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Opinión

Encarnizarse

@elchara

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En el lenguaje de la era digital, “clickbait” es un neologismo que describe la manera en la que se intenta atraer la mayor cantidad de clicks o de visitas hacia una noticia, artículo o entrevista. Usualmente el anzuelo es el título. En un mundo en el que parece importar antes que nada lo cuantificable, las métricas y las estadísticas, el clickbait es literalmente un anzuelo para obtener clicks - o ciberanzuelo o cebo de clicks-. Quizás una técnica digital heredera de la prensa amarilla del mundo analógico. Se trata de vender. Se trata, siempre, del business.

Más allá del significado técnico y específico, hace poco pensé en la palabra y en su sonido y fue así que escuché -aunque no se pronuncian exactamente igual- bite: morder, mordedura. Y en ese deslizamiento semántico encuentro una clave que es la siguiente: el clickbait producido por los medios digitales -hechos por personas- es  una forma, no sólo de que los espectadores de títulos muerdan el anzuelo, sino de arrojar la carne del entrevistado -o del texto- a las fauces siempre hambrientas de la masa. El clickbait se hace a costa de la carne de alguien. Todos engañados: los espectadores -porque no se trata de lectores- que muerden el anzuelo, los que son parte del texto y, no menos engañado: aquel que decidió obtener clicks con la carne del otro. Porque la cantidad de clicks producida con esa estrategia no dice nada de su trabajo, de su -si es que lo tuviera- talento. Es pura métrica. Leer una noticia toma su tiempo y hoy todos nos preciamos de no tenerlo. La pregunta sería por qué suponer que con leer un título y una bajada estamos ahorrándonos tiempo. Estar obligados a pronunciarnos en las redes sociales, no poder privarnos de hacerlo quizás sea uno de los anzuelos que hemos mordido.

El clickbait se hace a costa de la carne de alguien.

Y entonces pensé si esa modalidad, más allá del marketing, más allá de la herramienta comercial, no es también una manera en la que estamos y en la que consumimos lo que vemos pasar en las redes sociales. Bocas abiertas y hambrientas esperando morder la carne de otro, esperando deglutirse a alguien.

Martín Kohan dijo hace poco: “Según parece nos encontramos, y no diré que de repente, en una sociedad de prontuarios. Tal vez fuera de esperar, porque una cierta inclinación policial, un fervor vocacional de vigilancia y denuncias, se venía generalizando últimamente entre nosotros. Luego resulta que cada quien posee, no un pasado o una historia, tampoco eso que da en llamarse archivo, sino más bien un prontuario. Un catálogo de faltas sin prescripción ni eximición. ¿Y si esa «cultura de la cancelación» alcanzara por fin su grado más absoluto de implacable exhaustividad, consumando su evidente afán de control total, sin agujeros ni resquicios? ¿Alguien acaso quedaría exento: nunca un chistecito torcido, nunca una risita indebida? Imaginemos eventualmente que no, que nadie quedara exento. ¡Sería fabuloso! ¡Todos cancelados! ¡Todos, todos, todos! Todos cancelados, conminados a callar. Para poder, a partir de ahí, poquito a poco, ir volviendo a la palabra, ir retomando el decir, ya sin tantos tribunales de la Santa Inquisición pululando acá y allá, sin el agobio de las intimidaciones al uso”.

Nadie está afuera de las redes sociales, incluso si no tiene un usuario, incluso si no las consume. Porque la lógica de las redes ha desbordado hacia otras esferas de la vida y tiene consecuencias en lo real de los cuerpos (en la crónica que hizo Nicolás Baintrub del grupo Revolución Federal se habla de llevar esa lógica a la calle. Y algo que dijeron sus integrantes en un momento fue: “Nosotros siempre lo que hacemos es como respuesta a lo que dice la gente en las redes. Viste que el tuitero es medio salvaje, pero se queda en las palabras de Twitter. Leíamos mucho 'guillotina para los políticos'. Entonces dijimos hagamos esto mismo de Twitter pero llevémoslo a la calle”). Baintrub, que para hacer su crónica fue testigo de las acciones del grupo, dice: “Funciona más o menos así: hay una persona que es la que primero ve al kirchnerista o al que van a hostigar. La que detecta, digamos. Entonces la señala y se pone a gritarle para que los demás también la vean y hagan lo mismo. Es como la función de ”citar tuit“ bardeando. Y una vez que el primero hace eso, viene la horda. Ahí hostigan a la persona durante un rato entre todos hasta que se escapa del lugar (...) después es como que se olvidan y siguen con el siguiente (...). Es bastante parecido a la dinámica de Twitter, con la diferencia de que en la calle está el cuerpo presente, lo cual para mí le da como otra dimensión. Aunque no los golpean, el peligro está”).

