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Opinión

¿Crisis de la democracia liberal?

Asalto al Capitolio de EE.UU., el 6 de enero de 2021. EFE/Michael Reynolds

Carla Yumatle

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En su discurso inaugural de asamblea legislativa de este año, el presidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, afirmó que el propósito de su gestión era salvar la democracia. Meses antes, en diciembre de 2021, el mismo presidente convocó a una conferencia global con participación de actores gubernamentales, de la sociedad civil y del sector privado para debatir la renovación de la democracia. Estos llamados en defensa del régimen político tuvieron lugar luego del evento del 6 de enero de 2021 cuando el Congreso de Estados Unidos—institución emblemática de la democracia más antigua del mundo—fue, por primera vez en su historia, foco de violencia durante una transición presidencial al fin de la gestión del expresidente, Donald Trump. En este contexto, es importante preguntarse: ¿está en crisis la democracia liberal? ¿y en qué medida los problemas de las democracias latinoamericanas deberían leerse en la misma clave?

Las mediciones sobre el estado de las democracias en el mundo utilizan distintas bases de datos (Freedom House, Varieties of Democracy, World Value Survey, Polity, etc.) con resultados disímiles. Algunos estudios han reportado una reducción y deterioro en los últimos años de las democracias a nivel mundial. Otros, focalizados en valores y disposiciones actitudinales, indican un declive pronunciado de la confianza en las instituciones políticas entre los más jóvenes. Algunos, a su vez, identifican cambios generacionales que se reflejan en un clivaje demográfico entre las zonas rurales y las urbanas acentuando la desafección democrática de las personas mayores. Sin embargo, estos estudios han sido disputados por aquellos que sostienen que el número de las democracias se mantiene en niveles históricos altos y que el mejor predictor de deconsolidación democrática en regímenes avanzados sigue siendo el nivel de desarrollo económico y el ingreso per cápita.

Desde la teoría política, parte del problema reside, precisamente, en que muchas de las instituciones democráticas medidas por estas bases de datos persisten en su funcionamiento formal aunque vaciadas de su aspiración incluyente. Colin Crouch ha denominado “pos-democracia” este estadio (iniciado en la década de los 70) caracterizado por la permanencia de elementos característicos de la democracia representativa (elecciones libres y competitivas, separación de poderes, libertad de expresión, alternancia en el poder, etc.) aunque su vaciamiento social ha permitido una creciente disociación entre las preferencias de las mayorías ciudadanas y las políticas públicas en particular a favor de elites económicas globalizadas. La parábola, según Crouch, es un retorno a los problemas de la pre-democracia con andamios solo formalmente democráticos.

¿Cuáles serían entonces los fenómenos políticos que sugerirían la existencia de la crisis de la democracia liberal? En primer lugar, se señala una crisis de representación política que ha dañado el sistema de partidos tradicional caracterizado por visiones programáticas definidas de derecha e izquierda. Un ejemplo, entre otros, del vaciamiento institucional lo ofrece el estudio de Peter Mair sobre la transformación de los partidos políticos de masas, que dejaron de agrupar y mediar las preferencias ciudadanas ante el Estado, para convertirse en estructuras de permanencia en el poder con plataformas ideológicas cada vez menos aglutinantes y formadoras de identidades colectivas y más sensibles a los intereses económicos que financiaron a los políticos de carrera. Esta laxitud ideológica afectó al amplio espectro de la centro-izquierda del norte global (el partido demócrata en Estados Unidos, el laborismo británico, la social democracia alemana, el partido demócrata italiano y el socialismo francés) y se tradujo en una mayor dificultad de los gobiernos en dar respuesta a las necesidades y preferencias de las mayorías. Martin Gilens y Benjamin Page han concluido en base a un análisis de dos mil políticas públicas a nivel federal en Estados Unidos que las decisiones de gobierno responden al 10 por ciento más rico del país dejando al restante 90 por ciento de la población gozar de una “democracia por coincidencia”, es decir, solo cuando aleatoriamente sus preferencias son las mismas que las del percentil superior.  

Erosión, desconexión

El desacople entre la ciudadanía y la dirigencia política se entiende como parte de la erosión del poder decisorio soberano cada vez más alejado del proceso de toma de decisiones que ha pasado a ser jurisdicción de una elite tecnocrática, aislada y amparada en un conocimiento burocratizado y complejo que no debe confiarse ni delegarse en las grandes mayorías.

Esta brecha de representatividad se ve agravada, según diversos autores, por la creciente y sostenida desigualdad económica caracterizada por el estancamiento de los ingresos medios y bajos, la reducción en las tasas de crecimiento a nivel nacional, y la desconexión ascendente entre el nivel de productividad y la compensación de la clase trabajadora. Esta desigualdad socio-económica de ingresos, riqueza y oportunidades, por un lado, ha debilitado la capacidad de acción colectiva de la ciudadanía (con sindicatos ya debilitados) y, por el otro, ha socavado la lógica de eficiencia del mercado y la creencia en el progreso material generacional que ha hecho viable, hasta ahora, la relación entre capitalismo y democracia.

