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El hambre y las ganas de comer

Gusto a nada

En el país de las vacas, los lácteos más comunes son insípidos, incoloros, homogéneos como una hoja en blanco.
10 de junio de 2025 06:55 h

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Seguramente escucharon en alguna película esa plegaria de alcohólicos anónimos. La que pide “serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, coraje para cambiar las que sí puedo y sabiduría para reconocer la diferencia”. Siempre me pareció una oración espléndida. Quién pudiera, ya no digamos las tres cosas, alguna de las tres. No me resultan fáciles. Las cosas que no puedo cambiar me obsesionan, en especial, si me parecen injustas o significan una pérdida, un deterioro de lo que antes estaba bien.

Es una de las razones por las que empecé a cocinar. En mi casa materna se comía estupendamente. Cuando dejé de vivir ahí, necesité hacerme la comida para sobrevivir y también para recuperar algo de ese disfrute. Ninguna comida comprada le llegaba a los talones a la de mi madre; ninguna, al menos, al alcance de mi presupuesto de laburante y estudiante. Quise además comer “mejor” para mi salud, sin comer “peor” para mi paladar. Así las cosas, entré en la cocina. No sé si me hizo falta coraje para cambiar lo que comía: fue una mezcla de disconformidad, fastidio y deseo.

“Serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar”. Ah, pero son tantas. Por ejemplo, el queso. Los lácteos de góndola son cada vez más insulsos, de textura más plástica, de precio más elevado y calidad más lamentable. Estoy hablando del promedio, por supuesto. Hay excepciones hermosas que tengo el privilegio de conseguir; muchos productores que ponen el cuerpo y el alma todo el día para hacer maravillas con sus tambos. Lo logran, pero son poquísimos y reman en un dulce de leche tan espeso como el que elaboran. Es muy difícil competir, haciendo las cosas bien y a pequeña escala, con monstruos lácteos que se instalaron como “primeras marcas” y reposan en los laureles. Sus precios son altos y de ahí deducimos que su calidad también; pero hace rato que las dos cosas no concuerdan. Lo que conseguimos en el súper, la mayoría de las veces, es mediocre. El queso crema no tiene gran cosa de queso ni de crema, y sí bastante gelatina almidonada. El yogur es un ente empalagoso y sin carácter; es decir, sin acidez y repleto de azúcar o edulcorante en su versión light. Nos escandalizamos brevemente cuando se intensificó la crisis y aparecieron los primeros “alimentos lácteos” económicos que pretenden ser yogur. Pero como con casi todas las malas noticias recientes, la aceptación es total. Quizás nos quejamos, pero no protestamos. Las publicidades prometen lo que nos acostumbramos a esperar: todo es suavecito, livianito. Dos palabras que gobiernan el paladar y las costumbres de las mayorías argentinas. En el país de las vacas, los lácteos más comunes son insípidos, incoloros, homogéneos como una hoja en blanco.

¿Será que realmente nos gusta todo suavecito y livianito? ¿O serán los atributos que nos quedan, cuando de sabor no quedó nada? Una cosa es un gusto sutil y otra muy diferente un alimento rebajado, diluido, adulterado. ¿Tendremos la sabiduría para apreciar la diferencia? Llevamos ya varias décadas en manos de una industria que instala su agenda y sus objetivos. Es de esperar que impacte en los hábitos del consumidor. Nuestro paladar prescinde en la vida cotidiana del menor dejo de acidez, nuestra manteca no tiene aroma a queso (cuando la manteca es buena tiene perfume, incluso fría, y es amarillenta).

No son sólo los lácteos. La pauperización y la homogeneidad son males que abarcan casi todos los alimentos. Está difícil conseguir tomates ricos, jugosos y de piel finita, incluso en verano. Difícil, y para privilegiados: en general y salvo que tengas un dealer o un chacarero cerca, salen fortunas. El pan y las facturas son incomparables con los de hace tres o cuatro décadas. Claro que en ese entonces las panaderías tenían cocina y horno; hoy, la gran mayoría recibe los productos de fábricas que utilizan fórmulas efectivas para obtener masas que duren mucho, se vean bien y no tengan sabor ni textura particulares. Nunca hay una figacita más tostada que otra: todas son pálidas. La medialuna de grasa se te queda pegada al paladar, pero es imperecedera. Todas las facturas son iguales. Es peor la calidad de grasas y harinas, sí; pero también la elaboración industrial reemplazando la artesanal.

