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¿Por qué mentimos al decir la verdad?

¿Por qué mentimos al decir la verdad?

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De un tiempo a esta parte me preocupa el modo en que, cada tanto, se vuelve viral un material audiovisual (pero también una imagen sola, o una frase sacada de contexto) y, ya está, a partir de ahí, todas y todos opinamos en función de “lo que se ve”. Ahora bien, ¿qué clase de persona es la que cree que ve? ¿Qué clase de relación con la realidad tiene quien puede desprender conclusiones de los “hechos” que percibe? ¿No es hora de poner en cuestión los riesgos a que nos expone la percepción?

Hay un modo básico de pensar la relación con la realidad: los hechos ocurren y solo se trata de percibirlos. Así es que hay quien dice “los hechos son los hechos”, pero ¿es lo mismo que esta frase la diga Aristóteles o la utilice Stalin? En este punto, el recurso a los hechos puede revelar no solo intenciones diferentes, sino que esos mismos hechos se pueden modificar en función de quien hable.

Los psicoanalistas pasamos una buena parte del día escuchando hechos; pero ¿qué escuchamos en el relato de los hechos? A quien habla, sobre todo para situar la relación íntima que tiene con la evidencia: ¿necesita los hechos para justificar alguna acción? O, tal vez, ¿los requiere para que se reconozca un dolor que aún no se puede nombrar de otro modo? Esto no quiere decir desconocer la realidad de los hechos, porque incluso es un tipo de relación con la evidencia la expectativa de que esos hechos sean indubitables. Esto es lo que, por lo general, llamamos “verdad”. Hablar para decir la verdad también es un tipo de enunciación y un modo de hablar. En efecto, los “discursos de la verdad” organizan una parte importante de nuestros discursos cotidianos y, por cierto, con este tipo de pretensión es que hicieron de la realidad algo bastante aplastante y cada vez más más delirante.

En cualquier lugar siempre hay alguien dispuesto a hablar para decir cómo son las cosas, sino cómo deberían ser. El pensamiento devenido consigna, slogan, tuit que baja línea, es el pan de cada día en nuestra sociedad. Y en este concierto de verdades que se vociferan, se pierde la dimensión de la palabra, la pregunta por quién habla, por cuál es su posición respecto de lo que dice; hoy en día se habla y se habla, se repiten frases más o menos ingeniosas, pero nadie escucha. Cada quien se pronuncia con verdad y espera adhesiones, que se nos crea por el solo hecho de hablar, mucho más si esa verdad se comunica con indignación; pero a nadie se le ocurre pensar que la verdad se puede decir para seducir, para lastimar o, incluso, para mentir

Si escuchar es el primer paso del pensamiento, para restituir el carácter de diálogo de la palabra –para no olvidar que hasta la verdad supone a alguien que la dice–, pienso que el psicoanálisis es una práctica en la que no se puede afirmar livianamente que “los hechos son los hechos”. A veces se dice que el psicoanálisis busca responsabilizar “de más” a las personas, que se “hagan cargo” de los hechos; pero no creo que esto sea así, porque esta actitud sería equivalente a decir: “Estos son tus hechos” –otra versión de los hechos son los hechos. Más bien creo que el psicoanálisis interroga los hechos, no para ponerlos en cuestión, sino para buscar a quien habla. 

En este concierto de verdades que se vociferan, se pierde la dimensión de la palabra, la pregunta por quién habla, por cuál es su posición respecto de lo que dice; hoy en día se habla, se repiten frases más o menos ingeniosas, pero nadie escucha

Por ejemplo, hace unas semanas un amigo tuvo una entrevista laboral. Estaba algo decepcionado, porque le dijeron que esperaba cobrar mucho y no estaba tan capacitado. Cuando me lo contó, con tristeza, se me ocurrió decirle que de la misma manera podría decirse que los empleadores habían dicho que querían pagar menos por un especialista, es decir, que su propuesta decía algo sobre ellos y no solo sobre él. En este punto, él me comentó que no lo había pensado. Por cierto, si lo estábamos hablando era porque era el principio de empezar a pensarlo. Entonces, mi amigo me contó algo que otras veces ya habíamos charlado: que la decepción es un modo en que él reconoce los hechos, que es cuando se siente triste que logra tomar ciertas decisiones –no siempre las mejores.

Mi amigo no es la única persona que conozco que necesita sentirse desechable para, luego, tomar algún tipo de decisión. Mi amigo se enoja, pero una mujer que conocí hace unos años, me contó otra situación. Ella hablaba de su pareja, de que le molesta que él lleve el teléfono al baño, porque no puede dejar de pensar que la está cagando. En este punto, independientemente de lo que él haga con el teléfono, lo cierto es que los celos de esta mujer eran una buena manera de no saber que él cagaba –aunque lo supiese de manera consciente, pero eso no vale nada-. Ahora bien, la pregunta en este punto es por qué ella responde con un síntoma –que el otro la desprecia– cuando siente que su pareja está en otra, ¿no es ir al baño uno de esos actos solitarios en los que la relación con otro necesita un compás de espera? 

En este punto, me importa decir que las dos referencias anteriores no valen porque hablen de tal o cual cosa, justamente no dicen nada sobre hechos, ni sobre las personas que los narraron; más bien atraviesan los relatos para ubicar cómo la palabra, cuando se presta al diálogo, desagrega lo sucedido para establecer el modo en que una vida no se cuenta a partir de detalles íntimos

Podemos hacer de nuestros días una reflexión permanente acerca de “hechos”, a los que podemos calificar de “objetivos”, también como “íntimos” y, por ejemplo, darles el valor de explicación de quiénes somos y qué vivimos. Sin embargo, si nuestra identidad es algo más que un conjunto de presunciones acerca de quiénes creemos que somos, es porque –de vez en cuando, el psicoanálisis es una de esas oportunidades– podemos dar un paso más allá de los hechos y recuperar una voz que, como en la canción, es capaz de decir: “Esta boca es mía”.

Lo contrario de la opinión sobre hechos –rasgo más que difundido en nuestra época de conformismo generalizado– no es la verdad, cuando ésta entra en el mismo juego de justificación impersonal, sino tener una voz capaz de hablar en nombre propio. Esto no es posible sin cierto escepticismo respecto de las evidencias y a contramano de cuidar el lugar de la palabra que, cuando se hace presente, es diálogo y no tanto debate –al menos de esos falsos debates agrietados que, en las redes sociales, no sirven para decir nada y se regodean en la afirmación narcisista, en la construcción de un perfil antes que en una enunciación.

LL/CB

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