OPINION

Argentinos

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Si nos preguntaran quién es el que nos gobierna, responderíamos que sólo el que hace falta para obtener lo que él codicia. ¿Quiénes son sus amigos? Nunca los tuvo; sólo es solidario con sus finalidades. ¿Qué lo enorgullece? Sus chifladuras. Miente con tanta naturalidad como respira. Transitamos a los golpes entre ciegas circunstancias, lastimados por el celo y la codicia de una edad sin ley.

Cuando empecé a crecer, mi casa era el barrio, los tranvías, la vereda, el aire de comparsa que tenían los muchachos de la barra, despilfarrando la esquina. Fue un pasado lleno de misterio y de significado; la patria se agranda a su sombra, “en virtud, en trabajo y en paz”.

¿Era así como lo cuento? ¿Veo a mi niñez o −en cambio− al reflejo de mi amor, mi propia versión metamorfoseada de aquellos días? En cualquier caso, por entonces los dolores estaban en el placer, y al recordar aparecen ambas cosas.

Todos nos reíamos de los gestos del actor Fidel Pintos, “me las sé todas”, el Rey del Chamuyo; pretendíamos al escritor Osvaldo Ardizzone, “es la pelota que insinúa un destino”, la firma magistral del periodismo deportivo; y cantábamos con el Club del Clan y Rocky Pontoni, “a revivir aquel ayer”, con orquesta de Chet Malboro. Si les preguntara a aquellos muchachos qué quería decir “gil”, me hubieran contestado que era jerga argentina para “bobo”. Hoy “argentino” es jerga argentina para “gil”.

Hemos saltado de la cama con encomiable agilidad y veloces como el rayo. Terminamos por creer que aquello debía concluir y el enamoramiento llegar a su fin. ¿Qué había que hacer? Ese fue nuestro pensamiento, y nos atormentó la sospecha de que no hubiese nada que pudiera hacerse.

Algo había: reducir todo a un vulgar asunto de dinero. Al que nos gobierna, la cabeza de chicharra se le va extendiendo, se le momifica la claridad, los ojos le laten como un gorrión tullido. Nos puso a marchar, silbando bajito, entre instalaciones de enriquecimiento de uranio, edificios afectados y centros de investigación, eludiendo los sistemas de defensa antimisiles de varios niveles y las salas seguras. De pronto se escuchan rumores de orquesta: “es que están de fiesta los cosos de al lado”. Nosotros, no.

Hace más de 30 años le explicaron al economista Domingo Cavallo los protocolos de integración con Brasil, y le hablaron de un avión binacional. Preguntó: “Si esos aviones son tan buenos, ¿por qué no los financia el Citibank?”. La Fuerza Aérea Portuguesa confirmó la compra de un nuevo avión de transporte militar Embraer KC-390 Millennium. Embraer es la empresa brasileña especializada en la fabricación de aviones.

No advertimos que la experiencia es una cosa y la imprudencia otra. No vimos que estábamos empapelando las paredes con edictos de nuestra muerte, cada uno con la fecha de ejecución. Construimos este funeral materialista del ser viviente, la mayor herejía que el mundo ha conocido.

Nos sorprendimos ante la extraordinaria parálisis, la desesperación lujuriosa, la sensación de adiós que se apoderó de nuestro país. Tenemos la premonición de estar embarcados en algo que puede convertirse en una calamidad. El desfallecimiento nos causa terror por quién lo causa. El impacto es disimulado por la propaganda adulterada y por una censura a la que no estamos acostumbrados del todo. Lo nuevo son cosas viejas derretidas. ¿A dónde nos iremos a esperar que la historia se explique a sí misma? Viene con mechas de ignición lenta, atestadas de calamidades llamadas “faros de luz”, quemando poco a poco y cada vez más cerca.

En el barrio sentíamos orgullo por tener una heladera Siam Bolita industria nacional, hecha toda en Argentina. Nos llevaban y traían los tranvías eléctricos, administrados por el municipio, y empezaban a ser reemplazados por los ómnibus de las empresas de trabajadores. Los adoquines de granito se cortaban con sierras de disco con agua, para reducir el polvo. Usábamos zapatos Grimoldi, ideados por un inmigrante italiano y recomendados por los médicos para corregir defectos en los pies.

Esta sensación de adiós impregna las cosas con el fantasma de la nostalgia, muy importante para el joven artista que jamás seremos. Entonces decidimos descubrir al fanático oculto bajo el aspecto exterior, y advertimos el caparazón de diligencia, probidad y modales tradicionales de las apariencias externas: la infantería digital.

“Si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. ¿Dijo esta frase Carlos Menem? Ni falta que le hubiera hecho. Seguro que dijo: “Síganme, no los voy a defraudar”. A lo mejor necesitábamos que nos dijera eso. Que nos mintiera. ¿Necesitábamos votar una mentira? ¿A un mentiroso?

El tango se llama “Por la vuelta”, y dice: “la historia vuelve a repetirse”. Se repitió, y no por primera vez. ¿Trae el amor algún tipo de limitación? ¿La cuota de los electrodomésticos es un margen? ¿La desaceleración de la inflación? En realidad, las versiones ’90 y la ‘2023 no simulaban cuando exhibían una curiosa expresión de repugnancia, como si de repente hubieran descubierto un alacrán en la solapa del saco. Decían la verdad: eso eran, eso son.

Con el país al borde de sus emociones, hay dolor donde hubo placer. Todavía tenemos la herramienta de la calle. Tenemos más pasado, pero también hijos, y la meca en su confianza en el futuro. Las mayorías basadas en un sistema de valores esperan ser reconstruidas. Hay una patria que fue grande cuando el sol la alumbraba, y es “más grande a la puesta del sol”. ¿Enfrente? El bochinche de los diablos, que es el fracaso de Dios. Un mundo pequeño de pacientes neurológicos, de caricias en el cuero cabelludo con menjunjes tornasol que dan la impresión de proporcionar un halo, de personas de bien que ignoran que el problema de vivir es que al mismo tiempo se agoniza.

Que saber lo que somos, asegure “por siempre, los rumbos de la patria que alumbra su luz”.

Algunos de los renglones entrecomillados pertenecen a Segundo M. Argarañaz.