Educación pública “a la carta”
El senador y candidato a gobernador por la provincia de Buenos Aires, Joaquín de la Torre, se manifestó en un programa televisivo en contra de los contenidos vigentes de la “educación sexual integral” (ESI). Según de la Torre, el problema no es la ESI en sí misma sino su sesgo ideológico. Los contenidos de la ESI son reprochables porque enseñan, por ejemplo, que los varones pueden usar pollera, que la ropa no tiene sexo y que los hombres pueden ser madres. Como estas posiciones le parecen moralmente aberrantes, el senador reivindica el derecho de los padres a elegir qué temas se les enseñan a sus hijos en la escuela pública. En las palabras del legislador: “Que la educación sea pública no quiere decir que los padres no tengan el derecho a elegir qué cosas aceptan se les enseñe a sus hijos”. La ESI “no respeta lo que yo creo le tengo que enseñar a mis hijos” y por lo tanto el Estado infringe “el derecho primero del padre [sic] a elegir qué educación le da a sus hijos”. En otras palabras, de la Torre brega por cambiar el contenido de la ESI o, tal vez, admitir excepciones a la currícula pública si los padres objetan su contenido.
La posición del senador pone de relieve una tensión importante que surge en el seno de las democracias liberales: el respeto por la diversidad social vs. los requerimientos de una ciudadanía democrática. Para entender las limitaciones de su posición, sugiero evaluar, en primer lugar, el propósito de la educación pública en un régimen democrático. Una vez definida su función, podemos dilucidar qué contenidos pedagógicos y excepciones estarían justificados. El punto de inicio no es, como sugiere el senador, “el derecho primero del padre” que no constituye ni una figura moral ni jurídica válida. Por el contrario, la pregunta central del debate refiere a la obligación del Estado, es decir, ¿cuál es el propósito que el Estado debe consagrar en una comunidad democrática a través de la educación pública? La respuesta a esta pregunta, creo yo, sirve precisamente para delimitar y justificar los contenidos y las excepciones que se admiten a la enseñanza pública.
En las democracias liberales, la educación cívica estatal tiene un propósito fundamental: formar ciudadanos democráticos. Esto es, la enseñanza pública debe preparar a los y las alumnas para ejercer los derechos y las responsabilidades que exige la ciudadanía democrática. Dado que el liberalismo político no sólo impone límites al uso del poder estatal sino también a las demandas de los ciudadanos, esa obligación que el Estado cumple a través de la educación debe implementarse aun en oposición a los ideales morales particulares de sus padres. Que ciertas ideas le parezcan moralmente repudiables a algunos ciudadanos no constituye necesariamente un fundamento para modificar los contenidos de la educación inclusiva que el Estado debe instrumentar.
Si las aulas cumplen una función irremplazable en promover el ideal ciudadano democrático en el que todos, como adultos, podemos reconocernos, cuando el Estado se expresa debe hacerlo precisamente fortaleciendo el ideal de una sociedad plural y diversa. Por lo tanto, a la inversa de lo que sugiere el senador, el contenido de la enseñanza pública no se dirime en la lógica “mi derecho, contra tu derecho”. El pluralismo de valores que se imparte a través de la educación pública se ajusta a los imperativos cívico-democráticos consagrados en las leyes vigentes, es decir, en relación a los consensos democráticos que logra la comunidad política independientemente de las concepciones del bien que defienda cada uno de los individuos. Dicho de otro modo, los límites de la pluralidad del Estado están dados por las leyes aprobadas por los representantes de la voluntad popular.
En nuestro país, los contornos normativos de la ciudadanía democrática relacionados a los contenidos de la ESI están definidos, entre otras, por las leyes de identidad de género, el matrimonio igualitario y el acceso al aborto libre y gratuito. El Estado, a través de la enseñanza pública, debe garantizar que los ciudadanos incorporen el respeto por todos aquellos que decidan organizar sus vidas y sistemas de creencias de acuerdo a las leyes vigentes y así lograr la integración entre los ciudadanos que conviven democráticamente. ¿De qué manera vamos a interactuar respetuosamente entre personas adultas si el Estado no fomenta a través de la educación la discusión de estas ideas o permite la opción de salida a todos aquellos que les parezca moralmente reprochable vivir según las leyes aprobadas colectivamente? De la Torre confunde voluntad popular con sesgo ideológico y omite ver que la democracia requiere que los alumnos estén efectivamente expuestos, en su etapa formativa, a la misma diversidad de ideas que encontrarán en la cultura política democrática como ciudadanos adultos y portadores de derechos y obligaciones.
De la Torre confunde también debate con adoctrinamiento. La exposición a la multiplicidad de valores que se da en las aulas (en cualquier nivel educativo), no nos transforman automáticamente en defensores ni adherentes de esas ideas. La educación pública no debería promover que más varones usen pollera; pero sí inculcar el respeto por aquellos que decidan hacerlo. Confrontar, conocer, debatir acerca de los diferentes modos de vida consagrados legalmente a través del consenso democrático constituye un pre-requisito para la ciudadanía democrática. La integración social que se manifiesta tanto en el debate público como en las contrataciones en el sector privado, la administración pública o la justicia se enseña, en primer lugar, en las escuelas. Si permitiéramos excepciones a cada una de las familias con sistemas de creencias en conflicto, ¿cuántas excepciones permitiríamos? ¿Y de qué manera construiríamos el ideal de ciudadanía democrática que el Estado debe encarnar?
En un caso paradigmático, Mozert v. Hawkins, la Corte Suprema de Estados Unidos, en consonancia con el tribunal de apelación, falló en contra del pedido de excepción que la familia Mozert demandaba para que sus hijos no asistieran a la clase de educación cívica donde se impartían conocimientos que, según ellos, interferían con el libre ejercicio de la religión de su familia. Una de las objeciones de la familia Mozert era que, al equiparar distintos tipos de religiones, se denigraba la verdad de sus específicas creencias religiosas. Al igual que de la Torre, la familia Mozert no quería imponer sus ideas sobre otros ni desafiaban la validez de la educación pública. A diferencia de de la Torre, quien brega por cambiar los contenidos de la ESI, esta familia sólo requería que sus hijos fueran eximidos de esa única materia.
¿Por qué no admitir una “tolerancia a la carta” en la educación pública de acuerdo al criterio moral de cada familia? Después de todo, gozamos del derecho constitucional de prescindir por completo de la enseñanza estatal y elegir, en cambio, la educación privada y/o religiosa. ¿Por qué no permitir, entonces, que los alumnos continúen en la escuela pública pero seleccionando los contenidos según las creencias morales de cada familia? La razón es que el Estado debe hacer cumplir una obligación, esto es, instalar a través de la educación un ideal de ciudadanía democrática que exprese el respeto (no la coincidencia ideológica ni la adhesión) por todos aquellos que deseen vivir según las leyes consagradas por la voluntad popular. La ciudadanía democrática se ejerce no sólo con derechos sino también con obligaciones. El ejercicio del respeto cívico no es una opción a discreción que ofrece el Estado. Más bien, es su obligación garantizarlo y la enseñanza pública es tal vez el mecanismo más valioso para la socialización temprana de ese respeto democrático.
CC
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