El correlato de este desamparo ciudadano, a los ojos de varios autores, es la emergencia de la política de los outsiders, anti-sistema, anti-elite usualmente etiquetada (mal o bien) como populistas de derecha e izquierda cuya lógica política es la de la polarización extrema que impide el reconocimiento del oponente político como actor legítimo en la consecución de sus intereses. En este juego de extremos, la radicalización de las derechas expresada en su nativismo y xenofobia ha advocado por la redefinición de la democracia en términos étnicos y racistas.

Las capacidades estatales, cada vez más débiles e ineficientes en la provisión de bienes públicos, son a la vez más omnipresentes en su función represora como garante del orden público progresivamente más amenazado por las manifestaciones de ciudadanos con demandas básicas insatisfechas. Una ciudadanía que, aunque frustrada, desafectada y desconfiada, muestra una importante capacidad de movilización y participación. El enojo y la indignación, no la apatía, han pasado a ser las emociones predominantes en la esfera pública transformada en un espacio más reactivo que deliberativo.

La deliberación se ha visto afectada por un lenguaje reiterado, vacío, e impenetrable de los políticos y por medios de comunicación que en gran medida claudicaron en su función de esclarecer e informar al debate cívico. Todo esto recalcitrado por la dinámica de las redes sociales que facilitan mayor polarización, desinformación, espionaje, vigilancia, alienación, destrucción de la privacidad, y formación de clivajes culturales e identitarios irreconciliables. Se ha revertido la relación histórica con la tecnología: ya no es un instrumento que utilizamos para controlar el mundo externo sino más bien una racionalidad dominante y un modo de creación de riqueza—en manos de un puñado de actores económicos que escapan al contralor político—que moldea y circunscribe nuestra subjetividad ciudadana con implicancias debilitantes para la democracia.

¿Y América latina?

¿Dónde se ubicaría Latinoamérica en esta narrativa? El diagnóstico expuesto atañe principalmente a las democracias consolidadas y modernizadas del mundo euro-atlántico que estarían confrontando una parábola de decadencia en relación al período de oro que se prolongó durante los treinta años de posguerra. Latinoamérica, por su parte, ha recorrido una trayectoria democrática distinta que se reinicia con la tercera ola de democratización durante las décadas de los 80 y 90. El análisis de sus sociedades ha sido históricamente ceñido a una mirada teleológica de progreso económico y político hacia los estadios superiores característicos de las democracias desarrolladas. Los estudios sobre las democracias latinoamericanas contemporáneas han enfatizado tanto la debilidad institucional como la desigualdad en las explicaciones de la baja calidad democrática en relación a sus contrapartes del norte.

La literatura vigente de la crisis de la democracia liberal sugiere, en cambio, una reversión de esa teleología. Primero, la convergencia de los problemas nos permite afirmar, de modo algo apresurado, que cada vez más ellos se parecen a nosotros con instituciones fallidas y altos coeficientes de desigualdad social. Segundo, y más importante, esta convergencia esconde un aspecto importante, esto es, que el funcionamiento de las instituciones es una condición necesaria pero no suficiente en la solidez democrática. El análisis sobre la crisis de la democracia liberal señala precisamente que la regresión democrática transcurre, no a pesar, sino a través de las instituciones característicamente liberales formalmente igualadoras y republicanas. En este sentido, hay mucho por aprender de la capacidad de adaptación de nuestras instituciones. Son las sociedades civiles latinoamericanas las que a través de la movilización y la reapropiación de mecanismos institucionales tradicionales siguen dando señales de las capacidades creativas (no reactivas) de la democracia en la creación de nuevas identidades colectivas.

Los niveles de desigualdad también esconden coincidencias y diferencias. Por un lado, las sociedades desarrolladas han generado desigualdad simultáneamente con un nivel de riqueza nacional sin correlato en la mayoría de las democracias del sur. Decisión e imaginación política mediante, contarían con los recursos necesarios para revertir las injusticias de ingreso y oportunidades que las afectan adversamente. Por otro lado, las sociedades latinoamericanas han importado del norte no los índices de desigualdad sino la interpretación valorativa de la desigualdad entendida como relación social. El ethos neoliberal, hoy instalado en gran parte de las democracias, interpreta la posición relativa en la escala de ingresos en términos de merecimiento individual. No hay injusticia social en la desigualdad, hay humillación individual—a pesar de que los desequilibrios estructurales impidan seguir leyendo las desigualdades sociales como correlatos de la eficiencia y las capacidades individuales.

CC

 

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