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Literatura

Yōko Ōta, la escritora que sobrevivió a la bomba atómica: “Me quedé atrapada en la ciudad de cadáveres y no podía moverme”

Dos jóvenes caminan por una calle flanqueada por escombros en la devastada Hiroshima, en 1945, primera ciudad en el mundo en sufrir los efectos del arma nuclear

Cristina Ros

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El nombre de Hiroshima quedará para siempre ligado al 6 de agosto de 1945, cuando la primera bomba atómica aniquiló más de 100.000 vidas, a las que hay que añadir a todos los que murieron en los meses y años siguientes por el efecto de las radiaciones. Para la escritora Yōko Ōta (Hiroshima, 1903-Inawashiro, 1963), Hiroshima era, hasta entonces, tan solo el sinónimo de casa, el lugar donde había nacido, su ciudad, la de sus ancestros. Ella llevaba una existencia tranquila, dedicada por completo a la escritura. La literatura, como a tantos niños, la había salvado de una infancia difícil, marcada por el divorcio de sus padres. En el instituto comenzó a escribir y ya no dejó de hacerlo nunca.

Después de graduarse empezó a colaborar con una revista feminista, en la que publicó sus primeros textos. Estos relatos la llevaron a la escena literaria de Tokio, donde conoció a otras autoras de su generación y se estableció de manera definitiva en el oficio. Algunas de sus primeras novelas se inspiraban en sus vivencias, como su matrimonio fallido o su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial. Aquel 6 de agosto, sin embargo, marcó un antes y un después en la dirección de su escritura. No se puede escribir igual después de una hecatombe. No se puede escribir igual cuando crees que te queda poco tiempo. Y ella estaba convencida de que iba a morir pronto.

Había sobrevivido al bombardeo –cuando se produjo se encontraba en las afueras de la ciudad, en casa de su madre–, pero la pesadilla no terminó: semanas después, las nuevas muertes se sucedían a su alrededor como consecuencias ulteriores de aquella “lluvia de destrucción”, como la había bautizado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman. Era una enfermedad que estallaba sin previo aviso: de pronto aparecían unas erupciones en la piel, el cabello se caía, las encías sangraban, el cuerpo se debilitaba hasta la extenuación y ya no había nada que hacer. No importaba ser joven o viejo, hombre o mujer: a todos les afectaba por igual. Ella estaba segura de que podía ser la siguiente.

Con ese temor en las entrañas, ese mismo mes de agosto emprendió la escritura de este libro, Ciudad de cadáveres, que se convertiría en su obra más importante y se considera la primera novela sobre la bomba atómica. Gracias a la editorial Satori, por fin se puede leer en castellano, traducida por Kuniko Ikeda y Marta Añorbe Mateos, con un prólogo de Patricia Hiramatsu y, a modo de epílogo, un artículo de la autora del 30 de agosto de 1945, germen del libro y primer testimonio de un escritor sobre los bombardeos.

La novela, que Yōko Ōta se niega a llamar “novela” por utilizar fuentes reales, narra lo que vio y escuchó aquellos días. La terminó en apenas tres meses, pero no se editó hasta 1948, y con recortes del Gobierno de Ocupación. En 1950 vio la luz, por fin, la versión íntegra. “Tenía que darme prisa en plasmar todo esto por escrito, ya que yo misma podía ser la siguiente en morir en cualquier momento”, escribe. Perdió todas sus pertenencias durante la explosión, y en la ciudad era imposible encontrar papel y bolígrafo, así que la escribió en “papel amarillento de puerta corredera, servilletas de papel y un par de lápices” que le dieron los vecinos de la localidad.

Con su esqueleto metálico expuesto y sus vigas retorcidas, la Cúpula de la Bomba Atómica continúa en pie 80 años después del bombardeo nuclear que arrasó Hiroshima

La propia autora, autocrítica, advierte de los posibles puntos débiles del libro: al carecer, entonces, de estudios rigurosos sobre el bombardeo y valoraciones de expertos, perdió la oportunidad de hacer un reportaje más documentado. Con todo, el mérito de Ciudad de cadáveres –además de sus inherentes cualidades literarias, fruto de una pluma diestra en la conversión del material humano en una narración vívida, con emoción– se halla en el hecho de estar escrito con urgencia, con el latir de los acontecimientos: la inmediatez del testimonio, la expresión del desconcierto colectivo ante la omnipresencia indomable de la muerte, las pilas de cadáveres, las búsquedas entre las ruinas de la ciudad.

Es casi una frivolidad preguntarse “de qué va” o analizarla en los mismos términos que una ficción al uso. Las páginas de Ciudad de cadáveres son una crónica novelada, más lograda, analítica y unitaria de lo que la autora cree (aunque la escribiera a vuelapluma, los años de oficio están ahí), con una crudeza comparable a la de otra escritora de Asia Oriental, Han Kang, en libros como Actos humanos (2014) –esas escenas de personajes buscando en las montañas de cadáveres después de la masacre de Gwangju–, o a Voces de Chernóbil (1997), la espléndida “polifonía” en la que Svetlana Aleksiévich entrevista a testigos del accidente nuclear de 1986.

