Conflicto en Medio Oriente

Los israelíes crecimos preguntándonos cómo pudo ser y ahora nuestro país comete un genocidio en Gaza

Yuli Novak

Directora ejecutiva de B'Tselem —

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La pregunta no deja de rondarme la cabeza. ¿Es de verdad esto que está pasando? ¿Estamos viviendo un genocidio?

En el resto de países, millones de personas ya conocen la respuesta. Pero aquí en Israel muchos de nosotros no podemos o no queremos decirlo en voz alta. Tal vez porque la verdad amenaza con desmoronar todas nuestras creencias sobre quiénes somos y quiénes queríamos ser. Decirlo es admitir que en el futuro tendremos que rendir cuentas, no solo nuestros líderes, sino nosotros mismos. Pero el coste de negarse a verlo es todavía mayor.

Para los israelíes de mi generación, la palabra ‘genocidio’ seguía siendo una pesadilla de otro planeta. Una palabra que asociamos a las fotografías de nuestros abuelos y al fantasma de los guetos europeos, pero no a nuestros propios barrios. Éramos nosotros los que desde la distancia preguntábamos sobre los demás: ¿cómo pudo la gente común seguir con su vida mientras ocurría algo así? ¿Cómo pudieron permitir que ocurriera? ¿Qué habría hecho yo en su lugar?

En un grotesco giro de la historia, la pregunta se ha vuelto ahora hacia nosotros.

Llevamos casi dos años escuchando a las autoridades israelíes, tanto a políticos como a generales, diciendo en voz alta lo que pretenden hacer: matar de hambre, arrasar y borrar Gaza. “Los eliminaremos”. “Lo volveremos inhabitable”. “Cortaremos el suministro de alimentos, agua y electricidad”. No eran lapsus, sino un plan. Y el Ejército israelí lo ha llevado a cabo. La definición de manual de genocidio es esta: atacar deliberadamente a una población, no por lo que son como individuos, sino por pertenecer a un grupo, un ataque diseñado para destruir al propio grupo.

Cuando la realidad te golpea

Para sobrevivir al horror nos hemos contado a nosotros mismos otras historias. Historias que mantienen a raya la culpa y el dolor. Nos hemos convencido de que todos los niños de Gaza son de Hamás y de que todos los apartamentos son células terroristas. Sin darnos cuenta, nos hemos convertido en esa ‘gente común’ que sigue viviendo su vida mientras ‘eso’ está sucediendo.

Recuerdo la primera vez que la verdad de lo que estaba pasando me golpeó. Dos meses después de lo que entonces yo seguía llamando ‘guerra’, tres de mis compañeros palestinos en B'Tselem quedaron atrapados en Gaza con sus familias. Llevabámos años con ellos como trabajadores de derechos humanos. Me hablaron de familiares sepultados bajo los escombros, de no poder proteger a sus hijos, de un miedo paralizante.

En los frenéticos intentos de sacarlos de Gaza, aprendí algo que se me quedó grabado: en ese momento, un palestino vivo en Gaza podía ser ‘rescatado’ a cambio de unos 20.000 shekels [unos 5.170 euros]. El rescate de los niños costaba menos. La vida se valoraba en dinero, per cápita. No estamos hablando de estadísticas abstractas sino de personas que yo conocía. Fue entonces cuando lo comprendí: las reglas habían cambiado.

Desde entonces, lo surrealista se ha vuelto rutina. Ciudades reducidas a cenizas. Barrios enteros arrasados. Familias obligadas a desplazarse, una y otra vez. Decenas de miles de muertos. Hambruna masiva provocada, camiones de ayuda rechazados o bombardeados. Padres que alimentan a sus hijos con pienso para animales, hijos que mueren mientras esperan que llegue la harina. Personas tiroteadas, civiles desarmados abatidos por acercarse a las caravanas de alimentos.

