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Autogestión

@elchara

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La pandemia alteró nuestro mundo tal y como lo conocíamos. Sin embargo, en muchos casos, la pandemia no fue la causa, sino la manera en la que se expandieron formas de relación social, maneras de hacer las cosas que ya estaban presentes antes de su irrupción. Algunas de modo más explícito, otras de forma subrepticia. Y es que las transformaciones de esa índole no se dan de un día para otro. Es entonces desde esas coordenadas de lectura que de un tiempo a esta parte vengo pensando en el cansancio, tan nombrado hoy en día. Un cansancio que es distinto al cansancio anterior a la pandemia, pero que también carga con él. ¿De qué está hecho ese cansancio tan particular de hoy en día? ¿Qué quiere eso? -siempre me gustó la torsión precisa que formula Lacan cuando dice que no se trata de saber qué quiere decir eso, sino que la pregunta sería ¿qué es lo que al decir eso quiere-?

“Hay demandas que deshumanizan”, escuché decir a alguien a quien le importa aliviar eso de más que a veces padecemos. Y entonces pensé en el modo en que hoy en día casi toda nuestra vida está autogestionada. Casi todo lo que hacemos requiere de nosotros un plus de gestión y terminamos siendo objetos de una demanda enloquecedora y enloquecida. Juan Di Loreto dice: “el margen de libertad que da el trabajo se ha reducido mucho. Los ámbitos de demanda se multiplican en y fuera del ámbito laboral. Porque el modo de producción extendió su forma al consumo, con lo cual uno sigue trabajando a pesar de estar del lado del consumidor: encuestas, autoservicio, QR multiplicados ad infinitum, armar tu propio combo… (...). Ni como productores ni como consumidores descansamos. De allí la desproporción que vivimos. Ya no hay corte en ningún ámbito. Este modo de vida tecnologizado y masificado, en el sentido más estricto, donde las multitudes no están localizadas en un lugar, sino que confluyen en el metaverso. Por eso el cuerpo de esta época es un cuerpo agotado que no logra dormirse nunca. Hemos construido un mundo de vigilia permanente donde la forma, mágica y, por tanto, imposible, de ”zafar“ del engranaje es largar todo. Y chau”. Pero cada vez es más difícil decir chau. Como si el corte, ese que nos resulta muchas veces trabajoso, no se produjera nunca. El corte imposible. La vida se ha tornado autogestiva.

En El entorno digital -Siglo XXI editores-, Pablo J. Boczkowski y Eugenia Mitchelstein señalan el modo en que la irrupción de la pandemia produjo un “tsunami de tiempo y energía dedicados a pantallas personales, a través de las cuales los individuos realizaban sus estudios, trabajo, entretenimiento, oración, ejercicio, socialización y citas”. Los autores dicen, justamente, que “este proceso no carecía de antecedentes” sino que “se construyó sobre el avance constante hacia la digitalización de la vida cotidiana, que fue posible en parte por las innovaciones en las tecnologías de información y comunicación que han tenido lugar en las últimas décadas y que se han acelerado desde el inicio del siglo XXI”. Hay algo en el riguroso estudio de los autores que arroja una pista para pensar la dificultad de corte: una de las características del entorno digital es la totalidad. Dicen: “la idea de totalidad alude al hecho de que, aunque el entorno digital está conformado por artefactos discretos (...) la mayoría de las personas lo viven como un sistema global de posibilidades técnicas y sociales interconectadas que interviene, directa o indirectamente, en casi todas las facetas de la vida cotidiana. Muchas personas empiezan el día consultando sus teléfonos inteligentes no bien se despiertan y terminan maratoneando su programa favorito hasta que se quedan dormidas. En el medio, sus vidas están ocupadas por un amplio abanico de prácticas laborales, educativas, de ocio y relacionales llevadas a cabo mediante tecnologías digitales”. Una totalidad sin agujeros por donde fugarse, una totalidad sin agujeros en donde refugiarse.

Por otra parte, la autogestión se viene expandiendo hacia zonas que antes eran de repliegue, de soledad, de silencio. Estoy pensando en la literatura. La lectura y la escritura son de por sí prácticas solitarias y silenciosas. Pero hoy en día, en el afán de compartirlo todo, se han convertido en prácticas muchas veces ruidosas y gregarias. De ese modo, la lectura y los modos de leer han sido también modificados por el entorno digital. En La vanguardia permanente -Paidós-, Martín Kohan dice: “los cambios tecnológicos, en su amplitud, en su velocidad y en su profundidad, cambiaron a su vez unas cuantas cosas, todas decisivas: ni la presencia ni la ausencia, ni la distancia ni la proximidad, ni el pasado ni el presente, ni el saber ni la información, ni la memoria ni el archivo son lo mismo que eran antes. Tampoco lo son, por ende, los cuerpos y las subjetividades. Ni tampoco, en consecuencia, el control social y la soledad, el consumo y el entretenimiento, el adentro y el afuera, la instantaneidad y la impaciencia, la contemplación y el silencio, la afectividad y las pertenencias, los modos de ser (...). Podría decirse, incluso, que modificaron especialmente la lectura y la escritura (...). Hoy se pretende que un escritor funja como publicista de sí mismo. Es decir, que se autopromocione, se autodifunda, se autoelogie, se mire y se admire, se embelese consigo mismo y lo transmita a los demás (a los demás ¿que están haciendo qué?: ¡eso mismo! Cada cual consigo mismo) (...) el escritor pasa a ser el agente de prensa de sí mismo, en un ejercicio ilimitado de jactancias impudorosas, o el gerente de una pyme que vendría a ser él mismo”. A veces me pregunto qué lugar hay para el lector ahí donde la demanda de ser leído se formula de manera personal. Me pregunto qué lugar hay para el lector y para las lecturas ahí donde se habla de “mi libro” “mi editor” “mi traductor” “mi editorial”.

Pienso en la muerte del autor, de Roland Barthes, y en cómo el autor no sólo ha resucitado, sino que, muchas veces, se muestra a sí mismo inmortal y omnipresente. Quizás porque a veces se confunde la difusión de un texto con la autopromoción del autor. Pienso en Roland Barthes cuando dice que “escribir tiene que ir acompañado de un callarse; escribir es, en cierto modo, hacerse «callado como un muerto», convertirse en el hombre a quien se niega la última palabra: escribir es ofrecer desde el primer momento esta última palabra al otro”.

Darle la palabra al otro y darle tiempo al texto; darles tiempo a los demás: acaso los dones que más cuestan hoy. Silencio, soledad y tiempo, acaso lo más amenazado hoy en día. Silencio, soledad y tiempo: acaso lo que ya no tenemos, acaso lo que nunca tuvimos. Acaso lo que haya que inventar cada vez para no ser arrasados por la totalidad. Quizás tengamos que estar dispuestos a no querer recuperar el tiempo perdido.

Pausa, de Jimena Arnolfi Villarraza, incluido en Campamento de supervivencia, editado por Caleta Olivia:

Hay canciones que apagan

el monólogo interno

cuando el mundo

se viene encima.

El cuerpo guarda el sonido, 

queda la huella, te escucho.

Hace horas que vago

por la casa con el masajeador

de alambre en la cabeza.

Siempre tengo sueño

y nunca estoy durmiendo.

Quiero despertar

de una siesta larga

sin saber

cuánto tiempo pasó.

AK

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