Alternamos entre mucha-sal-crocante y muy-dulce-sedoso. Sí, claro, existe comida mejor, datitos de alto nivel, rincones especiales de maravillosa cocina. Pero estoy hablando de lo que podemos comer cada día, al salir del trabajo o de la escuela, lo que encontramos en la panadería de la esquina, el chino o el súper. Lo que –en el mejor de los casos, si podemos pagarlo- gobierna las opciones que tenemos realmente a nuestro alcance.

Increíble pero real, incluso dentro del universo de las galletitas de paquete y las golosinas el panorama es el mismo. Este video explica cómo las “panchitas” y las “sonrisas”, grandes hitos de mi infancia, se vaciaron de cualquier relación con un sabor, un formato, una textura determinadas. Son simplemente eso, marcas, de contenido variable y sustituible según le convenga al fabricante (casi siempre conglomerados multinacionales que compraron las empresas familiares de antaño). Los alfajores que una vez fueron nuestros favoritos ahora son más chicos, más feos y no tienen ninguno de los ingredientes que los hicieron favoritos. Nada, excepto el nombre, pero los seguimos comprando. Lo comentamos, al pasar, no somos boludos. Pero lo aceptamos, con la serenidad de lo que no se puede alterar.

Yo tengo mis dudas. ¿Por qué, si se le puede cambiar el sabor y la textura a todo, nosotros no podemos cambiar nuestros consumos? ¿Es posible impulsar un cambio en la dirección contraria?

Se me alegará que sueno a tango, que los tiempos cambian y el bolsillo aprieta. No podemos detener la historia. Comemos lo que podemos. Es un poco cierto: las sustituciones y degradaciones que describo son formas de abaratar costos. En España o Italia se come estupendo por mucho menos dinero que acá; naciones de cómoda clase media donde el queso es sabroso y el pan, conmovedor. Sí, tienen plata. Pero eso es una verdad a medias. Porque hay otros países del Primer Mundo donde en promedio se come bastante mal; sin ir más lejos, Estados Unidos, según me cuentan. Y porque la comida callejera en gran parte de Latinoamérica es humilde y deliciosa. Países con campos menos exuberantes que nuestra Pampa húmeda, con menos vacas y más penurias, saben gozar de arepas despampanantes, empanadas bolivianas especiadas y jugosas, puestos al paso de asaí con fruta tropical, acarajé y coxinhas. No tengo el gusto de conocer el sudeste asiático, pero entiendo que los sabores abundan, los mariscos arrancan suspiros, los caldos enamoran. En Marruecos, un país africano que nadie se atrevería a llamar primermundista, la comida económica es una fiesta. No soy muy viajada, pero voy a tener el coraje, ya que no de cambiar las cosas, de arriesgar que nuestra pérdida en la calidad de la comida debe tener otros motivos además de los económicos. ¿Cuáles serán las razones? Si las viéramos, ¿podríamos cambiarlas? Tengo más preguntas que respuestas.

Somos habitantes del suelo argentino, entre los más fértiles, más generosos, más prometedores de maravillas en todo el mundo. ¿No nos merecemos lo mejor que tiene para dar? ¿O la cosa es así como es, irreparable, y nos toca aceptarlo? No somos ricos; más bien, últimamente, somos pobres. El reclamo por la buena mesa, ¿sólo es válido para las sociedades privilegiadas? ¿Es hora de adaptarse y resignarse, agradeciendo los que podemos que aún tenemos la panza llena? ¿Cuánto de lo que comemos depende de nosotros? ¿Es posible preservar lo que queda y reclamar algo mejor, o tenemos que soltar? Necesitamos completa serenidad, enorme coraje y tantísima sabiduría para reconocer la diferencia.

DTC

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