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EL HAMBRE Y LAS GANAS DE COMER

Un gran cocinero

Natalia Kiako y su hija, en una imagen de archivo.
24 de junio de 2025 06:56 h

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¿Cómo y por qué hay grandes cocineros? Pareciera una condición de nacimiento. El don te toca, o no, por designio divino. Hablamos de gente “con mano” para la cocina, como otros tienen dedos verdes y plantas exuberantes. Igual que sucede con las brujas, que los hay, los hay: personas con mucha intuición para obtener texturas y sabores, para reproducir un plato sin más ayuda que un ejemplo, para improvisar o para conseguir resultados epifánicos desde la misma receta que al común de los mortales nos sale mediocre. Para esos casos brujos, en realidad, hay muchas explicaciones bastante racionales: años de exposición a comida buena de verdad, o de platea privilegiada ante la performance de madres, abuelas, tíos cocineros; conocimiento técnico en algún área afín de trabajo manual, conocimiento científico en química, física o biología; un largo etcétera. Y sobre todo, mucha dedicación, mucho cuidado, mucho deseo puestos en la preparación de la comida. Un valor agregado sustancial, difícil de sustituir en la cocina.

Ponerse entero al servicio de lo que trabajás con las manos para que se transforme en un bocado espléndido, en una experiencia placentera propia o ajena, es difícil de enseñar o de aprender. Hay distintos motores que pueden impulsar una dedicación tan profunda: la competitividad, el perfeccionismo, la necesidad de autosuperación, la religión. De entre todas esas drogas duras, el amor es la que más te coloca y menos costo tiene, creo yo. El amor no es una aptitud menor en un gran cocinero y lo sumaría a la lista, por más cursi que suene. No estoy hablando del amor romántico, o no sólo de él. Tampoco del cuidado maternal de una ama de casa para con su familia, aunque puede ser. Es posible sentir un amor profundo por un oficio, por el arte de la hospitalidad, por un proyecto, una militancia, un país. Los grandes cocineros suelen estar así, enamorados.

La gran mayoría de nosotros no somos prodigios, no somos especiales, aún si cocinamos bastante bien. Tampoco somos homogéneos: un gran asador rara vez maneja la pastelería francesa con solvencia. Mi mamá, una cocinera maravillosa, no amasa. Punto. Nunca hace pastas, ni pizzas, ni panes. Prepara unos regios ñoquis, y en épocas de hiperinflación, con tres hijos, supo sacar de la galera unas medialunas memorables, así que todos comprobamos de qué es capaz. Aun así, no es lo suyo, no quiere que lo sea. Esto es igual entre los cocineros profesionales; hayas estudiado o no, te especializás, poco a poco. Y si sos afortunado, te especializás en lo que te gusta.

No necesariamente lo que te gusta comer es lo que va a gustar cocinar. A mí, por ejemplo, me gusta mucho jugar a la repostería. Es un mundo de desafíos por el estilo de cocina que manejo –con diversos endulzantes, harinas integrales, ingredientes a veces fuera de la pastelería tradicional– lo que en sí mismo me estimula, es un desafío entretenido. Pero también tiene una belleza estética innegable. Los colores, las formas, la aptitud plástica de los dulces son únicos. Durante el último verano mi hija, que no tenía colonia ni permiso para usar pantallas durante el día, me invitaba a jugar con repostería clásica, francesa, en la cual yo incursiono poco. Mi verano no era tan calmo como el de ella, pero empezamos unas sesiones experimentales de manteca y azúcar, merengues brillosos y frangipane dorado. Se armó una serie hermosa, durante la cual fui feliz y aprendí técnicas, como pastelera amateur. ¿Cómo comensal? Me empalago de solo recordar cada uno de esos bocados perfectos, laqueados y perfumados. Paso, gracias.

La imagen del cocinero innato tiene su contracara: el mal cocinero incorregible. “No sabe hacer ni un huevo frito”, se dice, como si un huevo frito perfecto fuera tarea sencilla. No lo es. Demanda prueba y error, ensayos con yemas pasadas o claras desparejas. Un gran huevo frito se logra, no por fácil, sino porque lo amamos y lo deseamos lo suficiente para insistir. Lo que llamamos “buena mano” casi nunca es puro talento sino esfuerzo, dedicación, perseverancia; fenómenos que no están en la cresta de la ola, precisamente. Es comprensible: cuando matarse trabajando durante años no le da ninguna recompensa a casi nadie, es difícil que rankee alto. Hoy tenemos dibujitos en el canal estatal dedicado a los chicos que dicen casi literalmente: “¿Ir a la universidad? ¡Ya fue! Si podés ganar mucha más plata de otras formas”. En la generación de mi padre, el esfuerzo era un mandato tan incuestionable que podía aplastar cualquier entusiasmo atravesado en su camino. ¿Querías ser músico? Procedías a reprimirte y estudiar abogacía o dedicarte a la empresa familiar, a los bifes. Pero hay versiones de la perseverancia que no asesinan el deseo, todo lo contrario: son su tierra fértil. Trato de explicárselo a mi hija cuando se frustra –porque la frustración es la primera escala para bajarse del esfuerzo–, trato de recordarle cuánto practicó hasta que logró hacer una vertical perfecta, trenzarse el pelo o silbar. Le cuesta verlo. Son entrenamientos que atravesó ciega de ganas y casi no los recuerda. Ciega de ganas también prepara curd de limón ella sola o voltea panqueques en la sartén, incluso cuando es a condición de lavar los platos después. Aún cuando algo sale mal, cuando el curd se corta o la masa se quema, dedicarse íntegra a hacer algo es una forma de entrega mágica, casi sagrada. El tiempo pasa distinto mientras uno se encuentra en ese estado. Es puro presente. Cuando todo sale bien, el resultado es evanescente: se come, desaparece. No hay trofeos.

Cocinar puede ser una obligación, una necesidad. Puede ser un poder, también: el poder de materializar a la perfección algo que se te antoja y sentirte tu propia impresora 3D humana. Puede ser un juego. Para jugar hay que saberse las reglas, en especial para jugarlo en modo libre, creativo. Un gran cocinero es un jugador avezado. Entiende algunas reglas con la cabeza y otras con el cuerpo, igual que un futbolista o un bailarín: por repetición, por entrenamiento, adquiere esa “mano” que reconoce el punto justo del batido sin mediar pensamiento, el calor preciso en las brasas del asado. Parece magia, es verdad. Pero es otra cosa. Es esfuerzo y es amor. ¿Juntos? Son dinamita.

DTC

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