Papeles diminutos cubren la vereda. Hay cinturones para apretar venas. También pipas o restos de crack que sus usuarios recuperan con la poca destreza que les queda. Muestran ojos caídos, piel ulcerada, muecas severas. Están en la estación central de trenes de Frankfurt y sus alrededores. La ciudad alemana no enfrenta los mismos problemas que Buenos Aires, pero sí otros. Y aplica soluciones muy distintas. Darle a la gente un lugar seguro donde drogarse es una de ellas.
“En los noventa, si le preguntabas a cualquier habitante de Frankfurt cuál era el principal problema de la ciudad, te respondía: ‘Las drogas’. Se veía sobre todo en los parques. Se inyectaban heroína al aire libre todo el día, y tuvimos 154 muertes. Así que el municipio creyó necesario crear espacios a los que estas personas pudieran ir. Y así empezamos con esto”, me cuenta Gabi Becker, directora de Integrative Drogenhilfe, un centro con salas de consumo que nació hace 33 años en esta ciudad alemana, corazón financiero de Europa.
Becker está sentada en la oficina de una de las cinco sedes que tiene el centro, en una zona con pasado fabril a las afueras de Frankfurt. Allí funcionan un parador nocturno con duchas y 24 camas, un lavadero donde se puede trabajar a cambio de lavados, cafetería con precios tendientes a cero, gabinete con atención médica, un complejo de 61 camas para residentes permanentes, y un gran departamento compartido con los 12 que se ganaron tamaña confianza.
Y, quizás lo más importante: acá hay ocho espacios de consumo seguro de drogas. Una sala de azulejos blancos y asepsia digna de hospital. Agujas descartables, torniquetes de compresión para apretar el brazo e inyectarse, pastillas de vitamina C para disolver heroína base o crack. Un espacio donde se cumple el cliché del orden alemán: sillas en fila, cada una con su mesa delante, un cesto de basura debajo y un espejo al frente para que los coordinadores puedan ver en todo momento qué hace el resto. Cada usuario lleva su propia sustancia y no puede compartirla con nadie.
Soledad compartida
¿Una forma de ocultar el consumo, de devolver la intimidad rota, o de darles a estos protagonistas más dignidad? Becker lo ve ante todo como una forma de salvar vidas. En 2023 fueron 32 las muertes por consumo de drogas al año, menos de un cuarto de lo registrado tres décadas atrás. A su vez, bajó la tasa de infección por hepatitis C del 70% al 10%. Y la de VIH cayó al 4 o 5%. “Estos son resultados importantes de la reducción de daños”, destaca con orgullo.
Frankfurt compite con Hamburgo por cuál instaló primero las salas de consumo. Pero la ciudad del norte alemán parece estar un poco más atrás en este tema. Lo muestran las 102 muertes relacionadas con el uso de drogas en 2024, su nivel más alto en casi 25 años. Lo muestran también las calles hamburguesas: la plaza Hansaplatz, la estación de S-Bahn Holstenstraße, o los 300 metros de Steindamm entre Steintorweg y Stralsunder Straße, donde cuando cae el sol soy la única mujer entre decenas de hombres, y una de las pocas personas que puede mantenerse erguida.
Además de dar un espacio seguro para usar drogas, en este tipo de salas de consumo se facilita el acceso a programas de rehabilitación y también de sustitución (por ejemplo, de heroína por metadona). Con todo, el consumo sigue. En los noventa, el gran problema en Frankfurt era la heroína. Hasta que a fines de esa década llegó el crack, el protagonista de los últimos diez años. Quienes lo fuman suelen usar también otras drogas: benzodiazepinas, anfetaminas, fentanilo, heroína, lo que haya.
No todas las estaciones pero, somehow, siempre estaciones
“La pandemia fue un problema porque hubo que reducir los espacios de consumo a la mitad por la distancia social, entonces no podíamos recibir a todos. Hacer que vuelvan a entrar ahora no es tan fácil. La relación con ellos cambió un poco”, lamenta Andreas Geremia, responsable de otra sede de Integrative Drogenhilfe, en la calle Niddastraße. Acá hay una sala con 12 lugares para drogas inyectables y otra con cuatro para fumar, que en octubre serán 16, por la gran demanda.
Esta sede está en el centro de la escena: a apenas 400 metros de la estación de trenes. Cuesta imaginar que en pandemia hubiera más gente en la vereda que ahora, cuando se cuentan al menos 30 personas. Intento capturar parte de la escena, pero alguien detecta mis intenciones. “¡No hagas videos!”, exclama en alemán. Guardo el celular.
Es el único hombre lo suficientemente erguido y fuerte como para gritar. El resto está en actitud de espera (de entrar al centro, del próximo saque), o sentado o recostado en el piso. A lo lejos se ven las torres de cristal en las que se cocina parte de las finanzas de un continente, ajenas a la vulnerabilidad que tengo en primer plano: ahí el consumo de drogas es más discreto, caro, “funcional”.
¿Por qué la gente que usa heroína y crack va a las estaciones? Porque en esos nodos confluye todo, y no sólo el transporte: los que van a trabajar, los que venden, los que compran, los que piden monedas, los que ofrecen (o pagan por) sexo, los que juntan botellas para llevarlas a los supermercados y así hacerse de unos centavos.
En Berlín también se observa una postal similar, pero más diluida por la vastedad de la ciudad, que equivale a cuatro Buenos Aires y media. El consumo de drogas en espacios públicos se concentra menos en la estación central, y más en los pasillos de acceso a los edificios, en los alrededores de centros de rehabilitación, y en nodos de transporte con historial, como Zoologischer Garten, aunque lejos del extremo que retrata la película Christiane F. sobre el consumo de heroína de fines de los setenta en ese centro de trasbordo.
Al principio, la aceptación social de las salas de consumo era mayor: el problema era tan visible que nadie dudaba de que había que hacer algo. Pero ahora que se logró cierto “orden”, algunos vecinos quieren que estos dispositivos desaparezcan. Que la calle vuelva a ser la de medio siglo atrás, sin recordatorios de que la ciudad también tiene bordes. El Estado y el tercer sector, con todas sus limitaciones, están tan presentes en Alemania que muchos se olvidan de que existen, y de lo que pasaría si dejaran de estarlo.
Porque reducir daños no es sinónimo de permitir. Es asumir que nada puede construirse sobre criminalización y muerte. Y que desplazar el problema de un lado a otro no sirve de nada. Lo que sí funciona, al menos en parte, es dar una mano. En Frankfurt, el control de daños nació como respuesta al hartazgo ciudadano, pero creció y se desarrolló gracias a la convicción de que con traslado y castigo no se construye una ciudad más vivible.
KN/MG