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ANÁLISIS

Let’s Joe!

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Con la primera sangre que brotó de la piel, al retirar las agujas de las jeringas iniciales que habían clavado las dosis de las vacunas anti Covid-19, y con la jura en el Capitolio de Joe Biden como 46° presidente de EEUU, las dos monumentales cuentas regresivas de 2020 se estrenaron como las flamantes cuentas de la década. Let’s Joe! fue el miércoles el título de tapa del diario francés de centro izquierda Libération, al que los juegos de palabras le resultan irresistibles. Vayamos adelante hacia el futuro. Let’s Go! se llama una colección de libros de viaje que, en los años ’60, crearon estudiantes de la Universidad de Harvard. Y el futuro americano tiene cara de Joe, de político profesional septuagenario, católico y centrista.

Si en 2016 su rival, el republicano Donald Trump -privado este noviembre de un segundo mandato- había sabido surfear de pie las corrientes del cambio abisal de mareas de la sociedad norteamericana (según una imagen que pronto fue cliché( para llegar a la Casa Blanca, cuatro años más tarde Biden se dejó llevar sin resistencia, prisa ni pausa, por las mil rompientes de la pleamar de su partido y por los azares de una peste atípica que maldijo a su país, pero bendijo al candidato demócrata. Y, si el estilo de Trump guió a muchos liderazgos latinoamericanos, el destino de Biden parece, por el contrario, reflejarlos.

El paso del modelo (que hace lo que otros quieren hacer) al reflejo (que sin querer repite lo que otros hicieron) se veía en el final de la campaña presidencial de Biden, cuando Trump no lo dejaba hablar en los debates. Se vio apenas fue conocido el recuento de los votos, cuando Trump lo desconoció, y cuando tantas voces gritaron más fuerte que Biden que la elección había sido limpia. Y quedó por completo expuesto a una luz cegadora en los dos primeros días de la nueva administración. El Presidente dedicó prolijamente el miércoles a la salud, el clima y la migración y el jueves a la economía, mientras el Congreso anunciaba que, el lunes, entregaría al Senado la acusación en el juicio político a Trump para que condenara al ex presidente por incitar a la sedición. Esta segunda iniciativa de impeachment de los demócratas en la Cámara de Representantes, sí tendría éxito ahora después de la derrota electoral: quienes no habían logrado hacerlo caer cuando estaba en funciones, conseguirían que nunca vuelva a ejercerlas, porque la sentencia de alquitrán sellaría la proscripción política perpetua de Trump.

Fue una victoria del moderado Biden lograr la postergación del juicio político hasta febrero. Las componendas fuera de la mirada del público son una de las pericias de su carrera en Washington. Si esto lo malquistó con una vertiente más sanguinolenta de su partido, no vaciló en pagar este costo. Un impeachment en el Capitolio el tercer día de sesiones habría agriado el ambiente en un Senado en el cual los demócratas sólo tienen la mayoría por el desempate último del voto de la vicepresidenta Kamala Harris y cuya bonhomía bipartisana espera para gastar recursos del Estado en salud, vacunas, logística, y planes sociales y salvatajes económicos, y, si fuera posible, seguir gastando en cambio climático, reforma del sistema judicial y de las fuerzas armadas, renovada presencia internacional y giros en las políticas migratorias. Juró el miércoles. En la diplomacia de concesiones y promesas entre fracciones divisivas transcurrió el viernes. Un día ya menos ejecutivo que los dos anteriores para el nuevo Ejecutivo, el de un presidente que, en el discurso inaugural de su mandato, pronunció la palabra unidad más veces que los 45 anteriores.

