Fuga de responsabilidades políticas: ¿se puede gobernar inocentemente?
Durante las últimas semanas, la política nacional ha sido escenario de varios reposicionamientos y reacciones por parte de actores de distintos partidos. Por un lado, los legisladores del PRO se retiraron indignados durante el discurso presidencial en la apertura de sesiones ordinarias. Empujados por un sentido de ofensa, abandonaron el recinto porque no les era moralmente aceptable asentir al discurso hiriente del Presidente. Por su parte, Máximo Kirchner renunció a la presidencia del bloque de diputados, no asistió a la sesión inaugural, y días más tarde evitó dar un discurso de cara a sus representados en el Congreso de la Nación para avalar, junto a otros 28 legisladores de su bancada que integra el partido oficialista, el voto en contra del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Mientras tanto, el ministro del interior, Eduardo “Wado” de Pedro, asistía al discurso presidencial de apertura de legislativas como espectador desinteresado desde España. Finalmente, la vice-presidenta Cristina Fernández de Kirchner, luego de un largo y prolongado silencio sobre la renegociación de la deuda externa con el organismo, utilizó un video personal que denunciaba un ataque a su despacho para darle una dimensión histórica a su rechazo al acuerdo.
De este modo, la política abandonó las instituciones deliberativas y democráticas y se catalizó, en cambio, a través de un espectáculo de emociones personales que, de continuarse, podría gradualmente horadar la esfera política. Todos estos actores se concibieron demasiado buenos, éticamente hablando, para tolerar lo que ellos perciben como circunstancias políticas injuriosas y se preocuparon centralmente por su redención moral individual. Asistimos, así, a una fuga de responsabilidades políticas por parte de actores relevantes en la escena nacional.
Es importante, entonces, preguntarse acerca de qué es y qué requiere la responsabilidad política.
En una primera aproximación, la idea de responsabilidad alude a múltiples aspectos. Desde cumplir una obligación, ser confiable, ser evaluado por otros, estar a cargo de algo y de alguien, contraer y pagar deudas, asumir un rol y ejecutarlo, y reconocer y aceptar las consecuencias de nuestras acciones. Todas estas acepciones suponen que se tiene responsabilidad por algo externo a uno mismo: un principio que se impone, una persona, una comunidad política, los afiliados de un partido. En particular, la responsabilidad política nos sitúa en un entramado de relaciones, contextos y condiciones que le dan el sentido y la envergadura del caso. No hay responsabilidad política en el vacío sino siempre en una constelación de causas, intenciones, contextos y respuestas que permite dirimir su alcance. Es un atributo que se ejerce en un entramado de derechos y obligaciones que requiere cierto grado de libertad para tener significancia y cierto grado de poder para ejecutarla.
Esta necesaria interdependencia con terceros, y su condensación de libertad y poder, revisten a la idea de responsabilidad con su sentido trágico resaltado, desde los comienzos del pensamiento occidental, por Sófocles, Esquilo y Aristóteles entre otros. En el pensamiento moderno, son Maquiavelo y Weber los que con acuciante intensidad han remarcado la dimensión trágica de la responsabilidad política. Weber, con cierto apesadumbramiento; Maquiavelo, no tanto.
Maquiavelo lo sentencia en forma de dilema: podés obtener gloria política o podés salvar tu alma pero no las dos cosas a la vez. La política, necesariamente, te confrontará con decisiones que, desde tu moral individual, preferirías no tomar. “El príncipe” es un tratado acerca de cómo y cuándo se puede aplicar el mal con vistas siempre a procurar la supervivencia del orden político—y si es una república mejor. Eso indica que la moral política no es la de los absolutistas morales. Si querés hacer el bien, sólo haciendo el bien, Maquiavelo te invita a que transcurras tu vida en el monasterio. Esta relación con los demonios políticos, Weber la denominó la “ética de la responsabilidad” y entendió que la vocación política implica el desafío arduo, costoso y nunca perfecto de contemporizar esa responsabilidad con nuestras convicciones.
Responsabilidad política no es lo mismo que culpabilidad. Muchas veces la política impone su necessità, diría Maquiavelo, y el político responsable deberá confrontar una situación que no produjo. Quedará con un alma pesada aun cuando no haya sido totalmente culpable de haber creado la situación en la que hay que decidir ni su decisión implique culpabilidad. Y precisamente por ello, la noción de responsabilidad adquiere tanta relevancia. Porque en sociedades complejas como las nuestras la asignación de causalidades y culpabilidades es siempre engorrosa y difícil y la responsabilidad política que le toca al gobernante de turno no dependerá proporcionalmente de su participación causal o su culpabilidad.
En el torbellino de necessità, la dinámica política siempre deja incertidumbre sobre cómo actuarán los actores relevantes en contextos de decisiones trágicas. En este caso, fue Lilita Carrió—siempre más cerca de los absolutistas morales y amparada en la teología política—quien por el contrario actuó con un sentido de responsabilidad, aun estando lejos del poder, y diseccionó un escenario político formidablemente difícil y procuró una solución.
El presidente Alberto Fernández no es un político agraciado. Ha gobernado con vacilaciones, ambivalencias, camuflajes, omisiones y mentiras desde la trinchera de la excepcionalidad epidemiológica. En un encuentro reciente, con concejalas e intendentas, el Presidente declaró constreñido que él también desprecia al FMI. Tratando de hacer pie en la ciénaga, esa confesión de manos sucias es también una admisión de que no busca su redención moral y que, a pesar de no ser un político cautivante, es lo suficientemente bueno como para asumir la responsabilidad que le toca.
Los Kirchner, en cambio, han actuado como los absolutistas morales del momento. El video de la vice-presidenta es el sermón desde la montaña: su legado histórico, nos dice, le impide ensuciarse las manos. Esto ignora que hoy es su proximidad al poder en virtud de su cargo institucional, y no la historia, lo que determina su nivel de responsabilidad en el escenario político.
Aunque hoy el ex-presidente, Mauricio Macri, avaló la votación en el recinto, cuando ejerció el mando político, tomó la decisión de recurrir al FMI y nos ofreció uno de los actos de obsecuencia simbólica más banales de la política argentina reciente. Nos invitó ligeramente a todos los argentinos y argentinas a que nos enamoráramos de Christine Lagarde. Le escapó a la dimensión trágica de la decisión y quiso creer que gobernaba con las manos limpias sin confrontar dilemas. En lugar de un héroe trágico, siempre gobernó como un absolutista moral. Ése también fue un gran acto de irresponsabilidad política y hoy vivimos con sus consecuencias.
CY/WC
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