Ōta tiene un sentido del deber sobre la escritura vinculado a la obligación moral de un creador de dejar constancia de su tiempo: “Cuando pienso en que no se debe despojar a la desgracia de Hiroshima de su importancia histórica, la pereza y la ficción no están permitidas”, defiende. En un capítulo recopila datos de los primeros estudios científicos sobre los efectos de la bomba, a finales de ese mismo agosto. La urgencia con la que los expertos se pusieron a investigar recuerda a la vivida en 2020 con la pandemia: ambas emergencias se caracterizaron por carecer de precedentes históricos: “La peculiaridad de los daños […] radica en la infinita ansiedad que provoca el hecho de que la verdad no se sabrá hasta dentro de muchos años”.

Un visitante del centro Hiroshima Peace Memorial Museum en Hiroshima, en 2020

Hay asimismo capítulos más reflexivos, por ejemplo, el dedicado a la guerra. Hiroshima, recuerda la autora, no había sido bombardeada aún, como Kioto. Corría el rumor de que Estados Unidos iba a bombardear la presa del gran río en las montañas de Hiroshima, lo que dejaría a la población sin alimentos del campo, condenada a morir de hambre. Nada hacía sospechar que el ataque sería todavía más feroz; no hubo ningún aviso, pero desde el primer instante supieron que aquel extraño resplandor no era un explosivo corriente. Sembraba la destrucción más absoluta, pero sin fuego; moría gente que no había estado en la ciudad en ese momento, pero que viajó allí luego para ayudar e inhaló la radiación.

La autora denuncia, por otro lado, que ese verano la guerra ya estaba perdida antes del bombardeo, por la débil situación de Alemania e Italia tras la muerte de sus líderes. Un ataque bélico jamás tiene justificación, pero, en aquel contexto, aún menos: solo faltaba que Japón diera un paso atrás, algo que, a su juicio, iba a ocurrir de todas formas. Y sus palabras parecen sobrevolar ochenta años para describir el presente: “Cuando se conoce objetivamente cuál va a ser el resultado de un conflicto”, razona, “ya no se puede seguir llamándolo guerra”.

Eso sí, Ōta –que renegó de algunos escritos a favor de la expansión nipona que tuvo que redactar durante la guerra–, no excusa a su país. Es, ante todo, pacifista: “No solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino también por aquello que nos ha llevado a ella”, analiza. Y, para concluir, dice: “Se gane o se pierda, la miseria de las guerras de agresión es prácticamente la misma”. Ciudad de cadáveres va más allá de radiografiar el después sin filtros: la autora tiene la valentía de señalar los errores, el error en sí que es el hecho de que la humanidad se aboque a una matanza.

Preparación de las linternas para una procesión de homenaje a los muertos a causa de las bombas atómicas en Hiroshima, frente a la cúpula cuyas ruinas permanecen en pie como recordatorio y memorial

La bomba atómica, con todo, tenía peculiaridades. El bombardeo no solo provocó muerte, caos y ruina –se llegó a decir que Hiroshima no podría reconstruirse jamás o que incluso las autoridades la mantendrían así a conciencia, como una estampa de la memoria más cruel–, sino que la guerra se prorrogó en cierto modo en la cotidianeidad de los supervivientes, en el sentido de que se acostumbraron a estar alerta ante la posible irrupción de la enfermedad causada por las radiaciones: “La guerra […] ha terminao hace na”, le dice un hombre al médico, “pero, aun así, nosotros seguimos muriendo por su culpa. Es algo tan extraño…”. Él y su esposa fallecieron en los días siguientes.

Se ha escrito mucho –o, cuando menos, nos ha llegado más al público occidental– sobre Auschwitz y el Holocausto. La literatura sobre la devastación por la bomba atómica, en comparación, no ha tenido tanto impacto. Es conocido Hiroshima (1946), del periodista estadounidense John Harsey, una crónica brillante sobre los testigos de los bombardeos. En cuanto a la narrativa de los propios japoneses, en castellano se pueden leer Flores de verano (1947), de Tamiki Hara, otro escritor oriundo de Hiroshima que Impedimenta ha reeditado este año; Lluvia negra (1966), de Masuji Ibuse, una aproximación al asunto de forma más novelada; o Cuadernos de Hiroshima (1965), un ensayo que ya es un clásico del premio Nobel Kenzaburō Ōe.

Ciudad de cadáveres amplía ese corpus de literatura sobre la bomba atómica con la voz de una superviviente que escribe con la necesidad imperiosa de reflejar el desconcierto, el caos, la conciencia de muerte inminente que los acecha. Y no solo habla de sí misma, sino que cuenta las historias de otros, aporta los primeros datos sobre las enfermedades, contextualiza el momento de los bombardeos y expresa sin pudor sus críticas hacia los responsables de la guerra (de ahí los fragmentos censurados en su primera publicación). Es una novela documental accesible, directa y contundente, que ayuda a conocer mejor el pasado, pero también a reflexionar (y reaccionar, con suerte) a las atrocidades de hoy.

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