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OÍD EL RUIDO Opinión

Litto Nebbia, una reivindicación

Litto Nebbia, circa 1975.

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Ahora que la figura de Alberto Fernández ha adquirido la carnadura política de un holograma (titilante), se ha abierto un espacio más propicio para escuchar, sin sus apologías, la voz de Litto Nebbia. A lo largo de casi cuatro años, el presidente lo invocó con desatino. Hizo de la glosa un nonsense del lenguaje estatal. Fernández tomó la guitarra en ejercicio del poder y convirtió “Solo se trata de vivir” en rito evangélico del optimismo. Le asignó además públicamente a Nebbia un papel de un Yoda, decisorio en la construcción de su subjetividad y algo más. Llegó a contarle al ocurrente animador Tomás Rebord que no había aprendido la ética, pongamos, con Aristóteles, San Agustín, Spinoza, Kant o Nietzsche. No, habían sido las canciones del rosarino las formadoras de sus ideas sobre el bien y el mal (y, por lo tanto, nos invita a inferir, el sustrato sonoro de sus decisiones ejecutivas). Cosm(ética) de las autorepresentaciones. En fin.

Lo cierto, lo relevante, es que Muerte en la catedral ha cumplido medio siglo. Y es acaso de lo mejor que ha grabado junto con Melopea, en 1974. Dos de los tesoros de las últimas décadas de la música popular argentina de las últimas décadas. Muerte en la catedral es un documento de época y, también, un objeto que toma distancia de la misma e invita a su recuperación crítica. Nebbia tenía entonces 25 años y se había separado ostensiblemente de su origen musical, es decir, Los Gatos. Sus tiempos de formación fueron veloces, acompañados del jazz (John Coltrane, Miles Davis, Cannonball Adderley), la figura tutelar de Rodolfo Alchurrón, la MPB brasileña y una curiosidad siempre a flor de piel. Ese Litto era a su vez un joven atravesado por la lectura (“y yo duermo aquí en medio/ de los libros que no he leído”, canta en el primer tema del disco, “Vals de mi hogar”). Esa voluntad de ilustración lo lleva a encomendar el arte de la tapa a Pérez Celis. Una pata en el rock, pensado en su ecuménica amplitud, y otra afuera, en alianza rítmica con el contrabajista Jorge “Negro” González y el baterista Néstor Astarita, dos emergentes de la escena jazzera. El álbum fue grabado en apenas 40 horas en los estudios de RCA y en ocho canales, toda una novedad para Nebbia que supo aprovechar para darle frescura y precisión. Contó con algunos invitados de lujo, como Gustavo Moretto (trompeta y trombón), Bernardo Baraj (saxos y flauta), Ciro Fogliatta (piano y órgano) y Roque Narvaja (guitarra eléctrica).

El cincuentenario de Muerte en la catedral coincide con un libro más que pertinente. Reflexiones de un hombre singular es una larga conversación de Nebbia con el periodista Pablo S. Alonso. A través de sus páginas nos encontramos con un Litto reflexivo, desplegando un capital cultural que acumuló a lo largo de los años y que se desgrana entre preguntas e intercambios infrecuentes sobre autores, contextos, técnicas de grabación, coyunturas, escrituras e influencias. “Nunca sabremos las razones de los que dicen esto”, barrunta en relación a aquellos que, como en esta columna, rescatan los discos del 73 y 74 por encima de una obra incesante y a veces discutible. Y recuerda que tanto Muerte en la catedral como Melopea fueron “subestimados” al editarse y solo “sobrevalorados” a la distancia. “Creo que sucede lo mismo con el álbum Artaud de Spinetta. En su momento, Luis no tenía la mínima posibilidad de cantar esas canciones a público lleno, y ahora, todo el mundo leyó Artaud. Así es Buenos Aires”.

Muerte en la catedral nos sigue seduciendo desde el primer corte, el citado “Vals de mi hogar”. Prueba elocuente de que Nebbia podía ser un muy buen letrista (¡a los 25 años!): “Allí está mi camisa arrugada sobre la silla/ allí están los bizcochos y el mate sobre la mesa/ y aquí está mi cuerpo extendido/ dando tiempo a la poesía”. Un comienzo folky de inmediato desmentido por la armonización y el tipo de acompañamiento. El órgano Hammond llena el espacio, es el instrumento que sutura mundos dispersos y sostiene la constatación del canto: “porque la primavera robó el verano”. El  scat tan nebbiano es ya acá una marca, silabeo aun entrañable.

