CRÓNICAS MILE(I)NARISTAS

Elogio y declinación de la calvicie

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Tanto macaneo sobre las fuerzas del cielo me llevó a indagar en lo que podría ser una fuente de inspiración o deleite presidencial. Di entonces a modo de hipótesis con Los diez mandamientos, la película de Cecil B. DeMille de 1957, con música de Elmer Bernstein. Tal vez ha funcionado como un relato sobre su ascenso personal. Moisés (Charlton Heston) es el favorito de la familia del faraón. Sin embargo, rompe con la casta egipcia para conducir a su pueblo hacia la libertad. Avanza al compás de una música que, bajo los parámetros rimbombantes de Hollywood, busca resaltar el carácter épico del Éxodo.

Imagino a los hermanos frente a una pantalla gigante, de 115 pulgadas, armados de pochoclo, emocionados por la determinación de Moisés, azorados por la crueldad y los celos de Ramsés, quien no es otro que Yul Brynner, el actor ruso-norteamericano que hizo de su calvicie un signo de distinción cuando obraba sobre esa superficie el escarnio. Brynner es ahí también el que es: un pelado insigne. Nadie mejor para encarnar a un faraón que, dada su condición divina, jamás se muestra con la cabeza rapada al descubierto. La corona, el pskent, con la figura de la cobra en el medio, simbolizaba su poder terrenal. Qué lustre el de ese actor, famoso también por películas como El rey y yo y Anastasia. La testa de Brynner irradia una historia que nos paseará por la película y la misma historia de la calvicie para, por último, ser testigos de otra escena, la de un hombre con la cabeza desnuda que, a diferencia de Ramsés, se rinde sin miramientos ante el nuevo patriarca paleo libertario.

El significado de la calvicie ha cambiado a través del tiempo. Durante la dinastía Ching, los hombres eran obligados a raparse el tercio anterior de la cabeza. Solo les dejaban colgar una trenza, a modo de “cola de caballo”. Los manchúes, fundadores del linaje, eran a su modo estilistas. Aceptar el corte, sugerían, era salvar la vida. Lo contrario era inútil. A una cabeza cortada de nada le servía preservar el cabello. Se le atribuye a algunos pueblos originarios del norte de América cortar el cuero cabelludo del enemigo vencido y guardarlo como trofeo. La posesión de una victoria. 

Silvio Soldán debió sentir el frío de la derrota sobre su mollera. Lo aterró tanto la calvicie que se rerugió en el bisoñé. Sus marcas de artificio eran mucho mejor que una superficie bruñida por la pérdida de andrógenos. El pudor de Soldán, la vergüenza de padecer alopecia y negar sistemáticamente la evidencia, era heredera de una fantasía que venía  desde muy lejos: la asociación entre el pelo largo de los hombres y su fuerza. No poseerlo era una afrenta, la caída en el estigma de Sansón. Fue así que Luis XIV, el “Rey Sol” lució un enorme pelucón para ponerlo a la altura de su fuerza soberana. “Si tuviera que elegir un objeto para describir el sentido de la vida en la Tierra, una postal para enviar a los marcianos sobre nuestras obsesiones más fieles, me inclinaría en primer lugar por la peluca. Mamífera y artificial, insignia del poder y al mismo tiempo cómplice de una idea maleable de belleza, remota pero siempre persistente, en esa cabellera falaz que parece encaminarse hacia la vida propia se reflejan nuestros excesos y nuestros temores, el despliegue del cuerpo entregado a la seducción, así como los estragos psicológicos de ese sucedáneo del otoño conocido como calvicie”, señala Luigi Amara en Historia descabellada de la peluca. En ese tejido se revela una propensión al doblez y al simulacro. Una forma de teatro. 

¿Heston también utilizó una peluca para ser Moisés?Lo vemos ir al encuentro de la deidad. Los diez mandamientos se rodó en Egipto y el mismo Monte Sinaí. Dios -así se hace llamar en la película- le pide ahí que se quite los zapatos porque pisa Tierra Santa, y él, Moisés, le pregunta por qué no escucha el llanto de sus hijos esclavos en Egipto, a lo que Dios, el dios de Abraham, Issac y Jacob, le dice que por supuesto vio el dolor de su gente, y también ha oído su llanto, todo pasa por los sentidos, por lo que lo convoca a que enfrente al faraón Ramsés, es decir, Brynner, el pelado, y saque a su pueblo del oprobio. Moisés duda, quién es él para ayudarlos, qué palabras puede decirles para que lo escuchen. “Te enseñaré lo que tengas que decir. Cuando hayas traído a la gente me servirán en esta montaña. Pondré mis leyes en sus corazones y en sus mentes las escribiré. Ve y yo estaré contigo”. Moisés quiere más pruebas. Qué responderá cuando le pregunten por su nombre. “Yo soy el que soy”.

