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OPINION

¿Cómo era Argentina antes de la devastación?

El panorama argentino cambió rotundamente con el programa ortodoxo que aplicaron los militares desde 1976, de la mano de José Martínez de Hoz.

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Cuando concluya el mandato de Milei, habremos pasado 28 de los últimos 52 años bajo gobiernos de orientación económica ortodoxa (llamémosle “neoliberal” para abreviar): 8 de los militares, 12 y medio de Menem/De la Rúa, 4 de Macri y los 4 de Milei. El resto de esos 52 años lo ocuparon presidentes como Alfonsín, vacilante en lo económico (comenzó heterodoxo, pero terminó volcado a la ortodoxia) y Alberto Fernández, que chapuceó medidas de manera incoherente. Solo hubo un cambio consistente en aquella orientación, durante los 14 años de Duhalde y los Kirchner, que aplicaron un programa heterodoxo más o menos articulado. Fuera de esa interrupción, el neoliberalismo dominó ampliamente la agenda del Palacio de Hacienda y marcó los rumbos de la economía argentina. 28 de los últimos 52 años: esa es la cuenta que no vemos, distraídos por otras, más caprichosas, como la de los “setenta años de peronismo” o la de los “cien años de declive”. 

El efecto combinado de los tres ciclos neoliberales anteriores transformó la Argentina de manera dramática. Les propongo un esfuerzo de memoria: ¿Cómo era este país antes de cada ciclo? ¿Qué cosas fuimos perdiendo en el camino? ¿Qué rasgos nuevos fueron apareciendo?

Parémonos en los primeros años de la década de 1970. Por supuesto, había problemas. Teníamos dictaduras, como casi todo el mundo en vías de desarrollo y como las había entonces en España, Portugal, Grecia y tantos otros sitios. Había organizaciones políticas armadas, como las había entonces por todas partes en América Latina, en Gran Bretaña, en España, en Italia o incluso en EE.UU con las Panteras Negras. Pero centrémonos en la economía. Desde hacía dos décadas la inflación era alta, cierto. Después de haber superado el 60% anual en los dos años anteriores, en 1974 bajó al 30%. Todavía alta, pero menor a la que en ese año registraron Chile (586%), Islandia (42%), Israel (39%) o Brasil (34%), por mencionar algunos casos. Nada del otro mundo.

Así y todo, la economía argentina tenía un desempeño muy bueno. En los treinta años que siguieron a 1945 nuestro país duplicó su ingreso per cápita y amplió su PBI a ritmos superiores a los de Estados Unidos, el Reino Unido, Australia o Nueva Zelanda. Un crecimiento a todo vapor que nos iba acercando a los países más ricos. Era, además, un crecimiento que venía de la mano de mayor igualdad y bienestar. Hacia 1974 la Argentina había alcanzado una de las distribuciones del ingreso más equitativas de toda su historia y se contaba entre las sociedades menos desiguales y con menos desempleo del continente. Con la metodología que usa hoy el INDEC, la pobreza ese año rondaba el 10%. La deuda externa era mínima, cercana a lo irrelevante. El país venía teniendo un desarrollo científico y tecnológico notable, reconocido con los premios Nobel que recibieron Houssay en 1947 y Leloir en 1970; en la década de 1950 se había sumado al pequeñísimo club de las naciones con desarrollo en energía atómica y había inaugurado el primer reactor nuclear de América Latina. 

Todo eso cambió con el programa ortodoxo que aplicaron los militares desde 1976, de la mano de José Martínez de Hoz, con las recetas de ajuste, privatizaciones, apertura indiscriminada de las importaciones, timba financiera y represión que serían típicas desde entonces. La Argentina entró a partir de ese momento en un largo declive económico, del que no logra salir. Al revés de lo que venía pasando, su crecimiento se retrasó no solo por comparación con los países más ricos, sino prácticamente con cualquier otro. Los salarios se desplomaron rápidamente, muchas industrias cerraron y creció la pobreza y la desigualdad. Además, el Estado tomó una deuda externa que desde entonces es impagable y desmanteló sus herramientas de regulación financiera. Lejos de solucionar el tema de la inflación, lo empeoró. Cuando se retiraron en 1983, dejaron un país en llamas que Alfonsín no logró encaminar. En 1989 todo eso derivó en nuestra primera hiperinflación, saqueos y la entrega anticipada del gobierno. 

En ese punto comenzó, con Menem, el segundo ciclo neoliberal, casi continuidad del primero. El Estado se deshizo de lo que quedaba de sus herramientas de regulación. YPF y Aerolíneas Argentinas se entregaron grupos empresarios, que las fueron desguazando. La privatización parcial de los fondos de jubilaciones y pensiones terminó de destruir el sistema jubilatorio. El desempleo fue en aumento y, luego de una baja inicial, también la pobreza. La desigualdad se disparó. La inflación dio un respiro gracias a un programa de convertibilidad sostenido artificialmente con dinero que ingresaba por préstamos y privatizaciones. El proceso de endeudamiento siguió avanzando. Argentina perdió entonces la que era una de las redes ferroviarias más grandes del mundo, amputada para poder privatizar sus tramos más rentables.