Primaveras y veranos. Lo estacionario estaba también definido por las palabras que podían decirse públicamente. Matar era una. Que el verbo fuera el equivalente a la ponderación en la jerga juvenil (“este disco mata”) es uno de los fondos sin fondos de ese periodo tan complejo y que corre peligro de ser pasado por el raso de un revisionismo procaz si se cumplen las profecías de los encuestadores respecto a las elecciones del 22 de octubre. El título del disco que revisitamos lleva esa marca temporal en el sustantivo. Y no solo eso: en la muy roquera “Dios es más” se sueña, “entre bostezo y bostezo”, con Lady Macbeth, epítome shakesperiano de la violencia alucinada. En cuanto a su segundo corte, “El revolver es un hombre normal”. ¿Podría haberse llamado “La normalidad de un hombre con revólver” y el orden de los sintagmas no alteraba el significado? Muerte en la catedral llegaba a las disquerías cuando Mario Eduardo Firmenich, en una entrevista de setiembre de 1973 a El Descamisado, la publicación oficial de Montoneros, decía que el poder político brotaba de la boca de un fusil.

El jactancioso Pepe, de la misma edad que Nebbia, no tenía a su música en el radar (lo suyo había sido en su formación el folclore de vetas nacionalistas, Roberto Rimoldi Fraga, para ser más específicos, como he tratado de demostrar en mi ensayo Llevo en mis oídos). La sentencia le pertenecía a Mao Zedong, quien invocaba la fuerza del fusil, a secas, como parte de un comentario sobre la guerra civil en China, reactualizado en 1938 a partir de la invasión japonesa. En los sesenta se incluyó el discurso completo en sus Obras escogidas, en el apartado “Problemas de guerra y estrategia”. La frase adquiere sin embargo dimensión mundial a partir de su inclusión en el Libro Rojo de Mao. Un compendio de aforismos que hacía hablar a parte de la intelectualidad de izquierda. Si se repone toda la oración, adquiere un matiz que Montoneros pasaría por alto. “Nuestro principio es que el Partido comanda el arma, y nunca se debe permitir que el arma mande al Partido”. En boca de Firmenich aquello del caño como fuente emanadora del poder anticipaba tormentas. José Ignacio Rucci, en aquel setiembre, ni más ni menos. Problemas de estrategia. Y ese es el trasfondo latente de la canción de Nebbia, un joven que, le recuerda a Alonso, iba entonces de la ficción a la “literatura política” con total soltura. Litto canta contra toda ilusión: La humanidad no fue lo que yo esperaba/ Ni siquiera lo que mi conciencia dictaba/ Larga es la realidad tan corta la justicia

El peso de semejante constatación (“un poco hablo de que existe siempre un desequilibrio entre la realidad y la justicia… socialmente asistimos a hechos violentos que mucha gente termina aceptándolos”) se reviste de un enérgico e inusual arreglo que lleva el perfume de Blood, Sweat & Tears, Frank Zappa y el wah wah que es parte de su ADN en Waka/Jawaka y The grand Wazoo, como le señala su entrevistador. Pero también habría que mencionar a Alma y vida, grupo traductor, en definitiva, de Blood, Sweat & Tears. “Le pasaba las melodías a Moretto -muy buen músico y un tipo abierto- y él las escribía y ajustaba tímbricamente para las voces que se armaban”. Llama la atención el solo de Narvaja, de cierto perfume harrisoniano. Y lo político, entre esos cruces de cruces, que se vuelve un comentario sentimental. Tu amor no fue lo que yo esperaba/ Ni siquiera lo que mi angustia deseaba.

Tenía, repito, 25 años. Solo basta repasar qué hacen los pibes de edades similares en estos momentos de dispersión para dimensionarlo (los 50 años que los separan se igualan en una pasmosa cifra: los argentinos tenemos el mismo poder de compra que en 1973 y más de 40% de pobres).  Lo que sigue es “Señora muerte”. Y si bien Alonso la pone en relación con “La mort”, de Jacques Brel, “Canción para mi muerte”, de Sui Generis y “Balada para mi muerte”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, Nebbia se separa de ese corpus. Se siente -insólitamente- más cerca de “Siete notas de amor”, de Los Panchos y “Calendar Girl”, de Neil Sedaka. Las referencias de Nebbia eran amplias, muy amplias, y ajenas para muchos de sus compañeros de ruta. Hablamos de un melómano vampiresco (indagaciones que lo pasearon por discotecas y hemerotecas para esculpirlo: no podríamos decir lo mismo de Fernández, un fan sin indicios de la enciclopedia portátil de su admirado cantautor: me cuesta imaginarlo escuchando al Coltrane de Ascencion).