El genocidio no ocurre sin una inmensa participación: una población que lo apoya, lo permite, o mira hacia otro lado. Eso es parte de su tragedia. Casi ninguna nación que ha cometido genocidio comprendió lo que estaba haciendo en el momento en que lo estaba haciendo. La justificación siempre es la misma: defensa propia, inevitabilidad, las víctimas se lo buscaron.

En Israel, el relato predominante insiste en fijar como el comienzo de todo la masacre de civiles cometida el 7 de octubre por Hamás en el sur. Ese día fue un verdadero horror, un estallido grotesco de crueldad humana: civiles asesinados, violados, secuestrados. Un trauma nacional generalizado que en muchos israelíes despertó una sensación profunda de riesgo existencial.

No empezó el 7 de octubre

Lo ocurrido el 7 de octubre fue una fuerza catalizadora de lo que está pasando pero no la única. Un genocidio requiere décadas de apartheid y de ocupación, de separación y de deshumanización, de políticas diseñadas para cercenar nuestra capacidad de empatía. Aislada del mundo, Gaza se había convertido en la culminación de todo eso. En nuestra imaginación sus habitantes se transformaron en abstracciones, rehenes perpetuos, sujetos a bombardeos cada pocos años, que morían en cientos o en miles sin que tuviéramos que rendir cuentas por ello.

Sabíamos que más de dos millones de personas vivían sitiadas. Sabíamos de Hamás. Sabíamos de los túneles. En retrospectiva, lo sabíamos todo. Pero de alguna manera fuimos incapaces de imaginar que algunos de ellos podrían encontrar la manera de estallar.

Lo que ocurrió el 7 de octubre no fue solo un fracaso militar. Fue el derrumbe de lo que imaginábamos como sociedad: la ilusión de que podíamos encerrar toda la violencia y desesperación al otro lado de una valla y vivir en paz en nuestro lado. Ese colapso llegó bajo el Gobierno más ultraderechista que ha tenido la historia de Israel, una coalición con ministros que fantasean abiertamente con hacer desaparecer Gaza. Así fue como en octubre de 2023 se alinearon todos los astros para nuestra más oscura pesadilla.

Esta semana, en B'Tselem hemos publicado el informe Nuestro genocidio, elaborado conjuntamente por investigadores palestinos y judíos de Israel. Está compuesto por dos partes. La primera documenta cómo se está llevando a cabo el genocidio: asesinatos en masa, destrucción de las condiciones materiales para la vida, derrumbe social y hambruna provocada, todo ello incitado por los líderes israelíes y amplificado por los medios. En la segunda parte se explica el camino que ha llevado hasta aquí: décadas de desigualdad sistémica, de gobierno militar y de políticas de separación que han normalizado la idea de que los palestinos son desechables.

Para hacer frente al genocidio, lo primero es comprenderlo. Para lograrlo, nosotros, judíos israelíes y palestinos, hemos tenido que mirar juntos la realidad desde la perspectiva de los seres humanos que viven en esta tierra. Nuestra responsabilidad histórica y política también consiste en dirigir la mirada hacia los perpetradores y dar testimonio en tiempo real de la evolución de una sociedad hasta volverse capaz de cometer un genocidio.

Reconocer esta verdad no es fácil. Ni siquiera para nosotros, que llevamos años documentando la violencia estatal contra los palestinos. Nuestras mentes se resisten, rechazan los hechos como si fueran veneno, intentan sacarlos fuera. Pero el veneno sigue ahí. Inunda de miedo y de una sensación inconmensurable de pérdida el cuerpo de los que viven entre el río y el mar, tanto palestinos como israelíes.

El Estado israelí está cometiendo genocidio. Una vez que se acepta eso, la pregunta que nos hicimos toda nuestra vida se vuelve urgente: ¿qué habría hecho yo, en aquel entonces, en ese otro planeta?

Solo que esta vez, la respuesta no es retórica. Es ahora y somos nosotros. Y solo hay una respuesta correcta: debemos hacer todo cuanto esté en nuestra mano para detenerlo.

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Yuli Novak es directora ejecutiva de la organización B'Tselem, el Centro de Información Israelí para los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados.

Traducción de Francisco de Zárate.