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EN OTRO ORDEN DE COSAS
EN OTRO ORDEN DE COSAS

¿Marchamos con indiferencia o con conciencia?

Manifestantes durante las protestas convocadas por el Orgullo Crítico en Madrid

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Junio, mes del Orgullo en muchos países del mundo, suele ser una oportunidad para volver a ocupar las calles, para celebrar las conquistas del colectivo LGBTIQ+, para recordar a quienes vinieron antes, para pedir por todo lo que todavía falta. Pero este año, en este contexto, la pregunta vuelve con otra forma: ¿A qué marchas queremos ir? ¿Con quiénes queremos caminar? ¿Y qué estamos dispuestxs a resignar en nombre del “orgullo”?

En muchas partes del mundo, las marchas del Orgullo se están politizando más que nunca. Y no como un gesto radical nuevo, sino como un regreso a su sentido original: un acto de protesta, nacido de la violencia policial, del hartazgo, de la quita de derechos y del deseo de existir con dignidad. En la Argentina, la Asamblea LGTBIQ+ Antifacista Antirracista —conformada a principios de este año luego del discurso del presidente en Davos y sus dichos discriminatorios— es un claro ejemplo. Un rechazo, como puede verse también en Estados Unidos con las “contramarchas”, de las cooptaciones corporativas de estas fechas, el “pink washing”, y otras formas de utilización y vaciamiento de nuestras luchas. De empresas que ponen la banderita en junio y la sacan en julio. De gobiernos que pintan de arcoíris sus redes mientras recortan derechos.

Sin ir más lejos, el pasado 13 de junio se canceló en Tel Aviv la Marcha del Orgullo ante la escalada del conflicto bélico entre Israel e Irán. La periodista trans argentina Diana Zurco, los diputados Maximiliano Ferraro (Coalición Cívica) y Damián Arabia (PRO), ambos abiertamente homosexuales, y otrxs referentes de derecha de altísimo perfil como Caityn Jenner, se encontraban en la ciudad para participar de los eventos de la jornada y quedaron refugiadxs en bunkers. Este tipo de invitaciones se ha incorporado a las estrategias de “hasbará”, la diplomacia pública israelí que busca construir una imagen positiva del Estado a nivel global. En este contexto, los derechos LGBTIQ+ son instrumentalizados como una fachada de progreso para encubrir crímenes y políticas coloniales.

Las marchas del Orgullo, herederas del levantamiento de Stonewall, no nacieron para la postal o el turismo: fueron un grito rabioso contra la violencia policial, un llamado urgente a existir con dignidad. No se trata de juzgar individualidades, pero sí de preguntarnos cuánto vale una presencia simbólica. ¿A qué marcha vamos? ¿Marchamos con indiferencia o con conciencia? ¿A quiénes les prestamos nuestros cuerpos, nuestras banderas, nuestras luchas? ¿Qué causa estamos amplificando cuando nos sacamos una foto, cuando asistimos a un acto, cuando decidimos quedarnos en silencio?

No tengo todas las respuestas. Pero sí sé que el orgullo sigue siendo un acto de memoria y de lucha. Que hay que repensar nuestras formas de existencia y manifestación en un contexto de violación de derechos humanos, de genocidio, de racismo y opresión. Que no queremos jamás que el orgullo sea una coartada para la impunidad ni una excusa para despolitizar nuestras identidades.

MBC/AH/DTC

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