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Mercedes Morán en el escenario del Colón junto a la soprano Yun Jung Choi

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Esta semana, el Teatro Colón fue trending topic, así de insólito. “¡Abucheraron a Mercedes Morán en el Colón!” Pero, un momento. Antes de cumplir con esta agenda impuesta por la lógica de redes que reduce a una cadena de tuits lo que viene siendo una cruzada crítica, mediática y santulona contra la presencia de intrusos e impuras en el sacrosanto centro de la pertinencia nacional, y antes de que en unas horas se haya dado por olvidado el asunto, aportemos a una lucha contra la posverdad, si es que existe, reconociendo que el escándalo que estamos a punto de analizar, no fue tal. O, por lo pronto, que el abucheo, ese modo de balbucear a los pitidos o a los pitazos, no empezó con el cura irritado sino mucho antes. Que las reseñas y las secuelas mediáticas, que es lo único que puede consumir la gran mayoría que no pisa el teatro Colón, no guarda relación con lo que sucedió en el escenario, ni siquiera en la platea. Que el affaire “Theodora, Marcella y Mercedes”, forma parte de una disputa a muerte por los espacios y los sentidos, que se sigue dirimiendo en otra parte y en otra dimensión. Allá vamos.   

Decentes 

En esta puesta de Theodora, su director, Alejandro Tantanian, entre otras intervenciones, decidió incluir un personaje fuera de libreto, interpretado por Mercedes Morán. Esta mujer que irrumpe en el oratorio de Händel está leyendo en voz alta fragmentos de los libros Teología indecente y El dios queer, publicados a comienzos de los dos mil por una reconocida, aunque no en su tierra, teóloga argentina que llega “al Colón, al Colón” por idea de Franco Torchia, responsable de la selección de las citas y de haber vislumbrado la inquietante conexión entre el pensamiento decolonial de la autora y el conflicto de conciencia que plantea la ópera en cuestión. Primera herejía: una descolonizadora irrumpe en el Colón. Y lo hace de la mano de un... ¿impuro?. Porque, ¿a qué viene que las críticas señalen con tanto empeño un curriculum de Torchia focalizado en sus comienzos como la voz del recordadísimo programa de citas Cupido? Primera estación del calvario: antes del estreno, es decir, sin haber presenciado siquiera un ensayo, aparece en el diario Clarín una crítica que acusa de “debilidad ideológica” al proyecto. Como mínimo, un fallido, la aparición de la palabra “debilidad” adosado a “ideología”. ¿Las ideologías fuertes llegan al Colón? ¿O se trata de la molestia frente a una ideología impertinente? ¿O es la impertinencia de los débiles?  

Es cierto, la actriz cruza más de una vez la escena donde la soprano coreana Yun Jung Choi se destaca en el papel de Theodora, la mártir cristiana condenada al castigo de violación por no obedecer las órdenes de sus superiores. El personaje de Mercedes Morán, claramente una intrusa, se incrusta como una aparición en la escenografía de Oria Puppo y se intercala en la música encantadora que envuelve la vieja peripecia de la heroína sacrificial.

El personaje que representa Mercedes Morán impone una pausa tan extraña como incómoda. ¿Quién es? ¿Qué hace aquí? Podría ser una apostilla, un texto en los márgenes de una formación católica que se niega a hacerse preguntas incómodas como por ejemplo, qué significa la metáfora de la virginidad de María para las mujeres de clase media, para las indígenas que recibieron esta religión en la conquista. Son las preguntas que plantea Althaus-Reid en su libro y que gracias a esta puesta, vamos a seguir indagando con ella en las metáforas religiosas. Ese personaje es en sí mismo un subrayado, como lo es “el intruso” que en el escenario filma en vivo a los cantantes; es también una voz porteña y contemporánea que, desautorizada por donde se la mire, viene a interrumpir en una escena de martirio, que en las Theodoras acusadas de ideología de género cuando no de debilidad ideológica, lleva siglos.

Fueron cuatro funciones, en todas hubo aplausos cerrados al final. En la tercera, la del viernes 30 de septiembre, alguien pegó un silbido, parte de la sala se prendió al juego que duró un par de minutos mientras una apabullante mayoría tapó la reacción con más aplausos. Y ahí se terminó la cosa en este pequeño mundo del Colón, más pequeño ahora con un aforo que permite el 30 por ciento de butacas y el precio de las entradas promedian los 5.000 pesos. En un palco un grupo de monjas presenciaba la escena sin abuchear y sin aplaudir. Fin del primer acto.