“Señora muerte” se destaca por su melos. El arreglo remite a la MPB brasileña. Al interior de la letra cohabitan el derrape y el hallazgo. Ahora sé que mi muerte será igual que una canción/ Con todo el desarrollo de la composición. Una muerte, añade, lánguida y optimista, cual séptima mayor. Desliz del cual nos sobreponemos gracias a la encantadora sobriedad de la sección Intermedia. Piel de durazno/ Escalofríos/ Gajos de fruta/ Semen/ Fruta madura/ Polen compartido/ Árbol fecundo/ Que desenmascara el amor pródigo (Spinetta sería más austero y radical en “Por”, ese mismo 73, puro sustantivos. En un punto, secretamente, ambos dialogan).

Hay algo en “Señora muerte” que definirá la carrera de Nebbia. La inspiración y el tropiezo. Cara y seca de un larguísimo repertorio que oscila entre la búsqueda y el automatismo. Muerte en la catedral se inclina hacia el primero de los polos. Cómo no sorprenderse ante la factura de “El otro cambio, los que se fueron”, desde el mismo instante que se despliegan los arpegios iniciales sobre el piano.  “Todo está en orden/ como es costumbre”. ¿No es acaso el reverso de lo normal? “Si algo ha cambiado, eso es nosotros/ El otro cambio, los que se fueron”. Perplejidad ante las partidas y, además, una manera de evitar la palabra clivaje, ¿no? Hay algo de nostalgia tanguera también (“el mismo humor con aire grotesco” que “sigue sonando en los cafetines”). Y una certeza sobre el “ayer” que castiga. “Muchos lo veían como un tema raro”. Su título original, nos enteramos por el libro, era “Tiempo de Arlt”. Por entonces, Litto estaba “muy metido” con Los siete locos, Los lanzallamas y El amor brujo. Qué bien canta Litto acá, hasta en sus arrebatos en el registro agudo. Las cuerdas sostienen ese salto e irrumpe el trombón de Moretto con la melodía del estribillo. Una joyita. Pasen y escuchen.

Este álbum incluye, además, las primeras colaboraciones de Nebbia con la poeta Mirtha Defilpo, cuya impronta será crucial a partir de Melopea. Ella estampa su firma en “Mendigo de la luna” y “La operación es simple”. En cuanto a la primera, sobrevuela el fantasma de McCartney, aunque Litto dice haber preferido siempre a Lennon. Esos gustos, como ya se ha visto, no eran exclusivos y por eso la canción deja un abanico de mayores indicios, confesados por el mismo Nebbia: Burt Bacharach, Tom Jobin, Brian Wilson, la versátil ¡Laura Nyro (muy popular en EE.UU, muy desconocida en Argentina)! y, tempranamente, Milton Nascimento. La suya, insistimos, era una oreja amplia y gozosa. El modo de metabolizar esa experiencia en pocos minutos. El texto es atravesado por el mismo vector de buena parte del disco: Condenado estoy por vida/ A ser muy sabio y tan triste/ Voy a morir/ Voy a morir, apresado.

Lo que nos lleva a la canción que le da el nombre al vinilo. Canción que funciona, otra vez, como sutil refutación de aquel presente. Dicho de otra manera: lo que quedaba de optimismo después de que se desatara la furia entrópica en Ezeiza e irrumpiera con más elocuencia el culto a las armas. ¿Canción augur? Su autor llegó a decir que detrás de “Muerte en la Catedral” se esconde una certeza: “nadie tiene más fe”. Si nos apegamos a las propias expresiones de Nebbia, podría pensarse en espejo negativo de “Yo tengo fe”. Ahí donde Palito Ortega avizoraba que todo cambiaría, los hombres, de modo beethoveniano cantarían una canción universal a medida que se avanzaba hacia un “mundo de justicia” (olvídense por un momento de las posteriores derivas del tucumano, esa canción reflejó como ninguna, desde fines de 72, el horizonte de expectativas antes de la pesadilla), Litto oteaba un confín de amargura. “La gente protege su vida/ Siempre en nombre de Dios/ Y el pájaro negro anuncia en su vuelo/ Un tiempo de tormenta”. Cielo bruno, entonces. “Y la espada brilla/ Ante la caída del rayo”. Todas las premoniciones son de espanto. “El clarín estalla/ En la tarde esta vez/ Porque no habrá epopeya”. ¿Quiénes podían detectarlo? “Muerte en la catedral” languidece apegada al rock con su acompañamiento pulsado del bajo y la guitarra, y la pregunta sobre una posible salvación. “¿Cómo haremos?”. El saxo la desdibuja porque no había nada a mano para responder al interrogante. Y ese “cómo haremos” nos vuelve con su perplejidad, como si los años no hubieran transcurrido o se mordieran la cola. Si: algo no ha cambiado. Hubo repetición.

Ya sobre el final, “Señora vida”, una confesión de partes. “Hago lo mejor que puedo”. Vaya si lo hizo en este caso. El disco es un acto de consecuencia.

AG

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