La expectativa de que un presidente que ha ganado por respaldos partidarios que le aseguró su buena relación con jefes históricos y el apoyo de movimientos sociales que no conduce ni siquiera integra cumpla con sus programas ha sido en América Latina una de las constantes de la segunda década del siglo XXI, y lo es ya de la tercera. Crear un mañana prístino es un desafío que pueden abrazar sin segundos pensamientos, porque incluso si el cromo de la tarjeta postal choca con el puño de la vida real, el golpe ennoblece. Pero a cancelar y castigar el ayer son renuentes, y, como el proverbial Bartleby del cuento de Manhattan, preferirían no hacerlo, porque les traba los acuerdos para una agenda progresista. Cada uno a su manera, Iván Duque en Colombia, Alberto Fernández en Argentina, y, si triunfa en las elecciones del cercano 7 de febrero, Andrés Arauz en Ecuador, participan de este plexo de rasgos.

Mirado de más cerca, el reflejo es más nítido, y los rasgos, más complicados, a la vez más coincidentes. La mayor credencial de Joe Biden es haber sido por dos mandatos el vicepresidente de centro derecha de un presidente de centro izquierda, Barack Obama, el primer negro en la Casa Blanca. (Más negro que propiamente afroamericano, porque su madre es blanca, y su padre, un economista keniano –por lo tanto, no desciende de esclavos). De algún modo, como Luis Arce Catacora, que juró en noviembre como presidente, y que había sido durante años técnico ejemplar y eficiente ministro de Economía durante los gobiernos de Evo Morales Ayma, primer indígena en ser presidente democrático de Bolivia. En el caso del MAS (Movimiento al Socialismo) boliviano, el primer intento de hacer elegir presidente a un integrante de la familia política triunfó. Cómo será en el mediano plazo la convivencia entre el presidente blanco profesional y su vice indio David Choquehuanca está por verse: pueden anticiparse conflictos, pero no que queden irresueltos. Los demócratas impulsaron que Hillary Clinton, esposa del dos veces presidente Bill Clinton, y secretaria de Estado de Obama, fuera la primera mujer presidente de EEUU, pero perdió ante Trump. Fue Biden la revancha de la administración Obama, cuyo personal tiene abundante representación en la administración actual, convocado por el ex vicepresidente.

En los casos de Colombia y de Ecuador, Álvaro Uribe -un presidente conservador de derecha- dio su respaldo, hay que decir que no sin recelo, para que su ex ministro de Defensa Juan Manuel Santos se presentara como candidato de su espacio, ganara las elecciones y lo sucediera en 2010. Pronto se enemistaron virulentamente. Como Uribe fue dos veces presidente, no puede postularse. Si el experimento fue explosivo con Santos, espera, todavía, que sea fructífero con Duque, a quien logró trasladar su caudal político para que ganara las elecciones en 2018. Uribe quiere cambios en la Justicia, de personas y de normas, porque teme a los tribunales que investigarán el terrorismo de Estado en la lucha contra las guerrillas, según se estableció en los acuerdos que Santos firmó con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) . Pero Duque, como jefe de Estado, debe demostrar ante la ONU y los garantes multilaterales de esos convenios con la ex guerrilla más antigua de América que él es capaz de mantener sus términos, y de ponerlos en vigor. Parte del gabinete de Duque son hombres de Uribe, funcionarios que no funcionan. Duque era un senador muy joven cuando fue elegido presidente, pero el prestigio de un pasado mejor -común en todos estos casos- empieza a desgastarse, sin que consiga compensarlo con la adquisición de nuevo valor.

En Ecuador, la fábula de los dos sucesores está en curso de llegar al mismo desenlace provisorio. Rafael Correa pensó en 2017 que tenía en el actual presidente Lenín Voltaire Moreno al heredero perfecto, pero pronto el gobierno de su aliado y amigo se volvió el de su fiscal y perseguidor. Fue condenado por corrupción in absentia y está exiliado en Bélgica. Si el candidato que impulsa, Arauz, es elegido presidente, un interés prioritario de Correa serán reformas judiciales, e investigaciones en los tribunales del gobierno que termina y que él hizo nacer. El pasado pesa cada vez más en partidos y frentes progresistas a los que antes sólo parecía mover la tensión dirigida hacia el futuro.

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