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Maldita vecindad y otros laberintos entre Estados Unidos y México

El general Salvador Cienfuegos, ex ministro de Defensa de México, fue espectacularmente arrestado en Los Ángeles en octubre pasado, acusado de colaborar con el cartel H-2 en el trasiego de heroína, cocaína y metanfetamina hacia el mercado norteamericano.

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Atribuyen (erróneamente) al dictador Porfirio Díaz el fértil epigrama según el cual México está demasiado lejos de Dios y demasiado cerca de los Estados Unidos. La extrema cercanía denuncia algo más pecaminoso que la contigüidad cartográfica. México ha sido sistemáticamente prudente en nunca ofender a Washington, y aun galantemente obsequioso con el Departamento de Estado. Estos untuosos buenos modales le han ganado el triunfo más difícil en las relaciones internacionales, y humanas: la confianza. La certeza gringa de que jamás estallará un conflicto alentado por el gobierno mexicano, le ha ganado a este, paradójicamente, una libertad de acción singular en el contexto del hemisferio occidental. En el siglo XX e incluso en el XXI, las políticas de Estado mexicanas sobre la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el socialismo y el comunismo, el nacionalismo y las nacionalizaciones, la revolución en Cuba –que acaba de ser nuevamente incluida en la lista de países patrocinadores del terrorismo por el Departamento de Estado- y su recapitulación bolivariana en Venezuela, no significaban para Estados Unidos un test según el cual medir la calidad de las relaciones bilaterales.

Cuando Donald Trump inició su presidencia cumpliendo la promesa electoral de avanzar en la construcción del muro en la frontera sur y de perseguir a sangre y fuego la migración no autorizada, la respuesta del presidente mexicano Enrique Peña Nieto fue invitarlo a México: la invitación que fue aceptada significó el primer viaje al exterior del presidente número 45. Cuando los resultados electorales de noviembre no le dieron a Trump la clara victoria que esperaba para su reelección, el nuevo presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, se abstuvo de felicitar al rival demócrata Joe Biden, y, con un argumento legalista, dijo que dado que se habían presentado objeciones judiciales a los tribunales, no iba a ocupar el lugar de la Justicia norteamericana, y esperaría a su veredicto para acogerse a él. No avanzó mucho más después: el presidente mexicano añadió que, si asumía Biden, estaría encantado llegado el momento de ponerse manos a la obra con él en la agenda bilateral y regional. Aun así, no irá a la ceremonia de asunción. A diferencia de otros líderes americanos bien dispuestos a expresar opiniones edificantes sobre el asalto de los revisionistas electorales al Capitolio, López Obrador se abstuvo de pronunciarse -hacerlo sería a los ojos mexicanos intervenir en la política interior de otro Estado- y se limitó a lamentar la pérdida de vidas humanas. En cambio, condenó enérgicamente la decisión de Twitter, Facebook, YouTube de cerrar las cuentas de Trump. Argumentó que esta no es una cuestión doméstica, es una cuestión universal, de derechos humanos: decidir que lo que va a comunicar el Presidente es dañino, y someterlo a censura previa, significa un gravísimo ataque a la libertad de expresión, que debería regular el Estado y no decidir la empresa privada. “Es un regreso a la Inquisición”, definió el Presidente en un discurso sobre el tema. El vocero presidencial Jesús Ramírez tuiteó “que es urgente un debate sobre la democracia y el rol de las empresas que regulan las redes sociales”. No es en el republicano Trump donde la coalición de gobierno de centroizquierda mexicana encuentra las más claras y peligrosas proclividades hitlerianas.

Orgullo y prejuicios

La descontada voluntad componedora y el exhibicionismo en la adhesión a la no interferencia presupone una reciprocidad de estos estándares, y en la libertad de sus decisiones el gobierno mexicano sabe bien sobresaltar a la opinión pública norteamericana: porque revela hasta qué punto son inconexas las ideas y creencias a uno y otro lado de la frontera, y cómo el sentido común norteamericano no es la primera opción mexicana a la hora de decidir qué hacer o qué creer. La prensa norteamericana informó con escándalo el viernes que la Justicia mexicana no presentará cargos contra el general Salvador Cienfuegos, ex ministro de Defensa, quien había sido espectacularmente arrestado en Los Ángeles en octubre pasado, acusado de colaborar con el cartel H-2 en el trasiego de heroína, cocaína y metanfetamina hacia el mercado norteamericano. La DEA había presentado el caso como un golpe decisivo contra el narcotráfico. Pero después, en respuesta a la presión diplomática mexicana, el Departamento de Justicia había levantado los cargos y permitido que el general volviera a México para ser investigado y juzgado allí. En suelo mexicano nunca fue arrestado ni privado de su libertad, y el jueves por la noche la Fiscalía General de la República dictaminó que, tras analizar todo el material que habían aportado las agencias norteamericanas, no existían vínculos entre el militar y los carteles. Según los medios norteamericanos, la decisión responde al pacto corporativo de impunidad entre el gobierno y el Ejército. Es cierto que las Fuerzas Armadas consideraban a Cienfuegos un soldado honesto, y es cierto que los medios mexicanos no lo pintaban como adalid de la corrupción. El dictamen de la Fiscalía mexicana parece fundado en derecho, y la acusación norteamericana en salvaje conjetura. Miles de mensajes de Blackberry interceptados a los narcos hablaban de una figura siniestra llamada el Padrino y a pesar de que los mensajes nunca lo decían, la DEA había inferido sin admitir prueba en contrario que el Padrino no podía ser otra persona que Cienfuegos.

