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OPINION

La Argentina y el pobre sentido de las proporciones

Un dólar con la cara de Javier Milei.

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Un entrañable amigo me contó esta anécdota. Corrían los años 60 y en la Embajada argentina en Londres se celebraba alguna de nuestras fiestas patrias. Eran épocas en las que todavía se podía llevar una vaca entera al exterior para hacer un asado con cuero y homenajear a los invitados.

En un determinado momento, miró hacia una columna del salón y apoyado en ella, solo y observando, estaba el Primer Ministro de entonces, Harold Wilson, quien desempeñaba por primera vez el cargo. Se le habría perdido al Embajador. Una oportunidad venturosa para un joven diplomático. Desenvuelto, con su metro noventa y su pecho en bandolera, se acercó como un relámpago al jefe de gobierno olvidado.

Su inglés es excelente y su cultura portentosa, por lo cual empezó a hablarle a Harold Wilson como una cotorra. Al cabo de unos momentos de escucharlo educadamente, el ocupante laborista de 10 Downing Street le preguntó quién era. Mi amigo le dijo: “Fulano de tal, tercer secretario de la Embajada Argentina en el Reino Unido”, que vendría a significar ser Cenicienta antes de calzarse el zapato delante del Príncipe.

“Argentino… –dijo Wilson asintiendo con la cabeza– argentino. ¡Qué falta de sentido de las proporciones!”. Ante cada debate o pronunciamiento públicos recuerdo este episodio. Han pasado los años, lo que se nota por mejor que uno los lleve, pero aquella característica anotada por Wilson sigue lozana.

Digo esto a cuento de la carta abierta al Gobierno que le dirigió el señor Steve Forbes, nieto del fundador de la revista que lleva su apellido. Conocida la nota, veloces correveidiles entronizaron al presidente de la República como “una de las cinco personas más influyentes del mundo”. Otros lo calificaron de infotainer económico. Otros dijeron cosas irreproducibles, cacofónicas y eufóricas. O el correveidile dijo la verdad, y entonces que Dios nos pille confesados cuando venga el mundo que nos preparan esos cinco, o siguió en la línea de que una inflación del 20% es un éxito, porque bien podría haber sido del 50% o del 15.000%.

¿Qué dice la nota en esencia? Nada demasiado inusitado. Que si nuestro representante máximo en Davos no concreta una dolarización de la moneda local de inmediato, el intento revolucionario liberal con el que el mandatario pronosticó su gestión, fracasará. Que sobre sus hombros descansa no sólo el futuro de nuestro país, sino también la causa de la libertad y de los libres mercados del mundo. Que debe dolarizar ya. Que Steve Hanke y Francisco Zalles sostienen que los activos y pasivos en pesos que existen son derechos o usos nominales que pueden expresarse o re-denominarse en cualquier momento, en cualquier unidad de cuenta, o en cualquier moneda. Y que debe dolarizar ya. Que tiene que reducir drásticamente las tasas impositivas. Y dolarizar ya. No se esmeró demasiado, pero hizo su trabajo.

Pedidos ya, satisfacciones ya, errores ya, mordiscones ya, lo que sea, pero ya. Las frases cuya bendición principal está en los adverbios de tiempo suelen tener la validez de un respiro.

¿Cuál es el motivo de la inflación? Es un fenómeno multicausal. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta varía en función de la economía donde se inserta quien la sufre, las características del episodio, la mentalidad de los afectados, la calidad de las políticas monetarias. Steve Forbes adscribe a la escuela que circunscribe la plaga a la emisión (o no emisión) de moneda. Un reduccionismo dogmático, ideológico, interesado y falso. Algo así como “la química del amor”: si existiera tal cosa, el amor se compraría en las farmacias. Expansión de la oferta monetaria, sí, pero también economía en crecimiento (por el aumento de la masa salarial), subidas en el valor de las materias primas, re-regulación gubernamental, gestión de la deuda pública, variaciones en el tipo de cambio, expectativas inflacionarias.

La respuesta a un fenómeno tan complejo es “dolarizar”; se ve que alcanza con hablar de Argentina para perder el sentido de las proporciones. A dolarizar, a dolarizar, que la tierra es suya, y es suya también, del mismo sujeto o la misma mujer. Por el contrario, fijar el valor de la moneda en base a nuestras necesidades de política económica y de nuestras reservas internacionales permite no sólo fomentar unas actividades y desalentar otras, sino muy especialmente amortiguar los efectos adversos que pueden golpear a nuestra economía y cuyo origen no podemos controlar. Una cosa es que el señor Forbes nos invite a tomar un café y otra que ese café signifique compartir club con él. 

¿Qué efectos? Por ejemplo, en este estado prebélico mundial en que vivimos: una guerra de monedas. Si el dólar, para dificultar el comercio exterior de otras potencias, inicia otra vez un programa de debilitación deliberada, una Argentina atada a esa moneda va a ver encarecidas las tasas de interés de sus obligaciones en esa divisa; el poder de compra de los dólares declinará afectando el valor de nuestras exportaciones y encareciendo nuestras importaciones. Yo no digo estudiar (¡faltaría más!), pero ¿no podremos al menos aprender de nuestras experiencias pasadas, habitualmente desdichadas?

El ecuatoriano Francisco Zalles, citado por Forbes, “dolarizó” su país y luego de la faena se fue a trabajar a Greylock Capital Management (una empresa especializada en estrategias en mercados de crédito para países emergentes). Lo alegra que su país no pueda abandonar el dólar. ¿Qué nos hubiera pasado si no hubiéramos podido dejar atrás la convertibilidad?

Es una época en que la razón ha perdido su efecto y su prestigio, a expensas de nuestras especialidades: el atajo y la desmesura. Para estabilizar la economía hay que hacer un manojo de cosas conocidas y aprovechar la ventana mundial en la que Occidente está obligado a vivir con sus propios recursos. No ésta monstruosa pérdida de tiempo de hablar y hablar de dolarizar, naturalizando el disparate.

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