Donde el poder grita, las instituciones hablan

En los últimos años, particularmente a partir de la pandemia de COVID-19, asistimos a una creciente crisis epistémica que atraviesa las instituciones de nuestra esfera pública. Esta crisis no es sólo de confianza, sino de sentido: afecta al modo en que se valida el conocimiento, a quién se le reconoce la capacidad de producirlo y bajo qué condiciones. Las instituciones—desde organismos internacionales y regionales hasta la propia arquitectura del Estado y sus agentes—se ven hoy erosionadas en su legitimidad como fuentes fiables de verdad y autoridad.
En la Argentina, desde al menos la década del noventa, conviven en tensión dos narrativas estructurales sobre el Estado: una lo concibe como un aparato mínimo, eficiente, y gerencial; la otra, como un actor robusto, interventor, y redistributivo. Sin embargo, en los últimos años ha emergido con fuerza una tercera visión, más radical y disruptiva, que no discute el tamaño del Estado sino su legitimidad misma. Es un discurso que ve en el Estado no una herramienta imperfecta sino una estructura esencialmente corrupta, y que lo reduce a una forma de saqueo legalizado: el Estado como sinónimo de “robo”. Este relato se entrelaza con la idea de la “casta” —expresada en múltiples ocasiones por el actual presidente Javier Milei— que agrupa a políticos, sindicalistas, periodistas, empresarios y profesionales como parte de una maquinaria articulada para el despojo, y cuyas voces e instituciones se desacreditan de antemano como funcionales a ese sistema.

Este marco discursivo no sólo ataca la legitimidad del Estado, sino que extiende su sospecha hacia los organismos internacionales como la ONU y la OMS, las agendas de derechos (como las luchas LGBTIQ+ o la ambiental) y también hacia el periodismo. Aquí radica un punto crítico: no se trata únicamente de una disputa por la libertad de prensa, sino de una ofensiva más profunda contra la concepción liberal tradicional de la libertad de expresión, entendida tanto en su dimensión individual (el derecho a decir) como en su dimensión colectiva (el derecho a saber). En una democracia sana, el periodismo no es un accesorio, sino una condición de posibilidad del debate público, del disenso informado, y de la vigilancia ciudadana sobre el poder.
En ese marco, el más reciente informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión (RELE) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presenta un diagnóstico preocupante sobre el estado de la libertad de expresión en Argentina durante 2024. La Relatoría advierte sobre un “deterioro acelerado del ambiente” para su ejercicio, caracterizado por una “baja tolerancia del Poder Ejecutivo hacia las críticas y los procesos deliberativos”, así como por una intervención abrupta en los medios públicos que ha restringido el acceso a la información, especialmente en el interior del país, donde estos medios cumplen funciones vitales.
Uno de los hechos más emblemáticos fue el cierre de la agencia de noticias Télam, que interrumpió el servicio informativo a más de 2.800 abonados —entre ellos, medios nacionales e internacionales, oficinas estatales y corresponsalías en todas las provincias—, además de bloquear el acceso a un valioso archivo histórico de casi 80 años.
El problema va más allá de medidas administrativas. La RELE observa un clima discursivo creciente de hostilidad institucional hacia el periodismo. Se identifican expresiones públicas por parte de altas autoridades del Estado que desincentivan la libertad de expresión y exaltan la represión. Estas no serían acciones aisladas, sino elementos coherentes con lo que el propio Gobierno ha definido como una “batalla cultural”, que supone---en la práctica---un aumento de la agresividad en el discurso público.
En ese marco, la Relatoría resalta la frecuencia e intensidad de los discursos estigmatizantes dirigidos contra medios y periodistas, particularmente mujeres. Expresiones como “delincuentes con micrófono”, “mentirosos”, o “ladrones” emitidas desde la más alta investidura del país, degradan la legitimidad del periodismo como actor público y abren la puerta a otro tipo de agresiones o violencias. Como subraya la RELE, los funcionarios públicos están sometidos a un estándar más alto: deben actuar con veracidad, rigor y responsabilidad, ya que sus palabras pueden tener consecuencias legales, éticas y, sobre todo, sociales.
El informe también menciona denuncias de organizaciones como el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA) y la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA), que documentan un aumento de las agresiones a la prensa, tanto físicas como digitales, muchas veces protagonizadas o habilitadas por agentes estatales. Se señala especialmente el rol de los “troles” —redes organizadas de cuentas anónimas— que amplifican los ataques verbales y generan un efecto de autocensura entre quienes ejercen la labor periodística.
A ello se suma el uso de demandas judiciales conocidas como SLAPPs, acciones legales estratégicas que buscan disuadir la participación pública de periodistas mediante el litigio y que constituyen una forma indirecta de censura, contrarias a la Convención Americana de Derechos Humanos. La Relatoría recuerda que las personas que ejercen funciones públicas deben tener mayor tolerancia frente a la crítica, justamente porque están sometidas al escrutinio democrático.
Las declaraciones estigmatizantes de funcionarios, lejos de ser un exceso retórico, pueden exacerbar el clima de intolerancia y violencia hacia la prensa. Es responsabilidad del Estado garantizar que sus representantes no se conviertan en vectores de hostigamiento, directo o indirecto, hacia quienes cumplen un rol esencial en toda democracia.
Asimismo, la RELE llama la atención sobre medidas que pueden afectar la labor de la prensa, como la revocación arbitraria de credenciales oficiales o la restricción de las acreditaciones para acceder a la Casa Rosada — disposiciones que la Corte Interamericana ya consideró en 1985 como obstrucciones ilegítimas a la libertad de expresión.
En lo que respecta al derecho a la protesta social, el informe señala un “despliegue importante de desincentivos y limitaciones”, como el uso excesivo de la fuerza pública, marcos normativos restrictivos como el “protocolo antipiquetes”, y la estigmatización de manifestantes y periodistas que cubren estos eventos. Se trata, en suma, de elementos que configuran un entorno cada vez más restrictivo para el ejercicio de los derechos humanos.
De forma especial, el informe aborda la violencia digital contra mujeres periodistas, en muchos casos promovida desde cuentas oficiales o funcionarios públicos. La RELE denuncia ataques coordinados, uso de estigmas de género y la amplificación de discursos discriminatorios desde estructuras estatales. Por su efecto inhibidor, la Relatoría insta al Estado argentino a cumplir su rol como garante: prevenir, investigar, sancionar y reparar este tipo de violencia.
El propio Relator Especial para la Libertad de Expresión, Pedro Vaca Villarreal, propuso una visita in loco a Argentina para evaluar la situación y reiteró que toda democracia requiere cierto grado de tolerancia frente a las expresiones sociales en el espacio público.
En un contexto de desconfianza institucional generalizada —tanto desde la sociedad hacia el Estado como desde el Estado hacia la sociedad— es crucial fortalecer los espacios donde aún se resguarda el sentido democrático. En América Latina, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos ha demostrado ser, con sus limitaciones, un contrapeso valioso frente a los abusos de poder. Hoy más que nunca, cuidar estos espacios implica reconocer su importancia, repensarlos y defenderlos. Es importante no darlos por sentado ni olvidarlos. Recordar no es un gesto nostálgico, sino una condición para poder avanzar.
Centro de Estudios en Libertad de Expresión (CELE)
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