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Oíd el ruido Opinión

Misa de difuntos para el teléfono

Portada del libro de Martín Kohan

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El réquiem es una misa de difuntos que ha dejado verdaderos tesoros musicales, desde Giuseppe Verdi, en el siglo XIX, al Requiem de Guerra, de Benjamin Britten, gran alegato pacifista a través del canto. Martín Kohan compuso otro tipo de réquiem, ya no para difuntos, sino en homenaje a un repertorio de rituales en estado de disfunción. Se trata de una historia cultural sobre modos de escucha asociados a un artefacto que el autor despide en clave benjaminiana. ¿Hola?, de reciente aparición, tiene no casualmente como subtítulo Réquiem para el teléfono. El dispositivo es hijo no reconocido del estetoscopio biaural de los médicos, como rastreó Jonathan Sterne en The audible past, y encuentra en Argentina su primera marca política a partir de Domingo Faustino Sarmiento. El padre del aula predijo sus posibilidades ante la risa de los demás congresistas. Cuando fue a Asunción, el hotel Cancha Soledad que lo alojaba tenía un telefonito. Le resultó inútil: se había quedado sordo.

El libro de Kohan contiene numerosos hallazgos interpretativos, como el que da motivo al título. Porque en la interrogación de aquel que pegaba su oreja al auricular parece haber latido siempre un intento de constatar un funcionamiento prodigioso, como si aflorara ante cada llamado y cada respuesta “un resto mismo de asombro ante el hecho mismo de que el teléfono exista”. Hablar con un alguien fantasmal que estaba del otro lado de la línea siempre suscitó, hasta que aparecieron las cámaras, una dosis de perplejidad.

Kohan repasa con curiosidad de arqueólogo los restos materiales de una era (las páginas amarillas y las guías telefónicas, los cospeles indispensables para utilizar los teléfonos públicos antes de la privatización de ENTEL que, en la voz de Bernardo Neustadt se convirtió en la gran batalla ideológica de los ochenta). El libro nos recuerda eso que se ha esfumado de los ambientes: el aparato podía estar incrustado sobre la pared o una mesa del comedor o el dormitorio, pura interioridad y exterioridad al mismo tiempo. A lo largo de ¿Hola?, y acompañado de algunos autores de referencia (Mladen Dólar, Jean-Luc Nancy), desfilan prácticas y antiguallas, los contestadores automáticos, los teléfonos descompuestos, las líneas interrumpidas, olvidadas tematizaciones del habla mediatizada por cables en la cultura popular. La disección de “0303456”, la canción de Rafaela Carrá que saturó el espectro durante la última dictadura militar, es deliciosa. Kohan descubre ahí un breve tratado sobre la ansiedad y la espera que se resume en tres minutos.

Aquellos que nos educamos en la era analógica no podemos sino inclinarnos a las comparaciones y equivalencias en estos tiempos de dispersión digital. Quedaron atrás hábitos, espacios, inclinaciones al secreto y la confesión, maneras, en definitiva, de prestar el oído. “Suena el teléfono”, se titula una canción setentosa. “Escucha, ¿mamá está ahí? Corre y dile mama, eso es para ti”, dice, mejor dicho, canta un hombre a una niña. Pura tautología. Qué otra cosa podía hacer el mamotreto negro que bramar y darle un sentido a esos sonidos. (Una aclaración al respecto que no altera el significado: en su versión original, la canción de Claude François se llama “Le téléphone pleure”, y así la grabó el italiano Domenico Modugno, como un canto al lloriqueo).

El antiguo aparato vertebraba otro tipo de socialización y conocimiento de la realidad. La política atravesaba sus líneas imaginarias, desde Gila, Carlos Perciavale y Tangalanga, al quien Kohan le dedica páginas memorables, hasta Tato Bores, de quien nos ocuparemos en breve. Recordemos antes que el Operativo Independencia llevó la práctica contrainsurgente también a los teléfonos. El primer comandante, Acdel Vilas, se propuso escuchar a todos y todas. Rastrillar las voces. “Efectivamente, me extralimité una y otra vez, interviniendo ENTEL”, reconoció en su Diario de campaña. Después del 24 de marzo, esa práctica se extendió a todas las instancias del Estado. Y es aquí que nos encontramos de nuevo con un cómico receptor de indulgencias: Tato. La idea del Palacio como cuerpo sonoro del dictador Jorge Videla había sido presentada por Bores cuando lo llamaba por teléfono. La plática era el plato principal del programa que el Canal 13 emitía los domingos a las 20:30 y era publicitado con la imagen del humorista pegado a su teléfono: “¿Usted quiere hablar conmigo, señor…?”. La línea hacia el poder era algo más que un cable tendido.

El artefacto que provocaba la risa de los desprevenidos televidentes tenía las mismas dimensiones del cómico y alegorizaba a la Pantera Rosa, el personaje animado que habían creado Blake Edwards y Friz Freleng, y era un éxito en las pantallas de ATC. ¿Cómo pudo asociarse a Videla con esa suerte de gentleman que fumaba cigarrillos con boquilla y era identificado por una melodía cromática tocada por un saxo tenor? Bores tomaba el teléfono para comunicarse con la “Pink House”, y ante esa certeza, sugerida por un breve silencio, continuaba en inglés, as un gentleman: “May I speak with the presidente”. La espera se llenaba con risas grabadas. “Is you? How are you, sir, how are you?”. Las expresiones de hilaridad se combinaban a su vez con el batir de palmas. “Yes, my dear presidente. I miss you… ¡Qué placer oír su voz de vuelta, señor!”. Notable halago: esa voz, la de Videla, hablando por sí misma, transformada más allá de un desliz coloquial de su simulado interlocutor en fuente de admiración estética. “¡Qué placer!”. Sigue Bores: “Lo extrañé muchísimo en Punta del Este. Estaban todos menos usted, señor, ¿eh? Yo creo que en verano tendríamos que abrir un anexo de Balcarce 50 en (la calle) Gorlero”. Más aplausos.  