Los diez mandamientos contó con uno de los sets de filmación más grandes en la historia del cine. 

-Sí, pero no los aportó el Estado, y además, recaudó 65 millones de dólares-, podría comentar el hermano.

Y ella: 

-Tremenda taquilla.

Y él:

-Perdón, pero, digo, o sea, si nos atenemos a lo que obtuvo en más de medio siglo, más de medio siglo, digo, mis cálculos, sigo, ¿me seguís?, mis cálculos me dan, a un valor presente del dólar, 1.017 millones. ¿Te das cuenta?

Podrían además haberse deslumbrado con otros de los momentos claves de la película. La escena de Moisés en la que abre un paso por el mar Rojo es considerada por muchos críticos como señera. Es curioso, el compositor recurre a unos compases de la “Cabalgata de las Walkirias”, nada menos que en 1957, es decir, 12 años después de la Segunda Guerra, cuando las asociaciones entre el nazismo y Richard Wagner constituían un problema mayúsculo de la música y la cultura occidentales (signo ya de que toda información puede intercambiar sentidos y realizar brutales cabriolas). Dice Moisés que hay que conducir al pueblo judío por el centro de las aguas. Le responden que se hará su voluntad (qué palabra: el presidente cree que su potencia volitiva es de inspiración celestial). El profeta retorna al monte y tiene lugar la situación que resume la película, al punto que fue seleccionada para promocionarla. Moisés alza la tabla en el monte, acaso equiparable en su peso para ellos a la Ley Ómnibus o el DNU, mamotretos destinados a impartir tundas bíblicas en un país remoto, 74 años más tarde. 

-Mirá, mirá, impresionante-, ¿diría ella?

Y él:

-Shh, pasame un poco de pochoclo. Lo que sobra es para Conan. 

Ramsés es testigo del milagro. Lo observa imperturbable. Disimula su frustración como su calva, esa metáfora de la esterilidad que ha visto en la abundancia pilosa un sinónimo de lo fertil. Los hombres, a partir de los 50 años, detectan muchas veces que la sombra de Brynner comienza a acechar en clave negativa. La pérdida puede no tener consuelo. Soldán ya era grande para confiar en los tónicos engañosos del siglo que lo precedía. Se parapetó debajo del bisoñé. Nada distinto a lo que hizo Andy Warhol, cuya peluca llegó a venderse en 2006 por US$10.800 en una subasta en Christie’s. Claro: Soldán era apenas un locutor que amenizaba el programa televisivo Grandes valores del tango. Tener una cabellera fake suponía no obstante un salto de calidad superior a convertirse en una versión sudamericana de Kojak, el detective pelado que protagonizó Telly Savalas. La astucia podría ser superior al disimulo en esa serie de los setenta. No para los soldanes fuera de fase con las novedades técnicas. Desde hace años, por suerte para ellos, existen los micro injertos.  La oferta se ha sofisticado, así como las narrativas de la aceptación y el orgullo alopécico.

El Peluca

Para ser justos, fue el filósofo Sinesio de Cirene el primer vindicador de ese despojamiento. Natural de la Pentápolis de Cirenaica, en la actual Libia. Sinesio escribió un Elogio de la calvicie. Se trataba de una “batalla cultural” con Dión de Prusa, orador y filósofo griego que despuntó bajo la dominación romana en el siglo I. Dión alababa la melena de Aquiles, y su contendiente sostenía que la alopecia era un rasgo humano que alejaba a los hombres de los animales, cubiertos de pelo, hirsutos y, por lo tanto, estúpidos. Por eso era frecuente entre sabios y maestros. 

