miles de precios. En ese caso, se deterioraría su credibilidad y los precios que menos subirían no serían aquellos cuya demanda suba o su oferta baje, sino los que el gobierno pueda controlar más, distorsionándose el sistema de precios como señal para asignar los recursos a la producción. 

¿Cómo detener la inflación? Se tienden a plantear dos alternativas: “shock” o gradualismo. 

¿Cómo sería el shock? Las tres experiencias más notables de “estabilización súbita” de las últimas décadas fueron el Plan Gelbard (junio de 1973), el Plan Austral (junio de 1985), y la Convertibilidad (marzo de 1991). En las tres se atacaron la inercia y las expectativas inflacionarias. Para estas últimas, fue crucial la acción sobre el dólar: en los tres casos, a partir del shock hubo una disminución del tipo de cambio real. Replicar eso ahora no parece viable, al menos sin una fuerte devaluación previa, ya que el tipo de cambio real (oficial) está por debajo del necesario para el equilibrio externo; con pocas reservas internacionales, no hay margen para atrasarlo más. 

Por otra parte, en los tres casos el gobierno intervino de alguna manera en los precios, cambiando las reglas de juego entre particulares: congelando precios y/o salarios, desindexando (mediante el “desagio”) o prohibiendo la indexación. Este tipo de intervención se hace más factible cuando la situación parece insostenible y también cuando el gobierno tiene mucha autoridad para imponer sus políticas. Lo primero ocurría al anunciarse el Plan Austral: en el primer semestre de 1985 la inflación superaba el equivalente a 1.500% anual. Lo segundo, en el Plan Gelbard (1973). A veces se dice que ahora hay una crisis terminal, pero en realidad la inflación es mucho más baja que la que había en las vísperas del Plan Austral y de la Convertibilidad. Basar un plan en que el Poder Ejecutivo Nacional imponga sus decisiones al sector privado (por ejemplo, congelando precios) en este momento podría ser riesgoso: no contaría con el apoyo del Congreso y es posible que sea frenado por el Poder Judicial. 

¿Cómo sería el gradualismo? Debería atacar los factores que están detrás del fenómeno de inflación alta y persistente. Destacaría, en ese sentido, al déficit fiscal que, por su magnitud, tarde o temprano termina siendo financiado con emisión monetaria. Porque, más allá de su origen, el combustible de la inflación es esa emisión, que se torna inmanejable si está al servicio de financiar un déficit fiscal que no se puede controlar. 

Un país ya estabilizado tiene “espacio fiscal” para tener déficits fiscales moderados, especialmente si está en un proceso de crecimiento productivo (con lo cual una suba de su deuda pública puede compensarse con un aumento de su capacidad de pago) o si está creciendo la demanda por su moneda. No es el caso de Argentina, que no crece ni su moneda tiene aceptación, precisamente debido a su alta inflación. Inevitablemente, el camino a una estabilización de precios con crecimiento de la producción y el consumo pasa, como condición necesaria, por una notoria mejora del resultado fiscal. 

Ayudaría, también, mejorar la competencia en los mercados. Si rigiera un tipo de cambio favorable a la producción nacional, no sería necesario limitar las importaciones; y no habría que hacerlo, porque los precios en los mercados internos concentrados tienden a ser altos, aun cuando el dólar sea barato, por la libertad que tienen los empresarios, sin competencia externa, para fijar márgenes de ganancia. 

Si se muestra una clara determinación de eliminar el déficit fiscal (y también el cuasi fiscal, el del Banco Central) y, al mismo tiempo, eliminar el déficit externo a partir de un tipo de cambio suficientemente alto como para equilibrar a mediano plazo el balance de pagos, habría alguna mejora de las expectativas que ayudaría a desacelerar la inflación. Pero no habría una solución mágica. Sería un camino largo y difícil, es muy probable que lleve años consolidar un nivel de inflación razonable, como le llevó a nuestros vecinos. Pero, a la larga, valdría la pena. 

¿Otra alternativa? Sí: ceder a todas las presiones financiando el déficit consecuente con emisión monetaria y liberar totalmente el tipo de cambio, hasta llegar a un punto en el que la inflación sea tan alta que haya consenso social y político suficiente para cortar bruscamente el proceso. En ese punto, se tomarían las medidas necesarias para eliminar de golpe el déficit fiscal y cuasi-fiscal, se congelarían transitoriamente precios y salarios y se modificarían otros contratos, de modo de amortiguar los cambios en la distribución del ingreso que ocurrirían al pasar de un régimen de altísima inflación (o hiperinflación) a una “inflación cero”. Por ejemplo, hay indexaciones y tasas de interés que son lógicas en un contexto de muy alta inflación, pero impagables si la inflación se frenara bruscamente. El Plan Austral, por ejemplo, contempló estas situaciones. Pero, decididamente, no es una alternativa que aconsejaría.  

DT

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