La otra balanza: sensibilidad, derecho y mandato fraterno

En la arquitectura de los gestos que dejan huella, hay ocasiones en que una carta resulta más elocuente que un tratado. Tal fue el caso del mensaje que, hace ya dos años, dirigiera el Santo Padre a la Asociación de Profesores de Derecho Penal. Aquella misiva no constituyó una mera formalidad epistolar, sino una genuina exhortación moral: un llamado vibrante a la conciencia de quienes compartimos la vocación por la justicia y el compromiso inquebrantable con la dignidad humana. En sus líneas se entretejían no sólo palabras de gratitud, sino también advertencias, anhelos y principios que, hoy más que nunca, conservan una vigencia luminosa y desafiante.
Nos prevenía, en uno de los pasajes más significativos de aquella nota, acerca de la altísima responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros. Una carga que alcanza por igual a la Academia y a la Judicatura. Subrayaba, con claridad pastoral, que dicha tarea reclama no sólo una sólida formación técnica sino, sobre todo, una pasión encendida por la justicia, y la plena conciencia del deber moral que nos ha sido confiado.

Nos instaba, incluso, a contemplar primero la injusticia, antes que la justicia misma, como modo de acceder al sufrimiento de aquellas personas inmersas en el conflicto penal, y así buscar soluciones que no profundicen ni la exclusión ni el delito en el seno del sistema.
En esa misma línea, advertía sobre ciertas derivas que el derecho penal contemporáneo ha venido adoptando. Ya lo había expresado años antes, en su discurso ante los participantes del Congreso de la Asociación Internacional de Derecho Penal, celebrado en Roma en 2014. Allí sostenía que el derecho penal no había sabido blindarse frente a las amenazas que, como sombras persistentes, se ciernen sobre las democracias en nuestra época. Y de ello derivaba su llamado urgente a contrarrestar la irracionalidad punitiva.
Observaba, con preocupación lúcida, aspectos alarmantes de los sistemas penales de la región, y de nuestro país en particular. Señalaba, entre otros, el uso arbitrario de la prisión preventiva, la imposición de la pena perpetua, el encarcelamiento masivo, el hacinamiento penitenciario, las prácticas de tortura en las cárceles, y la reiteración del abuso y la arbitrariedad por parte de las fuerzas de seguridad.
No menos enfática fue su crítica —concretísima y valiente— a la criminalización de la protesta social, fenómeno que tantas veces implica un menoscabo intolerable a las garantías más elementales consagradas en nuestras leyes.
Todo ello se inscribe, sin duda, en el magisterio de Francisco, en su dimensión más genuinamente apostólica. Un magisterio encarnado por un gigante del espíritu. Resulta, en verdad, llamativo —aunque profundamente revelador— que un Pontífice haya volcado tanto empeño en las cuestiones penales. Pero esa atención responde a una lógica perfectamente coherente: la voluntad de combatir aquello que él mismo denominó la “cultura del descarte”, esa forma contemporánea de exclusión que convierte a los vulnerables en humanidad sobrante.
Francisco enarboló así un verdadero programa ético frente a la crisis global de nuestros días. Ensayó caminos para interpelar a las sociedades marcadas por la desigualdad estructural, tomando siempre el partido de los débiles, de los oprimidos. Su mirada se dirigió, sin desvíos, hacia los vulnerados y violentados por el sistema de justicia penal, y hacia la necesidad de trazar límites precisos, firmes e ineludibles.
Particularmente, abogó por la reducción de la arbitrariedad y de la severidad en la imposición de penas, con una atención especial a la abolición de la pena de muerte y a la revisión profunda del sistema carcelario.
Y como corolario de ese compromiso inquebrantable, apenas 48 horas antes de su muerte —un día viernes, símbolo del sacrificio redentor—, en un acto de infinita misericordia y honda espiritualidad, volvió a lavar los pies de un encarcelado. Con ese gesto, selló una apuesta que, más que religiosa, asume la estatura de una afirmación filosófico-jurídica. Un paradigma político y social que interpela, con fuerza decisiva, a nuestro tiempo.
Pero si me es dado elegir, me quedo con el gesto inaugural de su papado —aún más que con el último—. Porque, ¿qué hizo Francisco al comenzar su misión? Dejó atrás los mármoles eternos de Roma para caminar, en 2013, sobre la arena de la isla de Lampedusa, el umbral occidental del Mediterráneo. Allí, donde reposan los cuerpos de miles de migrantes devorados por las aguas, elevó su voz y exclamó: “¡Despierten la conciencia! Esto no puede repetirse”.
Desde entonces, la teología que encarnó se transformó en una búsqueda perpetua del Cristo doliente, ese que se manifiesta tras cada migrante, cada preso, cada desposeído.
Ese es, sin duda, el legado más alto que podemos recuperar y levantar como estandarte. Porque desde ayer —y por siempre— cada uno de nosotros, más allá del credo que profese, está llamado a ser un Francisco. Para reencontrar la humanidad tantas veces extraviada. Para edificar un mundo más fraterno, sin odio, donde la dignidad y la autoridad justa constituyan los pilares de una convivencia auténticamente pacífica.
El autor es juez y profesor Titular UBA/UNLP
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