Sinesio de Cirene marcaba la diferencia entre una “cabeza pelada” y un “entendimiento poblado”. Recuerda Amara al respecto que todavía a comienzos del siglo XIX seguía viva esta asociación “más bien supersticiosa entre calvicie y sabiduría”. ¿Solo supersticiosa? Ahí los tenemos, por citar algunos y ubicarlos en una galería de la consagración intelectual, a Theodor W. Adorno, Cornelius Castoriadis, Edgar Morin, Maurizio Lazzarato y Michel Foucault. Tomás Abraham fue el gran difusor de Las palabras y las cosas y Vigilar y Castigar en la Universidad de la transición democrática. Jorge Telerman, quien había estado en París, tradujo algunos de sus textos y fungió como ayudante de Abraham. Como en una carrera de relevos hacia abajo, le tocó a Luis Alberto Spinetta, en su condición de lector entusiasta, propagar en la prensa del rock el nombre del francés. Tres décadas más tarde, es Alejandro Fantino el que invoca su figura deportivamente y nos ofrece un indicio de época en degradé. Según La Nación, “parado sobre las nociones del pensador Michel Foucault, el animador marcó dos puntos de ruptura en la profesión que ejerce”. Habló de rupturas, cortes históricos y técnicas para reflexionar sobre la suerte del periodismo deportivo. Toda una arqueología del sobar.

Pelo fue aquí, en donde calavero/ calva no sólo limpia, sino hidalga/ háseme vuelto la cabeza nalga/ antes greguescos pide que sombrero. Francisco de Quevedo describe como un tercer glúteo a la cabeza sin pelambre. Pero, ¿qué decir de nuestros primeros pelados, aquellos que podrían ser objeto de señalamiento cuando no existía la prescripción de hablar acerca de los cuerpos ajenos? El más grande, Domingo Faustino Sarmiento, sin dudas. Leopoldo Lugones lo pinta en sus inicios con “peluca y barba unitaria, ojos melancólicos, mejillas caedizas de dogo, patillas pata de cabra, migote marcial” y una “ceja encrespada” que afiera la mirada. Sarmiento se despojó de ese ornamento, asumió el revés incontestable de la calvicie para que florezcan mejor sus pensamientos: civilización y barbería. 

Ezequiel Martínez Estrada, quien veía al autor de Facundo como un resumen de todas las contradicciones argentinas, también era calvo. “¿Qué es esto?”, diría tal vez sobre este presente. Carlos Pagni irrumpe desde hace años como una suerte de Yul Brynner ilustrado. Sus artículos en La Nación, robustecidos siempre con la ayuda de algún nombre del canon, Jorge Luis Borges, por ejemplo, pueden ser leídos como ensayos urgentes de un intelectual ladeado hacia la derecha. Su habla florida e irónica se materializa en las columnas de los días martes, que son transcripciones de un monólogo televisivo. Pagni, historiador y ex profesor universitario, publicó El nudo, un libro que discute las experiencias sociales del conurbano y el 2001 y sus efectos. “En esos días turbulentos cayeron presidentes y colapsó un régimen monetario y cambiario. Pero, sobre todo, se aceleró la descomposición del Estado de bienestar tal como había sido concebido desde los primeros gobiernos de Juan Domingo Perón. El terremoto se desarrolló sobre todo en una geografía. El modelo económico que había entrado en convulsión estalló en el lugar donde se lo había fundado. El conurbano de la provincia de Buenos Aires. En medio de esas ruinas hizo su aparición un nuevo drama: la pobreza”. Argentina era un país con pobres. “Pero a partir de 2001 emergió la pobreza como un fenómeno sistémico”. 

El voluminoso y polémico ensayo estableció un diferencial respecto de los demás periodistas políticos. En varias entrevistas televisivas, Pagni eligió el lugar que parece mejor representarlo: la biblioteca. Se colocó delante de estanterías atiborradas para que hablen e intimiden a los entrevistadores, a veces balbuceantes, temerosos al derrape. A su modo, forma parte de la estirpe señalada por Sinesio de Cirene. Sin embargo, esa articulación entre libro y calvicie se quiebra, lo deja en la actualidad casi solo y acaso estupefacto frente a otros pelados que se rebelan contra el lenguaje: el diputado José Luis Espert y, en especial, Esteban Marcos Trebucq (para una más pertinaz y disparatada descripción recomiendo la crónica de Juan José Becerra del pasado domingo). El presidente de los mandamientos y los mandatos farónicos ha encontrado en el ahora periodista de La Nación+ un interlocutor de privilegio. Dos caras de una misma moneda del esquilme económico y gramatical: el cultor de la tierra arrasada, conocido por sus seguidores como “El Peluca”, y el hombre del casco rasurado, último eslabón de la mencionada serie decreciente sobre las relaciones entre la ausencia de cabello y el verdor de las palabras y conceptos que comienza en lo más alto con Sarmiento, pasa por Martínez Estrada sin menguar, declina en un Pagni todavía analógico y agoniza en este crepúsculo digital y ágrafo con Trebucq. No solo han caído pelos sino un mundo.

AG/MF