La sociedad experimentó cambios muy profundos. En los años setenta existía la expectativa cierta del ascenso social y de que los hijos vivirían mejor que sus padres. Las escuelas y secundarios públicos eran todavía un sitio de encuentro entre personas de diferentes clases sociales. Todo eso terminó: el desfinanciamiento del sistema educativo desde los años ochenta devastó la educación pública y los sectores medios migraron a escuelas privadas. La ciudad también dejó en alguna medida de ser espacio compartido: los countries y barrios cerrados, que casi no existían en 1970, se multiplicaron. Los sectores de buen poder adquisitivo se auto-segregaron allí y el espacio urbano decayó. Para el resto, el empleo se volvió precario y la subsistencia insegura. La sociedad argentina se fragmentó ahora de manera irremediable. Continuado bajo De la Rúa, el segundo ciclo neoliberal desembocó en la crisis de 2001, la peor de toda nuestra historia, con el mayor índice de pobreza que se haya alcanzado hasta ahora. De nuevo, un gobierno tuvo que irse antes de tiempo.

Los años siguientes, de políticas heterodoxas, revirtieron algunas de las consecuencias de los ciclos previos, sin cambiar de todos modos el modelo de país. El desempleo se redujo y también la pobreza, aunque con bolsones que permanecieron muy desatendidos. Mejoraron la distribución del ingreso, los salarios, los derechos laborales y las jubilaciones, pero la sociedad siguió profundamente fragmentada. El Estado recuperó algunas herramientas de regulación y se revirtieron las privatizaciones de los fondos jubilatorios, de YPF y de Aerolíneas, todas fracasadas. El desarrollo científico y tecnológico volvió a dar motivos de orgullo y el CONICET, que en los noventa había estado casi cerrado, se convirtió en la institución de ciencia y tecnología mejor rankeada de América Latina.

La economía estuvo lejos de la visión idílica que muchos kirchneristas sostuvieron y en el tramo final reaparecieron los viejos problemas de la restricción de divisas y el déficit fiscal. La inflación volvió a ser motivo de preocupación: antes de las elecciones de 2015 se ubicó en torno del 23% anual. Así y todo, es un hecho que hasta 2012 la economía volvió a crecer de manera sostenida y a una tasa mayor que la de EEUU. El endeudamiento externo se redujo. 

El tercer ciclo neoliberal –el de Macri– destruyó los precarios fundamentos de esa recuperación. El país entró en un nuevo ciclo de megaendeudamiento, la pobreza volvió a crecer de manera explosiva, la desocupación, la desigualdad y la precariedad aumentaron. El gobierno volvió a desmantelar sus capacidades de regulación de la economía y la inflación aumentó de manera galopante. El país estuvo en recesión tres de los cuatro años del mandato de Macri y el PBI se retrajo. La inflación terminó en 55% interanual. Un dato significativo: en 1913 Buenos Aires había inaugurado el primer subterráneo de América Latina. Hasta 1955 la red tuvo su mayor expansión, que continuó en las décadas posteriores. Incluso en los momentos de mayores dificultades económicas el subte siguió creciendo. Todavía en la década de 1980 descollaba por comparación con otros países latinoamericanos. Por contraste, la llegada de Macri al gobierno de la ciudad y luego al de la nación derivó en la interrupción total de esa expansión por primera vez en 100 años. Otro dato en el mismo sentido: nos fueron quitando rápidamente el derecho a acceder a una vivienda. Mientras que en los años noventa solo el 10% de los porteños alquilaba, hoy son más del 40%. Y no porque haya menos viviendas o más habitantes, sino porque, en ausencia de regulación del mercado (como tienen las ciudades europeas), los que pueden hacerlo compran casas y departamentos para obtener una renta. Sumemos los alquileres imposibles de pagar, que por decisión reciente se pueden “pactar” (imponer) en dólares. La vida empeora en todo sentido.

Todo indica que el cuarto ciclo que se inicia con Milei será bastante más destructivo en lo económico que el de Macri. Está por verse si supera al de Menem/De la Rúa y si, además de desmantelar todo lo que pueda del Estado, nos quita incluso la moneda nacional, como promete. En todo caso, en el largo plazo la imagen aparece clara. Teníamos un país. Con problemas, como muchos otros, pero era un país. Desde 1976 lo vienen tratando de convertir en un atractivo parador para inversores en la autopista del capital. Este es el cuarto intento. Y parece que reunirá y potenciará los peores aspectos de los precedentes.

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