 

Justicia militante

El proceder de los tribunales norteamericanos aquí evidenciado es poco excepcional. Si el Ejecutivo y el Legislativo ya no lucen como el modelo limitado pero en sus propios términos sin falla de democracia liberal que renueva sin irregularidad ni contestación sus autoridades electivas, tampoco el Poder Judicial es hoy la institución donde el imperio de la ley está por encima de las concepciones políticas urgentes de qué es justicia legítima. Cuando los trumpistas hacen del ‘Nos robaron la elección’ su grito de batalla, no se refieren a que haya habido un fraude electoral masivo en el cual se robaron votos a Trump y se le dieron más a Biden. Es un reclamo más sistémico, y menos injustificado. Las nuevas reglas que muchos estados se dieron, con la justificación de la pandemia, sobre el voto postal y el voto anticipado, fueron aprobadas por las Legislaturas y las Cortes estaduales. Los abogados republicanos presentaron una demanda pidiendo que, dado que de esas normas iba a salir quién sería el próximo presidente, debían ser también examinadas por la Corte Suprema. Esto no ocurrió, e inconsistencias legislativas, a los ojos republicanos, fueron celebradas y apoyadas sencillamente porque dañaban a la reelección de Trump. La decisión de la Fiscalía mexicana concurre aquí: también en el caso de Cienfuegos la Justicia había aceptado pruebas, y, peor aún, había aceptado interpretaciones como pruebas, sólo porque tenían el mérito de ser dañosas para el acusado. 

Contra la DEA, a favor de Assange

Un mes atrás, el gobierno mexicano ya había dado otra respuesta a la cuestión. López Obrador había presentado un proyecto de ley de limitación de la cooperación mexicana con la DEA, que después de ser aprobado por el Senado, fue sancionado como ley con abrumadora mayoría de 329 contra 98 votos en Diputados. Por los mismos motivos –ideologización y militancia política de una labor presuntamente técnica- ya la DEA había sido excluida de operar en suelo boliviano por el gobierno de Evo Morales, y vuelta a llamar por el golpismo. La clase política mexicana reaccionaba cercenando una colaboración que ya había sido cercenada por la propia DEA, porque la inteligencia nacional nunca había sido informada de las ‘investigaciones’ para incriminar a Cienfuegos. A partir de la ley, ninguna fuerza de seguridad mexicana puede reunirse con agentes de la DEA o del FBI sin permiso expreso de las autoridades federales, y debe dar cuenta de cada reunión. La clase política temía que las agencias norteamericanas estuvieran espiando sistemáticamente en México sin dar cuenta de esta actividad ni de los resultados de esta actividad. Es por ello que las pruebas presentadas por la justicia estadounidense son comunicaciones por Blackberry del otro lado de la frontera.

Si con la ley de quita de colaboración con la DEA López evocó a Morales, con otra iniciativa evoca al ecuatoriano Rafael Correa. Cuando diez días atrás un tribunal británico denegó la solicitud norteamericana de extradición para Julian Assange, el responsable de WikiLeaks, López Obrador le ofreció asilo seguro en México. Assange había encontrado refugio en la embajada de Ecuador en Londres en 2012, y por la reacción del gobierno de Lenín Moreno contra su predecesor había sido expulsado de la sede diplomática en 2019, y a partir de entonces estuvo en la cárcel. En las elecciones presidenciales de Ecuador, el 7 de febrero, las primeras de este año en América Latina, el economista Andrés Arauz, candidato de la coalición Unión por la Esperanza, heredera de Rafael Correa, enfrenta al banquero y empresario derechista Guillermo Lasso, de la alianza Creo, al que los sondeos dan como ganador. 

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