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Opinión

Antes de disparar, los lobos policiales escuchan a sus gobernantes y miran televisión

Un amigo reclama justicia ante el domicilio de Lucas González

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Tres policías toman por asalto a cuatro pibes que regresan de una práctica de fútbol en Barracas Central. Lucas González recibe dos balazos fulminantes. El cuerpo de Lucas se vuelca inerte sobre Julián, el conductor del auto, su “amiguito”. Los chicos piden auxilio a dos mujeres policías que encuentran a 200 metros. No los ayudan. Los arrestan.

Todo es un horror: Lobos que atacan de civil y sin identificación, con armas provistas por el Estado. El prejuicio del que son víctimas a diario los adolescentes morochos con visera de marca, pantalón ancho y zapatillas caras. La impericia y la complicidad de las agentes que, ante el hecho consumado, buscan amparar a sus colegas antes que socorrer a las víctimas. Los reportes policiales falsos que rápidamente adquieren la forma de título en la web de Clarín, la agencia Télam y, a decir verdad, en casi todos lados. “Tres delincuentes detenidos, uno con un balazo en la cabeza, tras tirotearse con la Policía”.

Esta vez les salió mal. Resultó que Lucas, Joaquín, Julián y Huanca querían jugar en Barracas Central y había fotos que los mostraban orgullosos en las prácticas. Los testimonios de sus familias tuvieron la fuerza visceral de la impotencia; no mostraron la más mínima fisura. Esta vez, las categorías “motochorro”, “transa” o “narco” que regalan los zócalos de los canales y los portales de noticias no encajarían tan fácil. Decenas de amigos y familiares se congregaron en la misma noche del miércoles en las inmediaciones del Hospital Penna. Al día siguiente fueron cientos. El siga-siga cementado con una de las mayores pautas publicitarias de la Argentina, la del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, tendría vuelo corto.

Distinto fue el caso de Jorge Martín Gómez, un hombre obeso y a todas luces intoxicado que murió en Boedo por una patada en el pecho el 20 de agosto de 2019; o el del remisero Claudio Romano, ejecutado cuando yacía herido sobre la calle Malabia, en Villa Crespo, tras haber atacado a un policía, el 1 de octubre del mismo año; o el de Matías Moyano, un joven con discapacidad mental que se acercó a un banco en Villa Urquiza con una pistola de juguete y recibió dos disparos, hace un año.

Sin preguntas, sólo festejos

Todos esos casos eludieron la atención mediática o encontraron una versión edulcorada. Lejos de ser aislados, son muestras de una secuencia sin fin. Como Horacio Rodríguez Larreta, su ministro de Seguridad, Marcelo D’Alessandro, y el antecesor de peste en el cargo, Diego Santilli, gozan del beneficio imperturbable de la no repregunta, se permiten celebrar a diario a una fuerza policial mediante frases grandilocuentes y estadísticas maquilladas. Esta vez no pudo ser, pero ya habrá tiempo para reorganizar una gala en el Teatro Colón por el quinto aniversario de la ejemplar Policía de la Ciudad.

Para no quedar atrás de Mauricio Macri, Patricia Bullrich y Cristian Ritondo, la web provee el testimonio de Rodríguez Larreta haciendo una arenga, nada menos que ante una tropa de policías de la Ciudad, a favor de Chocobar

Tras un debido proceso, los agentes Gabriel Isassi, Fabián López y José Nievas recibirían penas que irán del homicidio agravado al encubrimiento. Habrá que dilucidar quién fue el autor de la bala mortal. El clima político determinará si la responsabilidad penal asciende hacia quien autorizó que ese trío se moviera sin identificación, una práctica habitual en las fuerzas de seguridad.

Los asesinos de Lucas no gozarán del privilegio de su colega Luis Chocobar, apadrinado por casi toda la cúpula del PRO. Para no quedar atrás de Mauricio Macri, Patricia Bullrich y Cristian Ritondo, allí está el testimonio de Rodríguez Larreta haciendo una arenga, nada menos que ante una tropa de policías de la Ciudad, a favor de quien mató por la espalda a Pablo Kukoc. Por lo visto, al menos tres agentes creyeron entender el mensaje y segaron la vida de Lucas.

