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LOS CUADERNOS DE INVIERNO

Una historia violenta

Fabián Casas Cuadernos de invierno

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Detrás de mí, en un bar, unos hombres charlan. Escucho sus voces, no los veo. Uno de ellos dice: “Cuando era joven, entre la mañana y la noche podían pasar varios meses. Ahora la noche llega enseguida”. Me giro para mirarlos. Son cincuentones. Pienso en las muchas vidas que uno puede tener a lo largo de una vida, en las muchas personas que somos a lo largo de un día. Hay un poema de William Butler Yeats que siempre me fascinó. Se llama Vacilación y Yeats ya se había encontrado con Pound y había archivado toda la retórica anterior de yelmos y espadas de su poesía pre-poundiana. Encontrarse con Ezra debe haber sido un acontecimiento para muchos. El poema dice así: “Mis cincuenta años llegaron y pasaron/ me senté solitario/ en un abarrotado bar de Londres/ con un libro abierto y una taza vacía/ sobre la mesa de mármol./ Y entonces, mientras contemplaba el bar y la calle/ una súbita llamarada inundó mi cuerpo/ y por unos veinte minutos creí,/ tan grande era mi felicidad,/ que estaba bendito y pude bendecir”.

Lacan dice que nos despertamos de los sueños para huir de Lo Real de nuestros deseos. A veces pasa que, en la vida cotidiana, estamos enojados con alguien, pero en nuestros sueño lo queremos. El Partido Obrero está más cerca de la verdad empírica que el psicoanálisis: sabemos que existen los obreros, pero sobre el Inconsciente hay sólo ciertas fábulas, ninguna matemática que lo reafirme. Nadie ha visto al Inconsciente en el afuera. Sin embargo, podemos sentir que es un productor estético muy potente. Que su magia está en el corazón de las mejores poesías, de las grandes películas, de nuestras hermosas canciones.

Hace poco, en el subte, un amigo salió de mi infancia y me cortó el paso. ¿Cuanto tiempo había pasado? Nos abrazamos. Me dijo que, pensando en el tramo de vida que él recordaba de mí, hubiera pensando que ya estaría muerto. Y que le agradaba verme tán bien. Recordé esa época: yo había vuelto de un viaje por el Amazonas, me había, de alguna manera, vuelto medio salvaje, tomaba un ácido por día, era nómade, paraba de casa en casa de amigos, tenía una urgencia por encontrar algo pero no sabía qué. Mi amigo no podía encontrar a su amigo de juventud en el hombre del subte.

Y como si hubiera un guionista detrás de todo, esa noche con Victoria vimos Una historia violenta de David Cronemberg. Yo ya la había visto hace mucho. Y me había gustado. Pero esta vez, en la repetición, me pareció una obra maestra. Antes de empezar a verla, Victoria me preguntó: ¿Che, no muere ningún niño en la película, no? Le dije que moría gente, pero ningún niño. Y enseguida, ni bien empieza, uno de los matones mata a una nena. El asesinato está sugerido. La nenita muere fuera de cámara. Y está puesto ahí para que sepamos que a estos dos tipos que salen de un motel, no les importa nada. Y para que tengamos en cuenta que esos dos tipos andan sueltos, a veces, en medio de nuestra vida cotidiana. Pero creo que muestra algo más esa escena: dice que esa violencia total está en nosotros, que para que tengamos cable, reuniones familiares, busquemos a los chicos del colegio, para que el sistema se sostenga y no colapse en su normalidad, hay muchas personas que mueren y nosotros ejercemos la violencia de la indiferencia.

También podemos pensar que el mal, el lado oscuro de la sociedad civilizada, se ve perturbado por la presencia de esa vida tranquila, de la vida privada.

La película, en apariencia, es sencilla. Podríamos hacer la prueba de contársela a alguien por teléfono: En un pueblo de los Estados Unidos vive Tom Stall con su familia. Es un padre modelo y su familia también: hijo, hija, una mujer bella y activa. El regentea una pequeña cafetería. A esa cafetería entran una noche los dos tipos que encarnan el mal y que vimos hacer un desastre ni bien empezó el film y se enfrentan a Stall. Inesperadamente, el hombre tranquilo del pueblo se convierte en un ninja y los mata a los dos. Sale en las noticias como un héroe nacional y eso va a ser su perdición. Porque algo de su vida pasada lo va a venir a buscar. En el otro lado del sueño americano está su hermano Ritchie, un mafioso que lo quiere de vuelta para que pague por lo que él tuvo que hacer para cubrirlo cuando tenía otra vida y lo llamaban el loco Joey. Stall no se llama Stall, sino Joey Cusak. Cuando en el tramo final de la película Joey se encuentra con su hermano para la batalla final, el hermano le pregunta cómo es ser un padre de familia tipo, tener una mujer, hijos, cómo es vivir ese tipo de vida anodina. Y Joey le dice: Está bien, se siente bien. Vine para arreglar las cosas. Pero eso, presentimos, es imposible.

No hay posibilidad de perdón porque, de alguna manera, si bien podemos leer Una historia violenta como el mal rodeando -y estando dentro, encarnado en Joey- a nuestra vida cotidiana, también podemos pensar que el mal, el lado oscuro de la sociedad civilizada, se ve perturbado por la presencia de esa vida tranquila, de la vida privada, sin demasiada épica más allá de ir al cine, juntarse a la noche para cenar o caminar de la mano por el parque. Es decir que para Ritchie, el hermano mafioso, la pesadilla es Tom Stall. Por eso antes de que ordene la muerte del hermano -como hace Michael Corleone cuando abraza a Freddo en el velatorio de su madre y mira a su guardaespaldas marcándolo- , éste le pregunta: “¿Cuando soñás, soñás que sos Joey?”. Eso es lo único que le importa saber. 

FC

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