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OPINION

Inventar nuevos oficios, hermandades y herramientas: el arte de vivir en un planeta dañado

Son cada vez más los vecinos y vecinas que se convierten en brigadistas forestales y se preparan para entrar y salir del fuego.

Maristella Svampa

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Hay un hermoso relato de Donna Haraway que se llama “Las historias de Camille”, que recomiendo a todo el mundo. Algo así como una maravillosa novela no desarrollada, en la que en apenas treinta páginas de ficción futurista la autora sigue a varias generaciones de Camille. No diré en qué año, pero en un futuro cercano, posible, la decisión de sumar una persona más en el mundo, de tener un hijo o hija, se toma de manera colectiva, en comunidades más o menos autosuficientes que han sobrevivido al colapso ambiental y demográfico, pero que continúan amenazadas por la extinción. Así, dice la autora: “El poder más preciado de este tipo de libertad es el derecho —y la obligación— que tiene cualquier persona, en estado de embarazo, de elegir un animal simbionte para el nuevo bebé. Todos los miembros humanos del grupo nacidos en este contexto de toma de decisiones colectiva vienen al mundo como simbiontes enlazados con criaturas animales en inminente estado de extinción, y, por ello mismo, con el patrón de relacionamiento de vida y muerte de los muchos otros con los que éstos se relacionan”.

Simbionte reenvía a simbiosis, concepto que tiene una larga historia, pero fue sin duda la notable y hoy recuperada bióloga Lynn Margulis quien le dio estatus científico al postular una teoría de la evolución no en base a la competencia o la supervivencia del más apto, sino a la cooperación entre organismos en un mundo interdependiente. Lo que Margulis demostró con la teoría de la Endosimbiosis es que los organismos  más pequeños, los microorganismos, lejos de comportarse como seres egoístas en un mercado, desde las más tempranas edades de la vida en la tierra desarrollan diferentes formas de cooperación para poder sobrevivir. “Animales y plantas son en realidad comunidades de organismos menos complejos (células y bacterias) que cooperan para sobrevivir”. He ahí el origen y la continuidad de la vida, lo que explica también su resiliencia, su capacidad de regeneración.

Este argumento fue retomado por Haraway (entre otros) en estos tiempos de colapso ambiental (llámese Antropoceno, Capitoloceno, o como la propia autora lo denomina, Chthuluceno) para destacar la importancia y la urgencia de desarrollar estrategias de cooperación entre humanos y no humanos, en un escenario en el que lo prioritario es elaborar/practicar el “arte de vivir en un planeta dañado”. Esto es, el arte de desarrollar técnicas, capacidades y herramientas nuevas para sanar y construir mundos habitables en un planeta cada vez más roto.

En estos días en los que asistimos y enfrentamos como algo ya cotidiano a los eventos extremos (olas de calor, olas de frío extremo, megaincendios, tornados, inundaciones, sequías, entre otros) se me ocurría pensar cómo el colapso ambiental va generando nuevos oficios y habilidades, impensadas unos años atrás, vinculados al arte de vivir en un planeta dañado. Por ejemplo, son cada vez más los vecinos y vecinas que se convierten en brigadistas forestales y se preparan para entrar y salir del fuego en el marco de incendios voraces que no solo se llevan puestas vidas humanas y propiedades sino millones de vidas no humanas y territorios completos, sea monte, humedal, sierra o bosque. No se confundan, no son bomberos, tampoco pertenecen al servicio de defensa civil; son brigadistas forestales comunitarios (con una importante presencia de mujeres), que salen a combatir el fuego y para eso se preparan, construyen una red logística, de corte comunitaria, de soporte y acompañamiento. Por ejemplo, en Córdoba, en las Sierras Chicas, hace poco conocí un conjunto de mujeres que comparten su carácter de brigadistas que literalmente ponen el cuerpo enfrentando los incendios –muchos de ellos intencionales– y que formaron un colectivo feminista muy potente y conmovedor, “Fuegas”, que coloca el cuidado y la sanación en el centro de la experiencia común.

También en un artículo reciente la periodista Laura Rocha escribió sobre el caso de una científica argentina, Paola Salio, investigadora del Conicet, que junto con otros especialistas del país y de Latinoamérica está armando un mapa de eventos climáticos extremos con la colaboración de las poblaciones afectadas y de las publicaciones en las redes sociales, los medios de comunicación y los “cazadores de tormentas”. 

Megaincendios que dispararon la creación de nuevas brigadas comunitarias que se preparan y enlistan para el cuidado de los territorios en peligro;  nuevos cazadores de tormentas que, lejos de ser aventureros del canal National Geographic, buscan avanzar en una metodología del pronóstico  basado en el impacto  “para intentar poner en marcha una acción temprana y poder mitigar el sufrimiento humano”. Nuevas habilidades científicas y ciudadanas puestas en juego para ir pergeñando estrategias de adaptación al cambio climático, que tanto afectan y afectarán aún más la salud, sobre todo de los seres más vulnerables, humanos y no humanos. 

Estos son apenas dos ejemplos pioneros, quizá muy distintos entre sí, pero unidos por la idea de la cooperación y del cuidado como núcleo ontológico-comprensivo de la supervivencia común. Claro que, en los tiempos demenciales que vivimos en Argentina, suena casi a ciencia ficción lejana, sobre todo ahora que tenemos un nuevo presidente que sentencia que el individuo y el mercado son la base de la vida social, que no cree en valores de la solidaridad, la cooperación y mucho menos de la justicia social; que no por casualidad es terraplanista respecto del cambio climático y, además, apunta a destrozar cualquier capacidad regulatoria de parte del Estado (más allá de sus falencias actuales).

Peor escenario no podría vislumbrarse. Si las clases dominantes en Argentina y los diferentes gobiernos siempre se caracterizaron por su ceguera desarrollista, su falta de comprensión de las problemáticas ambientales, su indiferencia por la crisis climática y sus consecuencias y por su apuesta lineal a la expansión de la fronteras de todo tipo de extractivismo, la asunción del gobierno libertario-empresarial de Javier Milei no hará entonces más que exacerbar y empeorar todas estas dimensiones. Por ejemplo, habrá más megaincendios, una ausencia total de políticas de adaptación y mitigación al cambio climático, y por supuesto, menos presencia y controles de parte del Estado.

Pero, más allá de la capacidad destructiva del nuevo gobierno, que es mucha, no hay que negarlo; no es posible relegar ni minimizar la importancia de las redes de solidaridad y cooperación frente al desastre vuelto sistema y horizonte, que hace emerger y potenciar eso que el escritor Marcelo Cohen llamaba “el tejido sano”. Porque no todo es individualismo, egoísmo ni mercado, el origen y la continuidad de la vida nada tiene que ver con eso. La urgencia de generar una agenda colaborativa de protección de nuestros bienes comunes, de adaptación al cambio climático y de transición ecosocial (esto es, de transformación productiva, alimentaria, energética, urbana) hará seguramente surgir nuevos oficios, nuevas hermandades, otras capacidades sociales. 

Es probable que, de tener futuro posible, en un futuro cercano todos y todas tengamos que ser simbiontes.

MS/DTC

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