La hegemónica fracción de derecha de Juntos por el Cambio juega a la mano dura, un clásico de los políticos de ese origen. Ahora que se sumaron a la competencia electoral los apologistas del terrorismo de Estado y promotores de matanzas —los libertarios—, todo permite prever que, cuando se calmen las aguas, halcones y palomas del PRO y la UCR retomarán la retórica encendida.

¿Y el resto? ¿Sergio Berni y sus jefes Cristina Fernández de Kirchner y Axel Kicillof van a cuestionar la demagogia punitiva de sus colegas de Capital Federal? ¿Daniel Scioli, Alejandro Granados o Aníbal Fernández tendrán algo para decir? ¿Con qué autoridad lo harían, si en la provincia de Buenos Aires, donde por lógica se produce la mayor cantidad de casos de gatillo fácil dado el tamaño de su población, el kirchnerismo eligió un registro militarista y provocador para bloquear a sus rivales de derecha?

¿Sergio Berni y sus jefes, Cristina Fernández de Kirchner y Axel Kicillof, van a cuestionar la demagogia punitiva de sus colegas de Capital Federal?

Parece difícil que a los gobernantes radicales de Jujuy, Corrientes y Mendoza, o a los peronistas variopintos de Córdoba, Chubut, Chaco, Tucumán, Formosa y Salta, o a los socialistas de Santa Fe se les ocurra esgrimir una crítica a algún par de otro signo político. Cualquiera de ellos se vería expuesto a que les recordaran episodios de brutalidad policial de inminente actualidad y su anuencia con el punitivismo. Las malditas policías, herederas del terror de Estado, conviven con la democracia desde hace cuatro décadas.

El mensaje y sus lectores

Cierto es que no corresponde hacer tabla rasa para equiparar responsabilidades políticas. El amparo directo a Chocobar en que incurrieron los gobiernos de Macri y Larreta constituye una contundente carta blanca desde la cúpula del Estado que es leída tanto por un agente que sale a la caza como por uno honesto que gana un sueldo magro apostado en una esquina de un barrio difícil, y que a su vez se ve sometido a un sistema delictivo que con frecuencia escala en la jerarquía de la fuerza. No fueron equiparables la reacción corporativa y guerrerista de Macri y Bullrich ante las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, y la investigación promovida por el gobierno de Alberto Fernández ante el asesinato del peón rural Luis Espinoza en Tucumán, en mayo de 2020. Que el Estado reaccione ante crímenes cometidos en el seno de sus propias instituciones, con la separación de los responsables y la colaboración en la investigación, es una diferencia crucial que impide generalizaciones propias del equilibrismo.

Ahora que se sumaron a la competencia electoral los apologistas del terrorismo de Estado y promotores de matanzas —los libertarios argentinos—, todo permite prever que, cuando se calmen las aguas, halcones y palomas del PRO retomarán la retórica encendida.

El periodismo, socio fundamental de la demagogia punitiva. Los políticos como José Luis Espert o Carlos Ruckauf que piden meter bala tienen un correlato en presentadores del prime time de los canales de noticias o en editoriales de La Nación y tantos otros. Ni los candidatos demagógicos ni las estrellas de la televisión verán cara a cara a quienes recibirán las balas que pregonan. Algún día, un juez evaluará si esas arengas de muerte constituyen delito, pero las responsabilidades no acaban allí.

Zócalos omnipresentes, whatsapps de ministerios de Seguridad transformados en notas periodísticas, tonos lacrimógenos de los cronistas, interminables minutos de pantalla sobre episodios delictivos habituales en todo el mundo contribuyen a un amarillismo inaudito que se transformó en medular en el ecosistema de los medios argentinos.

Una meta del periodismo es despejar el ruido para encontrarse con los hechos; informar y ayudar a pensar. Sin embargo, la sola mención a una estadística sobre índices delictivos para poner en contexto una noticia puntual rompe la mátrix del abordaje dominante sobre la inseguridad. Un dato o una comparación internacional recibirá una cara de circunstancia del presentador seguida de un aluvión de frases fúnebres y el testimonio de un familiar de una víctima puesto frente a una cámara. Puede parecer ciencia ficción para estas latitudes, pero hay países en los que la televisión evita, por manual de estilo, acercar el micrófono a una persona en el momento más doloroso de su vida, por respeto, justamente, a su lógica desesperación.

Más cotidiana y persistente es la estigmatización de chicos con visera de marca, pantalones anchos o angostos y zapatillas caras que vuelven de entrenarse en Barracas Central y terminan acribillados por la Policía. 

SL

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