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OPINION

La apuesta femenina

El autor analiza su sueño: está en un casino y juega a la ruleta

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La semana pasada volví a soñar con mi esposa. Mejor dicho, tuve un sueño que me inquietó, en el que ella era la protagonista. Aunque mejor sería decir: un conflicto íntimo se pudo representar figurativamente a través de un aspecto de nuestra relación. En esto consiste lo que en psicoanálisis se llama “transferencia”.

El sueño es breve: estoy en un casino y juego a la ruleta; pongo fichas en diferentes números, no me decido, hasta que viene ella y pone el total de sus fichas en un número que es el que sale. Parece un sueño ingenuo, pero me desperté con un dejo de angustia. Por eso me propuse analizarlo, después de tenerlo presente en distintos momentos del día, con la expectativa de que su efecto fuese completo.

Lo primero que pensé fue que seguramente el sueño era una respuesta a un acto que había realizado. En el último tiempo había estado reflexionando sobre las ludopatías y, en particular, tuve la idea de que pocas veces se habla de las mujeres ludópatas. La novela de Dostoievski se llama El jugador y las mejores páginas de Cicatrices, de Juan José Saer, nos hablan también de un varón. 

Mi interés en las ludopatías, además, se había despertado a partir de pensar que las ludopatías –salvo el vicio de las tragamonedas– suponen un tipo de relación diferente con el consumo; en una visita al hipódromo, recuerdo que me llamó la atención cómo los burreros tienen grandes conocimientos y una compleja red de saber sobre su tema. No son impulsivos. Esto quiere decir que la suya es un tipo de adicción diferente a las otras.

Sin embargo, dije que había realizado un acto. Me refiero a que, unos días antes del sueño, le compré un regalo a mi esposa. De regreso a casa, conseguí una novela de uno de los autores que nos gusta a ambos, Emmanuel Carrère. Fuera de juego prometía la historia de una mujer que lo daba todo en la ruleta. Irresistible.

Ahora bien, ¿había comprado un libro para ella, o lo compré para mí con la excusa de que fuera para regalárselo? ¿Yo sería tan tonto como para hacer algo así y no darme cuenta? Sí. También puedo ser tan tonto dándome cuenta; pero la cuestión es un poco más compleja, como me lo hicieron saber con una interpretación: no es que me compré un libro para mí, comprándoselo a mi esposa, sino que a través del deseo que le supuse a mi mujer es que yo apuntalé mi deseo de leer este libro. Y esto es cierto, porque varias veces me pasó que quiera saber qué piensa ella sobre alguna cuestión como rodeo para interesarme después.  

En este punto, es que el análisis del sueño pasó a un segundo nivel, a un recuerdo que, entonces, se volvió luminoso. Hace muchos años me ocurrió una escena similar a la del sueño. Yo tendría unos 19 años y visitaba un casino de Uruguay. De alguna forma torpe, ahora puedo decir que me creía adulto por el hecho de poder apostar. La cuestión es que estaba perdiendo lo poco tenía en la ruleta cuando, de repente un hombre viene hasta la mesa y deposita una pila de fichas en el 18 negro. Gana. Dice unas palabras en portugués, deja propina y se va.

A este recuerdo le sigue otro, el de una canción, una de aquel entonces: Uma brasileira, de Paralamas. Es una canción que me gusta mucho y que lleva a un prejuicio que no creo ser el único en tener: la sensualidad de las mujeres brasileras las hace muy atractivas. En efecto, en aquellos años estaba en análisis por un motivo que siempre me resultó complejo: el acceso a las mujeres. No necesito escribir sobre esta cuestión ahora, pero sí puedo resumir la idea de este modo: pocas veces me animaba a quedarme con la mujer que me conmoviese –me asustaba del goce femenino.

Luego vinieron otros dos recuerdos-asociaciones más: la anécdota de la vez que le preguntaron a Charly García cómo compuso “Promesas sobre el bidet” y respondió que lo único que necesitó fue una brasilera y un bidet; una situación de mi pre-adolescencia, en la que conocí a una chica que, cuando me dijo su nombre, me inquietó: Eduarda. Me dijo que era de Brasil y me anotó su teléfono. Nunca la llamé. Ahora pienso que ese nombre es el femenino del de mi padre (Eduardo) y recuerdo también la novela Madame Edwarda, de Georges Bataille, protagonizada por una mujer transgresora.

Afortunadamente, como dije antes, el análisis de esos años fue lo suficientemente propicio como para dejar de lado varias de mis precauciones y rodeos en el vínculo con una mujer. Entonces, ¿por qué este sueño? ¿Por qué ahora? ¿Por qué de nuevo? La interpretación anterior dijo algo cierto, que también se podía decir de otra manera: estar menos defendido respecto del encuentro con una mujer, planteaba las cosas en términos de la aceptación y la entrega, pero ahora había algo más, menos heroico. Me refiero a que la apuesta del otro se pueda volver una causa propia. Lo digo de otro modo: no es lo mismo dejar de temer que ver en el temor un deseo inhibido.

Para concluir, me viene a la mente la anécdota de un amigo que, en cierta ocasión, me contaba que él ya casi no lee libros nuevos. Solamente relee y si, de vez en cuando, agarra una novedad, es porque su esposa las compra. Lee libros nuevos, solamente para saber qué pudo haber leído ella –un modo muy simple y gratuito de curiosidad. Tal vez esto explique por qué un sueño puede traer una situación del pasado a un tiempo actual: la angustia es siempre la misma, pero con los años hacemos cosas diferentes. 

LL

 

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