Tato hablaba como en La voz humana, el monodrama de Francis Poulenc y libreto de Jean Cocteau que Kohan cita con astucia, y que gira alrededor de una conversación telefónica en la que solo se ve y escucha a un solo personaje. En el caso de la ópera de cámara, la soprano, Ella, espera la respuesta de su amante. Con la salvedad del canto, el mecanismo que utiliza Bores es el mismo. Por el cómico del frac y la peluca nos enteramos de lo que dice Videla. “Señor, el otro día escuché el mensaje de aniversario, ¿quiere que le diga la verdad?, todo lo que dijo me gustó muchísimo y espero tenerlo como presidente muchos años más... ¿Cómo? ¿Cómo que no? For what? Tell me for what! Se va en 1981, ¿pero por qué?... Ah, ya había sido determinado… eso quiere decir que pronto vamos a elegir presidente nuevo… ah, nosotros no (risas)… Ah, lo va a elegir… ¿Quiere que le diga? Muy bien pensado. Le va a ir mucho mejor. Cada vez que lo elegimos nosotros no nos dura nada… en cambio, cuando los eligen ustedes, duración asegurada, señor”.

¿Hola? no podía dejar al margen a la literatura, y es por eso que su autor se detiene en algunos libros esenciales, desde En busca del tiempo perdido y El Castillo, de Marcel Proust y Frank Kafka, respectivamente, a Jorge Luis Borges (“Emma Zunz”) Boquitas pintadas, de Manuel Puig y Rabia, de Sergio Bizzio. Kohan es un lector que escucha. Exhuma a su vez Teléfono ocupado, de Silvina Bullrich, de 1956, una historia de chantaje a través de la línea. “El poder del teléfono es el nudo de la novela de Bullrich. El teléfono crea adicción”, señala, sobre costumbres de hace casi siete décadas que podrían ser suscritas en la actualidad. Me quedo con dos palabras: “chantaje” y “poder”, porque nos devuelven a este verano, y a los teléfonos celulares de los funcionarios, jueces, fiscales y empresarios cuyas conversaciones de Whatsapp salieron a luz por obra de un hacker, vaya a saber quién. Lo interesante acá es el salto temporal que va de una Bullrich, Silvina, a otra Bullrich, Patricia, no porque necesariamente esté vinculada con ese escándalo estival sino por un episodio de 2017 que parece fundacional: la adquisición por el Ministerio de Seguridad que ella comandaba del sistema de espionaje telefónico Pegasus, de fabricación israelí. Y acá se verifica otra de las transiciones de la mano de la tecnología: el paso de las hot line (aquello que se jugaba apenas entre la voz y la escucha, “entre dar a imaginar y el imaginar”) y estos días de pornografía política revelada a partir de los dispositivos herederos del viejo teléfono. La marca de la vigilancia es a su vez advertida en ¿Hola? a partir del identificador de llamadas, un beneficio que edulcora un mecanismo de control y borra el principio de incertidumbre, aquel que acompaña la pregunta con la que muchos inician un intercambio, el mismo hola.

El réquiem del teléfono vino a la par de la restitución de formas de comunicarse que Kohan asocia con la vieja relación epistolar o el contestador automático a partir de los largos mensajes que se dejan en las conversaciones de Whatsapp. Y una obviedad que solemos pasar por alto. Lo que nominamos teléfono es un objeto multifunción. Muchos lo llaman celular. No podemos encontrar palabra más apropiada: lo que está constituido por células, componentes de una unidad anatómica fundamental. El teléfono es, a estas alturas, una prótesis de nuestros cuerpos, añadido permanente, prolongación de la mano o parte amputada que dejamos sobre la mesita de luz y buscamos al despertar. Fue el performer australiano Stelarc quien comprendió tempranamente esta mutación. Sus obras suelen poner en escena las transformaciones del cuerpo, su obsolescencia histórica. Apenas salió el Smartphone en el mercado, Stelarc se sometió a una intervención quirúrgica para colocarse una oreja cultivada con células en el brazo izquierdo.

Hubo un tiempo es que las líneas telefónicas transmitían música de espera (recuerdo una vez que, al hablar con un cementerio privado me dejaron en el limbo con “Every breath you take”, de The Police) y también un repertorio que inundaba las oficinas: el origen del muzak (la música funcional) está asociado a esas redes analógicas y a la industria militar. Como las iglesias coloniales que se construyeron encima de los viejos templos incaicos, los celulares tienden a reconfigurar la predisposición frente a la música. El réquiem del teléfono (podríamos también haber llamado a este texto “Pavana para un teléfono difunto”, en alusión a la piecita de Maurice Ravel que tanto ha sonado como música de espera) puede por lo tanto extenderse a numerosas situaciones de escucha (el concierto, la audición compartida en una habitación) que supimos experimentar como naturales y que en el presente compiten en desventaja con las músicas que habitan los móviles. Una nueva naturaleza que ha resignificado aquel bodrio cantado “Suena el teléfono”.

AG

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