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Desafección

Milei agita una motosierra durante una caravana en pleno centro de San Martín, partido del conurbano bonaerense.

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Estamos en el momento más riesgoso que haya tenido la democracia argentina desde 1983. ¿Cómo llegamos a que tenga posibilidades de gobernarnos un desquiciado que viene haciendo todo lo posible por desatar una hiperinflación, reivindica la última dictadura militar y propone un futuro en el que se habilite la venta de órganos o incluso de niños?

No hay dudas de que la incapacidad y corrupción de nuestros elencos político, la crisis económica y la experiencia de la pandemia explican en gran parte el momento dramático de ascenso de la ultraderecha que estamos viviendo. Pero, junto con eso, hay varios hilos que conectan lo que nos pasa con cambios culturales de más larga data. Son tres hilos que explican el debilitamiento progresivo de todo sentido de comunidad, de todo valor de lo colectivo, en un proceso que desemboca en este hecho inédito en nuestra historia: que una porción tan grande de la población esté apoyando una opción de derecha tan abiertamente antisocial. 

El primero de esos hilos es el del avance de la cultura individualista que identifica el éxito económico como único proyecto de vida aceptable. Es posiblemente el más antiguo y persistente y parte de la pedagogía que impulsa el liberalismo desde hace doscientos años en todo el mundo. A la Argentina llegó en el siglo XIX. Juan Bautista Alberdi, uno de los padres fundadores del liberalismo argentino, autor del texto que inspiró nuestra primera Constitución, urgía a la población a volverse “egoísta”. Lo movía esa convicción absurda de su credo, según la cual, si cada uno se ocupa de su propio interés sin pensar en los demás, mágicamente la sociedad derramará progreso sobre todos. Convivimos desde entonces con esa superstición, que a fines del siglo siguiente se convirtió en poco más que una exaltación cínica del interés individual y un mandato de ganar guita (como sea) como forma única de validación personal. Eso fue la cultura del neoliberalismo de la época menemista, percibida entonces por muchos como de un cinismo insoportable. La crisis de 2001 nos recondujo a una revalorización de la solidaridad y de lo colectivo. Pero la prédica menemista siguió allí, encontró una nueva pátina pseudo-ética con el discurso “emprendedurista” de Macri, que se desvaneció del todo con Milei, que considera los impuestos un robo y la política una actividad ilegítima (su ladero Marra, además, enseña a enriquecerse esquilmando incluso a padres y abuelos). Y no se trata solo de discursos: el individualismo liberado de todo sentido moral se enancó en estos últimos años en tecnologías que acentúan la fantasía de una vida totalmente autónoma y sin interacción con el prójimo o habilitan actividades solitarias, socialmente irracionales y dañinas como la criptominería. Todo en el capitalismo, desde las ideas hasta el cambio tecnológico, apunta hacia allí.

El segundo hilo es algo más reciente y tiene que ver con la autodenigración nacional. Como toda sociedad nacida de un hecho colonial y en la que la población está étnicamente fragmentada y jerarquizada, la Argentina tuvo desde temprano expresiones de desprecio por lo propio. Desde tiempos de los unitarios y luego de Sarmiento, los que se percibían “civilizados” despreciaban a la otra mitad del país, la “bárbara”. La querella entre peronistas y antiperonistas (o más recientemente la que planteó el antipopulismo) retomaba mucho de ese desprecio. Pero luego de 2001 la tirria se fue volviendo ya no sobre la mitad indeseable de la nación, sino sobre la nación toda. Los primeros indicios se vieron en alguno de esos libros masivos que escribió poco después Jorge Lanata, en los que nos invitaba a sospechar del “ADN de los Argentinos”, de la incapacidad de todos para construir un país normal, de la idiotez y la predisposición genética a la corrupción que supuestamente nos signa desde tiempos de la colonia. Ya con el macrismo llegó el insistente desprecio por eso que dio en llamarse “Peronia” –nombre alternativo de la Argentina– y la idea machacona de que somos “un país de mierda”, el país más fracasado del mundo. En esta última campaña electoral el odio de sí se exacerbó y fue el ánimo dominante. Las imágenes de lo que el país necesitaba que difundieron el PRO y Milei eran elocuentes: se trataba de dinamitar, destruir y meter motosierra. No hacía falta explicar qué: destruirlo todo. ¿Cómo no incitar abiertamente a la hiperinflación, como hicieron los dirigentes “libertarios”, si de todos modos es un país de mierda que merece volar por los aires? “¡Que estalle todo!”, dice Milei, deseoso de vernos a todos arder en el fuego, con tal de que termine con lo que él detesta. 

El tercer hilo es el de la violencia. Nuestro país la conoce desde siempre, pero hablo de la violencia social, la que viene desde abajo, la que invita a agredir o por qué no exterminar al de al lado, sin esperar a que lo haga el Estado. Comenzó a notarse a medida que el gobierno de Macri se hundía en el fracaso completo y elegía, como salida, culpar a diferentes grupos de la población. El kirchnerismo, por supuesto, pero también los vagos que no quieren agarrar la pala, los “planeros”, la “mafia” de los sindicatos, “el populismo” que todo lo envenenaba, “terrorismos” varios (todos imaginarios), científicos del CONICET que gastaban plata inútilmente o simplemente la gente que pide flan en demasía. Por entonces escribí un artículo advirtiendo sobre el “microfascismo” que se manifestaba entre la gente común, embargada por la frustración y por indignaciones cuidadosamente inducidas, que se lanzaba por su cuenta a agredir a los supuestos enemigos. La derrota que sufrió Macri en 2019 exacerbó esos ánimos y la pandemia todavía más. Luego llegó esta última campaña, con el PRO y su frase “terminar con el kirchnerismo PARA SIEMPRE” como eslogan principal. Deténganse un momento a pensar lo que significa que se propongan terminar con su adversario político. Para siempre. En el medio estuvo el intento de homicidio de Cristina Kirchner (perpetrado por dos jóvenes, al menos una de los cuales simpatizaba con Milei y se identificaba como “emprendedora”), en un país que hacía décadas que no veía esas formas de violencia política. El escándalo pasó sospechosamente rápido. Cómo no iba a ser así, si terminar con el kirchnerismo para siempre es una consigna perfectamente legítima.

Las marcas culturales que nos dejan estos años de ascenso de la derecha serán más difíciles de borrar. Es imposible sostener una vida democrática sobre la desafección, sobre el individualismo extremo, sobre el desprecio de lo que somos y, mucho más, sobre el deseo íntimo de dañar al otro, de que todo explote. Incluso si la explosión nos devora a todos.

EA

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