Las redes no son sólo un canal para expresarse, definen un estado de cosas. Y ese estado de cosas tiene consecuencias en las vidas concretas de las personas. A veces, incluso, en su situación laboral. El problema es creer que se está del “lado correcto de la vida”, que se está ejerciendo la violencia por causas nobles. Que se está velando por la emancipación. Eric Sadin dijo hace poco: “Todo el mundo cayó en la trampa con la idea de la emancipación mediante las redes. Es una broma haber creído que escribiendo en un teclado en los foros de discusión se creaba un proceso emancipador”. Encarnizarse con alguien en lugar de discutir algo no puede ser nunca un gesto emancipatorio. Es un gesto de masa y la masa sólo produce segregación y pretensión de aniquilamiento del otro. Hacer callar eso que creemos injusto, hacer desaparecer eso que duele, pretender barrer bajo la alfombra todo aquello que produce una diferencia: el mundo se vuelve, por momentos, pueril. Cancelar en nombre de la emancipación.

Una cuestión paradójica: casi siempre se cancela a personas que están ideológicamente más cerca, y quizás porque no se soporta la diferencia cuando esa diferencia es sutil y es próxima. Sólo se aguanta la diferencia estridente y se cree que lo otro de mí es eso que está allá lejos, no lo más próximo. Visiblemente se pasó a cancelar, o a silenciar, a todo aquél que introduzca una disonancia, que no encaje en ciertos discursos preestablecidos, que suscite alguna forma de inquietud, incomodidad en el “orden establecido”, que vaya contra la moral biempensante, todo eso disfrazado de gestos de emancipación y lucha contra la violencia. Nos estamos perdiendo la posibilidad de debatir públicamente, nos estamos perdiendo la posibilidad de tensionar las contradicciones que nos atraviesan, nos estamos perdiendo la posibilidad de tensionar cuestiones que no son ni absolutas ni transparentes. Y nos estamos perdiendo, a su vez, la posibilidad de generar un pensamiento que no sea uniforme y homogéneo. En definitiva: nos perdemos la posibilidad de pensar y de alojar la diversidad y la diferencia por la que tanto estamos luchando. Es un gesto de desplazamiento: en lugar de debatir ideas, se arremete contra alguien. Se degrada aún más el debate, se lo vacía, se lo recluye en lo privado al volverlo personal, con lo cual se le quita la potencia al debate en sí. Es acaso una forma de despolitizar. Para que un debate suscite algún tipo de consecuencia, de visibilización, de transformación tiene que darse en el espacio público. Encarnizarse con alguien no sólo interfiere el debate, sino que lo anula, lo veda. Y lo que instala es un discurso único que no admite la diferencia. Instala un gesto autoritario desde el cual se pretende señalar lo que puede o no puede circular públicamente. Es un gesto que no escatima disciplinamiento.

Visiblemente se pasó a cancelar, o a silenciar, a todo aquél que introduzca una disonancia, que no encaje en ciertos discursos preestablecidos, que suscite alguna forma de inquietud, incomodidad en el “orden establecido”

Por otra parte, el cinismo deslizado en la estúpida frase “a la gilada ni cabida” no sólo tiende a subestimar a cualquiera que piensa distinto -es un gil- sino que pretende que decidamos, voluntariamente, qué nos afecta y qué no. La otra cuestión que se desliza habitualmente como consejo es “no le des entidad”. Ello supone que sentirse afectado por el odio del otro es “darle entidad” a ese otro ahí donde, justamente, de lo que se trata es de esa entidad que vomita el que odia sobre su objeto ideal amado u odiado -muy en la lógica del fan-. Pero de algo no hay dudas: ensañarse con alguien, encarnizarse, odiarlo habla siempre del que odia y de sus fantasías proyectadas en el objeto odiado, y no de ese alguien a quien se odia. Ese ensañamiento habla de la imposibilidad que tiene alguien de separarse del objeto -amado/odiado-. Porque el odio, como sugiere Lacan, se dirige al ser del otro.

Por supuesto que tomar la palabra en la esfera pública -las redes lo son- tiene consecuencias y se debe responder por ello. Pero una cosa es asumir la responsabilidad de lo que se dice y otra es tener que aguantar una masa enardecida y hambrienta. A veces las retóricas son de izquierda pero los procedimientos son de derecha. Personas que se llenan la boca con la palabra “colectivo” proceden a veces como una masa que segrega las diferencias. Personas que se llenan la boca con la palabra “comunidad” funcionan a veces como una corporación.

¿De qué se trata, entonces? ¿De llamarse a silencio? ¿De no meterse? ¿De autocensurarse? Sí. A veces no queda otra. Callar y replegarse en nuestros munditos privados. Callar y mirar de lejos resignados y decir “ahora es así”. Ir echándonos capas y capas de cinismo encima. Que ya nada importe. Que todo dé lo mismo. Individualismo, censura, silencio. Cada uno cuidando su lugarcito por miedo a perderlo. Cada uno en su individualidad colaborando a que siga rompiéndose la frágil tela de lo común.

Y es que una vez que la masa mordió el anzuelo, es decir, la carne de alguien, ya nada puede hacerse. Porque la deglución sucede muy rápido. Alguien ha sido devorado. Atracón, tras atracón: se muerde y se deglute sin masticar. La digestión se entorpece y quedamos echados, adormecidos hasta la próxima mordida.

AK

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