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LOS CUADERNOS DE INVIERNO

El mantra de Fabio Zerpa

Fabián Casas Cuadernos de invierno

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Fogwill me llamó y me dijo que fuera urgente a la esquina de Pueyrredón y Córdoba que se iba a encontrar con el Turco Saer. “Traé tu librito para darle uno”, me dijo. Mi librito era Tuca, unos 15 poemas que había rescatado de unos ochenta que escribí en los noventa. Cuando llegué estaba Fogwill con algunos de sus nuevos hijos y Saer, en camisa y sandalias. En la mesa estaban unos sandwiches de miga y una botella de champagne. Fogwill me presentó, le estreché la mano a Saer y Quique me dijo en voz alta “Dale el libro”. Yo lo tenía encima, en el bolsillo interior de mi campera (pero ¿por qué tenía una campera si Saer y Quique estaban en camisa, debería hacer calor, ¿no? ¿Tal vez para esconder el libro, tal vez porque encontrarme con Saer me daba frío?), pero a último momento había decidido no dárselo. Pero cuando Fogwill me dijo eso me pareció descortés así que lo saqué y se lo dí. Saer lo miró unos segundos y lo dejó caer en el espacio que había entre su pierna derecha y la silla. A lo largo de la hora que estuvimos charlando, el libro se fue deslizando hacia su nalga y debería estar aún ahí, en esa silla, si no fuera porque Saer en algún momento volvió a París, de donde vienen los bebés,  y el bar de la esquina ya no está más y alguien debe haber desarmado el local, acumulado las sillas una arriba de otra y, posteriormente, las debe haber vendido o llevado a otro local.

Pensé en Saer hoy porque tomé un taxi y el tachero me decía que durante la pandemia se había equivocado con un par de cosas, me decía “cosas”, no era preciso y que esa situación casi lo había llevado a la ruina económica y me decía que se había dejado tentar por “el de abajo”. Estábamos en una avenida Córdoba embotellada por la hora pico y el tachero me dijo: “¿No te molesta si agarro una lateral, vas a ver que llegamos más rápido?”. Y así fue. El tachero me dijo que le molestaban esos taxistas que no conocían las calles, los atajos y que le hacen perder el tiempo a los clientes, llevándolos lentamente, a paso de hombre. Le conté que Piqui Caravario, un amigo mío, decía que los tacheros deberían tener un cartel en la puerta que diga “Tengo cambio y conozco las calles” y que el que lo ponga primero se hace millonario en pasajeros. El tachero se rió.

Mi amigo Piqui, que tenía la singularidad de tener un padre, Héctor Caravario, que leía a Saer con pasión, cuando se iba a tomar un taxi, decía: “Voy a buscar un peñarol”.

Pensé en Saer hoy porque el tachero me dijo que con su mujer vivían en la provincia en un barrio donde hacía mucho frío y que se iban a acostar vestidos y con guantes ya que tenían una estufa que no funcaba. Intentó comprar una salamandra pero estaba carísima “quinientos palos” y que por suerte un herrero de su cuadra le hizo una por quince mil pesos. Y que él gastó unos tres mil más en ponerle los caños de conexión y que ahora la casa está templada. Cuando le dije que había tenido suerte en encontrar un herrero que trabajaba tan bien –el tachero ponderó el funcionamiento de la salamandra como tres cuadras- me dijo: “Me lo mandó el de arriba”.

Cuando llega ese miedo invisible, esa angustia sin objeto, recuerdo un mantra que me pasó Fabio Zerpa

Mi amigo Piqui me dijo el otro día, cuando lo vi para comer unos ñoquis que hizo nuestro amigo Mariano, que los días feriados le producían una sensación de amenaza. Lo cual me hizo pensar en Saer, que usa precisamente esa palabra para describir el desmoronamiento psicológico de Tomatis en la genial novela Glosa: “Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche , justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado, que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas, está casi intacta, como si acabara de entrar en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, inesperada, ni bien abre los ojos, sin razón aparente, ya se ha instalado en él, como otras veces, indefinible, y ensombrecedora, la amenaza”.

En los papeles de trabajo que se publicaron después de la muerte de Saer, se transcribe una parte de una anotación que parece provenir de un diario del escritor: “Hoy tuvieron que llevarme al hospital. Electrocardiograma y todo. Me acompañaron Antonio Di Benedetto y un profesor de la Soborna y después vinieron a buscarme Guido y Michel. En lugar de ir al banquete de escritores latinoamericanos, donde me dio el soponcio (como lo bautizó Antonio), fuimos, cuando salimos del hospital, con Guido y Michel, a comer al Front Page, en la Rue San Denis. Sol espléndido, hermosas mujeres. Irrealidad. En el auto me había echado a llorar. Ahora estoy solo, a la luz de la lámpara, escribiendo esto, por escribir algo, tan perdido y cansado”.

Pensé en Saer, hoy, porque he tenido días de esa amenaza invisible. Ese miedo que no parece acudir por algo concreto. Ese terror chirle que hace que ir de la cama al baño parezca una empresa imposible. Pienso en Victoria, en medio de la nieve, tan lejos de mí, pienso en la derrota de tantos hermanos cuando cae la tarde.

Cuando llega ese miedo invisible, esa angustia sin objeto, recuerdo un mantra que me pasó Fabio Zerpa. Me inició en los afanes de la Ufología un amigo cuyos padres tenían un quiosco de golosinas en la esquina de mi cuadra. Fabio Zerpa era amigo de mi papá porque ambos habían querido ser actores. A Zerpa, según su leyenda personal, se le cruzó un ovni y le cambió la vida. Mi papá me llevó a ver una de sus conferencias y, después, a charlar con él en su camarín. Yo debería tener diez años. Le pregunté si los extraterrestres eran malos. Me dijo que no. Que los extraterrestres venían a la tierra para protegernos, para guiarnos. Le pregunté cómo hacían para comunicarse con nosotros. Me dijo que los extraterrestres tenían un aparato que usaban como traductor y que podían hablar todas las lenguas del mundo. Le pregunté si él no se había asustado cuando tuvo su encuentro cercano con esos seres del infinito y más allá. Me dijo que cada vez que los extraterrestres trataban de contactarte, aparecía primero una voz robótica que decía: No temer no temer no temer no temer. Y desde entonces, ese es mi mantra cuando aparece, como dice Piqui, como escribe Saer, la amenaza.  

FC

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