Dimensión tuiter

La noticia se construyó en otra dimensión, cuando por fin, un cura se hace cargo de la molestia general, y vía Youtube, se atribuye la hazaña:  “Yo soy el sacerdote que desde la cazuela del Teatro Colón abucheó” y recurriendo al remanido argumento de “con mis impuestos no” hace una sinopsis propia y libre de la puesta: “el Teatro Colón no puede permitir las repetidas intervenciones de la actriz Mercedes Morán leyendo textos de Marcella Althaus-Reid en los que se dice que la virgen es una esclava momia de los pobres, que Dios es el aliento espeso y dulzón que produce el pan en los estómagos vacíos y que los sacerdotes hacemos arrodillarse a los penitentes delante de nuestros penes”. Se abrió la tranquera de la posverdad. ¡Porque el texto no dice eso! ¡Y Mercedes Morán, que el mes pasado fue la esposa de un pastor pedófilo en una serie que enojó a evangelistas, resulta que ahora es una feminista corta mambo y rompe óperas,  y ni es pastora ni gasolera. Pero a esta altura, ya no importa nada de lo que pasó en el escenario, porque de pronto se suman abogados católicos y otros irritados dispuestos a demandar al gobierno que, aunque es de la oposición, es acusado de kirchnerista. Y esta vez sí, como una escena adosada a la ópera en cuestión donde el poder de los machos exige, piden la cabeza del ministro de cultura de la ciudad, Enrique Avogadro, del director y de la actriz. Mientras tanto, la gran mayoría de las críticas coinciden, con benevolencia mortífera y salvando la conciencia de cometer censura, en que esta obra debió ponerse, cómo no, claro que sí, pero no en el escenario principal del Teatro Colón sino en el del Centro de Experimentación del mismo teatro, otra entrada, otra puerta. En el diario La Nación, la sección de crítica de música clásica que parecía estos últimos años haberse quedado completamente dormida en medio de todas las funciones, despertó de pronto para hacer su aporte a la confusión general. Se acusa a la puesta de haber intervenido en el original. ¿Y no se trata de eso una puesta? Parece que Tantanian le hizo más caso a Borges cuando decía que la idea de un texto definitivo “no pertenece sino a la religión o al cansancio”, que a las instrucciones de las bolsas de naftalina. En fin, no hay un sólo argumento crítico que justifique esa propuesta de reubicación espacial. En cambio, la idea tiene más coincidencias con aquella de otro cura que hace unos años proponía la fundación de un ghetto para putos, o con las refundaciones constantes de zonas rojas para ubicar en su lugar a la población travesti. Dicho sea al pasar, el Centro de Experimentación está cerrado, no funcionó durante la pandemia y no hay noticias de que vaya a reabrise todavía. Ya se sabe, nada es más peligroso que una idea cuando no se tiene más que una.

Dimensión bullying

“Al Colón al Colón, a pasar un papelón”. Todavía resuena familiar ese cantito de la infancia que se creaba en modo bullying contra cualquiera que osara sobresalir, hacer alguna gracia, venir con ideas raras. El templo de la pertenencia de clase, con su acústica perfecta, sus palcos, su telón y su cazuela, se nos presenta desde muy temprano como orgullo nacional y como escenario del oprobio donde - salvo el elenco estable y las glorias internacionales que nos visitan - lo único que le queda al resto es hacer un ridículo espectacular. El Colón es donde se espera que alguien falle. La mitología colonesca – o colonizada- se completa con la figura fantasmal del connoisseur, oído y saber absolutos, que agazapado en el gallinero, en cuanto detecta la nota desafinada silba o arroja tomates, conquistando así sus pocos caracteres de fama, como quien lanza un tuit.

Theodora las tiene todas: sobresale, tiene gracia y trae una idea rara, pero además y luego de escándalo, se puede subrayar como gran mérito lateral de la puesta sacar del desconocimiento generalizado a Marccela Althaus-Reid, lectura imprescindible en un tiempo en el que se reconoce la necesidad de descolonizar cuerpos e imaginaciones, de buscar alternativas al camino del capitalismo y del colapso. Para el público progresista, incluso se diría, no haber leído a Althaus-Reid habiendo celebrado sí Teoría King Kong de la francesa Virginie Despentes, o los trabajos de Judith Butler y Paul B. Preciado, entre otros textos, es un pecado. El cantito del papelón y la amenaza de abucheo forman parte de un ejercicio de disciplinamiento por adelantado que, claro está, excede los límites de este edificio al que muchos le cantamos pero pocos, muy pero muy pocos, acceden. 

Y por lo visto, lo que sigue en esta escena son las tensiones que existen en la sociedad argentina donde todavía no se termina de absorber el llamado lenguaje inclusivo, el derecho al aborto ni los derechos de la mujer.

LV

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