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OPINIÓN

El idioma -lacanés- de los argentinos

Jacques Lacan

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Una vez alguien me dijo que yo no parecía psicoanalista. Lo tomé como un halago. No parecer psicoanalista es no entrar en el estereotipo, no encajar en eso esperable según los prejuicios. No parecer psicoanalista es no actuar, en el sentido de la puesta en escena, de tal. Conocemos muchísimos psicoanalistas que pretenden parecerlo full time: cuando dan clase, cuando hablan en el asado del domingo, cuando comentan un libro, cuando van al cine. La actuación que más gracia me causa es esa en la que atienden el teléfono y se atajan avisándole al interlocutor que tienen poco tiempo para hablar porque están “entre paciente y paciente” -¡como si no fuera toda la vida de un analista la que transcurre entre paciente y paciente!-, no vaya a ser que pensemos que no tienen todas las horas del consultorio ocupadas.

Para pertenecer al estereotipo (ese que, según Roland Barthes, “es esa parte del discurso donde falta el cuerpo”), es fundamental hacer uso de la jerga lacaniana o el idioma lacanés. Se llega así a ser quienes, según Sigmund Freud, “creen comprender algo del psicoanálisis porque juegan con su argot”, o quienes, según Juan Ritvo, “charlacanean”. Son los mismos que se sostienen en el ejercicio de un poder allí donde se presentan como dueños de un saber. Ese saber que fascina y que por lo tanto inhibe, impide, imposibilita a los otros; pero, sobre todo, a ellos mismos. Del lado del fascinado -que también es el fascinador, porque se fascinan a sí mismos- sólo queda echar mano a esas fórmulas petrificadas y solidificadas en eslóganes y hasta frases apócrifas atribuidas a Freud y a Lacan, perfectas para decorar sobres de azúcar. Fórmulas que terminan en una doxa psicoanalítica que se repite como un disco rayado. Ya nadie sabe lo que dice porque todo el mundo cree que sabe lo que dice. Es tan parodiable el asunto que existe una especie de meme que enseña a hablar en lacanés en cinco minutos y así aparentar que se sabe: sólo se trata de la combinación de cuatro o cinco frases y voilà.

Hay jergas en todas las disciplinas, claro. Pero me interesa sobremanera la jerga que corresponde al psicoanálisis por el lugar que tienen las palabras en él. Y porque, a más jerga y pretensión de ser y de saber, menos se puede escuchar lo que el otro tiene para decir. La jerga está hecha para no pensar; está hecha para clasificar, para aplicar, para aplastar cualquier decir. La jerga, también en el lacanismo, está hecha para institucionalizar el sentido y, más aún, el saber. Está hecha para alimentar el mercado del saber y el parecer. Y una jerga nunca es inocua porque sistematiza lo que no puede sistematizarse y, en consecuencia, trastoca prácticas.

“Hagan como yo, no me imiten”, decía Lacan. Imitar a Lacan o pretender parecer -o ser- lacaniano sólo es un gesto de infatuación o, más aún, un gesto de presunción: me gusta cuando Lacan dice que si alguien que no es rey se cree rey está loco, pero también está loco el rey que se cree rey. Pero apartarse de la jerga no implica una pretensión de claridad ni de sencillez cuando lo cierto es que la cosa es compleja -“primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma”, decía Freud-. Sería engañoso creer que lo otro del críptico idioma lacanés consistiría en hablar sencillamente. No hablo de los conceptos y su necesaria complejidad, sino de jerga. Me opongo al gesto anti intelectualista de los que creen que todo se puede decir de manera transparente y sencilla.

Ojalá la próxima vez que me pregunten si soy lacaniana pueda contestar, sin pretensiones y cómodamente, “no sé”.

La dicotomía no es entonces “idioma lacanés /claridad” (porque además, el idioma lacanés se presenta a sí mismo como claro, transparente y preciso). Tampoco se trata del eterno debate divulgación sí o no (es muy lindo leer en el comienzo de las Nuevas Conferencias de introducción al psicoanálisis lo que dice Freud: que las conferencias están hechas para divulgarlo, pero que no le va a ahorrar al lector ningún esfuerzo, ni va a escamotear problemas, ni va a sacrificar nada en pos de una simplicidad). Creo que se trata del lugar que se asume en relación al decir y al saber: si se puede tomar la palabra sin saber anticipadamente qué efectos va a producir; qué tipo de consideración por el interlocutor se pone en juego, si se quiere producir una interlocución o si se prefiere hablar solos. Por otra parte, los dueños del saber se sostienen en la idea de que el otro no sabe nada, por eso les hablan como si fueran estúpidos: con jerga. Nunca se equivocan, todo lo saben, nunca trastabillan. Repiten un par de fórmulas en lacanés y listo: parecen psicoanalistas lacanianos.

Osvaldo Umérez, titular de la cátedra a la que ingresé hace muchísimo tiempo siendo todavía estudiante, me hacía preguntas que sigo pensando aún hoy que él ya no está. Una fue: “¿vos tenés muchos lapsus cuando das clase?”. Si uno toma la palabra desde el saber absoluto y pretende enseñar sólo lo que sabe, no se equivoca; pero al precio de ya tener todas las respuestas antes de que se formulen las preguntas (me acuerdo del horror que le provoqué a un Señor Profesor una vez que le conté que un estudiante me había hecho una pregunta y le contesté que no sabía la respuesta, que tenía que pensarlo). En cambio, si se toma la palabra desde la inestabilidad y la fragilidad de un saber que nunca es acabado ni acumulado, la posición que se asume es la de no saber del todo, es la de un saber que se agujerea a sí mismo, es la del que habla sin saber anticipadamente lo que dice, es la del que, en ese gesto, le da lugar al otro.

Me gusta mucho prestar atención a estas cosas y hoy puedo decir que sí, que tengo lapsus cuando doy clase, que esos lapsus forman parte de lo que intento transmitir aunque la transmisión no dependa de mí. Cuando se trata de pensar el poder que se anuda al saber, vuelvo a Barthes en su intervención al asumir la Cátedra de Semiología Literaria del Collège de France el 7 de enero de 1977 en la que recuperó el término sapientia: “ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor”.

Me importan estas cosas, quizás porque me ha llevado años sacarme de encima ese lastre, quizás porque aún no he terminado. Sacarse de encima los lastres de la pretensión de ser, pero también de parecer, lleva años de análisis y, aun así, no hay garantías.

No hace mucho, un amigo de mi hijo me preguntó si yo era lacaniana. Respondí de manera algo defensiva, reactiva y dubitativamente: “mmmn digamos que sí, aunque no hay un solo lacanismo y habría que ver qué es el lacanismo, bla, bla, bla”. El amigo de mi hijo entendió todo rápidamente e interrumpió mi explicación algo excesiva: “claro, es como el peronismo”. El estallido de risas fue inmediato.

Ojalá la próxima vez que me pregunten si soy lacaniana pueda contestar, sin pretensiones y cómodamente, “no sé”. 

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