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Opinión

La anarquía de lo público

La Plaza de Mayo, símbolo de lo público. "El uso y abuso de instituciones y símbolos pilares de nuestro régimen político pierden su sentido democrático cuando se utilizan con fines sectarios y personales", dice la autora.

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En los últimos meses, la esfera pública local ha sido escenario de eventos con implicancias disímiles que, sin embargo, han capturado la atención de una parte significativa de la ciudadanía. Desde el estremecedor y lamentable intento de asesinato a la vice-presidenta Cristina Fernández de Kirchner, hasta el destrato jactancioso por parte de la propietaria de una camioneta cuatro por cuatro a un encargado de edificio, pasando por la toma de las escuelas públicas en la ciudad, la adhesión de políticos vernáculos a agrupaciones políticas de extrema derecha en Italia, España y Brasil y la represión policial indiscriminada en la provincia de Buenos Aires durante un partido de fútbol al que asistieron familias enteras con menores de edad. A pesar de sus enormes e insoslayables diferencias, todos estos eventos confluyen en un punto. Iluminan, con mayor o menor grado, un trágico y prolongado proceso de abandono de “lo público” por parte de la política democrática.

El régimen político democrático se define por sus elecciones libres y competitivas y ciertas garantías constitucionales básicas. Pero en una mirada más amplia, la democracia como ordenamiento social presupone una concepción específica de “lo público” organizado en base a una ética igualitaria. Es decir, lo público concebido democráticamente refiere a pautas de reciprocidad y respeto que nos identifican más allá de las diferencias de clase, género, e ideologías. Implica, entre otras cosas, la existencia de bienes, servicios, espacios, instituciones, discursos y símbolos atados a la promesa siempre latente de inclusión social. En todas sus encarnaciones, el espacio público es el lugar donde internalizamos un sentimiento y una disposición—el respeto cívico—fundado en la idea de que el ordenamiento político democrático lo construimos y sostenemos entre todos. Desde la escuela, el transporte, la plaza, la calle, la urna e inclusive el lugar de trabajo, la ética democrática requiere un cuidado y respeto entre ciudadanos en virtud de compartir las cargas y beneficios sociales, los derechos y las obligaciones que sostienen nuestra sociedad.

 

La interacción democrática presupone virtudes cívicas que no se despliegan necesariamente en otros regímenes políticos. Por ejemplo, pensadores como Burke y Tocqueville observaron, con distintas luces, que las virtudes aristocráticas son diferentes e incompatibles con las de una democracia. Ciertamente, “nobleza obliga” no es el principio ético rector en una comunidad política de iguales. Las expectativas tácitas de respeto conciudadano democrático no derivan ni del paternalismo, ni de la indiferencia, ni de la caridad de clase, mucho menos del odio o el resentimiento. Por el contrario, la esfera pública democrática es el ámbito cotidiano de la socialización de la igualdad política. En este sentido, lo público no es solamente un espacio común transitable por todos. La construcción democrática refiere a sentidos colectivos y compartidos, a una ética del cuidado, que presupone una causa y un proyecto común. Es una forma de experiencia colectiva que define nuestra subjetividad política. Dicho de otro modo, en democracia, lo público establece fronteras colectivas a nuestra individualidad ciudadana.

Como tal, el espacio público es el marco para dirimir desacuerdos acerca de qué bienes públicos queremos proveer como sociedad y así delimitar, moral y simbólicamente, la estima recíproca entre ciudadanos. Para ello, la política se organiza a través de sus líderes, partidos, y agrupaciones para que esos debates—siempre álgidos e inerradicables—se den dentro de parámetros de respeto que consagren el ideal igualitario. Sin embargo, hace años que la política argentina, cansina, desgastada, descreída y carente de un proyecto común, ha perdido eficacia en instalar pautas democráticas para dirimir diferencias. Cada vez más, asistimos al abandono de lo público por parte de la política democrática que, gradualmente, ha sido incapaz de proveer bienes públicos fundamentales o articular un discurso que nos incluya en la diferencia. Con la política democrática en retirada, asistimos, lamentablemente, a la anarquía de lo público.

¿Qué sucede cuando “lo público” no es organizado democráticamente? Como los memes de la pandemia que mostraban manadas de animales apropiándose de los espacios urbanos despojados de un orden que les impidiera ingresar, la esfera pública hoy ha sido progresivamente intervenida por actores con inclinaciones y prácticas autoritarias. Miramos atónitos como un grupo de jóvenes sin claridad ideológica, motivados por un resentimiento sin rumbo ni destino, toman la arena pública para asesinar a una vice-presidenta democrática; o cómo una mujer, recostada en su cuatro por cuatro, se ufanó menospreciando a un trabajador en la vía pública; o las estridencias e insultos de Milei destruyendo las pautas mínimas de decencia cívica; o el Estado, que en lugar de imponerse a través de la educación, se impone con su fuerza represiva en un espectáculo familiar. A pesar de sus marcadas diferencias, cada una de estas instancias nos impacta no sólo por los gritos o el maltrato o el descuido o el sonido del tiro que nunca salió, sino porque dejan al desnudo la retirada democrática del espacio público.

La democracia no se hace entre extraños que nunca interactuaron en escuelas, barrios, marchas, o espectáculos callejeros. Sin embargo, cada vez más la opción de “exit” del espacio público es la estrategia predominante. Nos recluimos y amparamos en ghettos de consumo, barrios, viajes, educación, cultura, y acceso a servicios básicos como la salud y la seguridad. Abandonamos de distintas formas aquello que nos une—y que es imprescindible para mantenernos unidos. La utopía libertaria consiste precisamente en privatizar lo público para que emerja espontáneamente un orden social de cooperación entre individuos egoístas motivados por sus propios intereses. Pero en lugar de la magia que transforma ese vicio individual en virtudes públicas, el abandono democrático ha dejado atrás una estela nihilista de jóvenes reactivos que irrumpen en un escenario público anárquico. Una generación que toma por asalto la vida pública—los escombros democráticos de los comunes—que nosotros no supimos cuidar debidamente.

La apropiación de lo público con fines privados y sectarios no consiste sólo en la malversación de fondos públicos. Es también el uso indebido de lo público con fines facciosos—nuestros discursos, instituciones, e ideales puestos al servicio de un proyecto de poder individual. El uso y abuso de instituciones y símbolos pilares de nuestro régimen político como la calle, la desobediencia civil, o la Casa Rosada pierden su sentido democrático cuando se utilizan con fines sectarios y personales. Maquiavelo lo denomina, corrupción, es decir, la política como instrumento de la ambición personal. Llamativamente, tanto las propuestas reaccionarias y libertarias como la política democrática a la deriva y degradada convergen en un punto: son dos formas de privatización de lo público.

En estas últimas semanas, se ha debatido con fervor la película, “Argentina, 1985”, que relata el extraordinario y ejemplar juicio a los dictadores de las juntas militares. El contraste fue notorio. La emoción vertida en el espacio público sin los condicionantes reductivistas de la grieta nos unió una vez más en aquellas disposiciones democráticas que no debiéramos descuidar. Alfonsín logró instalar la idea de que en democracia no sólo se vota sino que se habita lo público de una manera distintiva que se cuida entre todos. Y el peronismo, por su parte, ha dejado un legado de formación de identidades colectivas en el espacio público inmensamente valioso. Pero hace tiempo—con sus vaivenes y momentos de conquista—esa manera de entender lo público se ha ido desgarrando.

CC

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