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Opinión

Hablar de Godard es hablar de Revolución

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Jean-Luc Godard ha muerto. Muy lejos queda aquel verano de 1959, cuando comenzó a rodar su primer largometraje, À bout de souffle, con Jean Seberg y Jean Paul Belmondo, que revolucionó el modo de hacer cine. Muy lejos queda también aquel vigésimo primer Festival de Cannes, en pleno Mayo del 68, cuando –apoyado por Saura, Malle, Resnais, Truffaut, Forman y varios más– irrumpía en medio de las proyecciones exigiendo su clausura en solidaridad con los estudiantes y obreros en huelga.

 

El único problema filosófico realmente importante

Godard ha muerto voluntariamente, mediante suicidio asistido, que es legal en Suiza. “No estaba enfermo, simplemente estaba agotado”, ha declarado un familiar al periódico francés Libération. Sean cuales fueran las razones de su decisión final, lo cierto es que el suicidio es una presencia conocida para los amantes de su cine. “Godard está fascinado por el suicidio”, escribió el crítico Jean-Luc Douin en Jean-Luc Godard: Dictionnaire des passions. Llevaba, recuerda Douin, una hoja de afeitar en la billetera. “El único problema filosófico realmente importante es el suicidio”, escribió Albert Camus en El mito de Sísifo, famosa frase que una actriz lee en Notre musique, película de Godard de 2004. Y en Soigne ta droite, de 1987, Michel Galabru tiene en las manos Suicide, mode d’emploi: Histoire, technique, actualité, libro de Claude Guillon e Yves Le Bonniec cuya venta fue prohibida en Francia años después de su lanzamiento, en 1982.

 

Un cine rebelde

Godard pasó por Cahiers du Cinéma como crítico de cine antes de ser director. Los intelectuales reunidos en torno a la legendaria revista fundada en 1951 arremetieron contra lo que veían como un exceso de literatura en el cine, contrario al poder expresivo de la imagen pura. La vanguardia de Cahiers cambió la pluma por la cámara para plasmar en celuloide lo que sería conocido como la Nouvelle Vague, poniendo la libertad creadora por encima de cualquier exigencia comercial. Fue un cine de producción modesta, en contraste con los costosos filmes con estrellas de moda; un cine rebelde a las normas impuestas por la industria.

Con lo ahorrado trabajando como obrero de la construcción en la presa Grande Dixence, en Suiza, Godard rodó el cortometraje Opération béton (Operación hormigón), de veinte minutos, basado precisamente en aquella experiencia que le sirvió para financiarlo. À bout de souffle, su primer largometraje, sobre una idea de Francois Truffaut, llamó de inmediato la atención de la crítica y lo puso en el centro de la escena. Luego llegaron Le petit soldat, Le mépris, Pierrot le fou, Je vous salue, Marie… una larga lista conocida y reconocida. Cuando podía pensarse que su cine corría el riesgo de caer en meros experimentos formales sin contenido, Godard dio un giro a filmes con tácitas o abiertas propuestas políticas revolucionarias, con títulos como La chinoise (1967), posiblemente el más célebre. Era como si viviera enterrando lo anterior y alumbrando algo inédito todo el tiempo. Histoire(s) du cinéma, compuesto como un collage de fragmentos de películas, textos, fotos, cuadros, piezas musicales, fue estrenado en el año 2000 en la televisión francesa, una monumental historia del cine como arte y como industria que concilia sus oficios de crítico y de cineasta. 

Truffaut, Chabrol, Resnais, Malle eran grandes nombres de la Nouvelle Vague. Pero fue Godard, con À bout de souffle, el que rompió las leyes del lenguaje cinematográfico convencional, derribó la noción de encuadre y quebró la continuidad del montaje. Godard apostó por la espontaneidad y la libertad sin miedo a esa sensación de escenas sobrantes y diálogos truncos que suelen marcar sus cintas, verdadero acto de desobediencia que lo convirtió en el miembro más polémico de un grupo polémico de por sí.

Hablar de Godard es hablar de revolución. Es hablar de una ruptura de la estructura narrativa del relato tradicional, de un lenguaje nuevo que quebró la coherencia que el cine del siglo XX había heredado de la novela y el teatro burgueses del siglo XIX. Es hablar de frag­mentos inconexos de una realidad arbitraria, hecha de gratuidad y absurdo; irreductible, pues, a la noción clásica de argumento, que Godard, en consecuencia, abandona, pulverizándolo todo en series de momentos sin causalidad ni conexión, conglomerado que desafía la tradición literaria y, con ella, la técnica cinematográfica hasta entonces conocidas. Es hablar, en suma, de un cine que no temió reflejar el sinsentido del mundo. 

AGB

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