¿Nacen dos estrellas?

La kiss cam, como la fan cam, como la dance cam, son variantes de la “pelotudez cam”, un recurso del mundo de los espectáculos en vivo que nació en los estadios de béisbol, fútbol americano y básquet de los Estados Unidos para matar la ansiedad de los espectadores en los tiempos muertos. Son la variante tecnológica de otros ansiolíticos públicos destinados a darle “algo más” a quienes no se conforman con ver el espectáculo en sí, y entonces les ofrecen mascotas de peluche con humanos adentro (el que anima la de los Atlanta Hawks en la NBA cobra medio millón de dólares por año), o el halftime del Super Bowl donde las finales pueden ser ensombrecidas por la luz mitológica de Michael Jackson o el perreo a cuatro cantos de Shakira y Jennifer López.
Lo que no puede haber (antes sólo en esos eventos, ahora en cualquier lado) es una experiencia de pausa o de suspenso que recuerden el vacío de la vida o -simplemente- que se puede vivir sin consumir, especialmente imágenes. El resultado que se persigue, invirtiendo los patrones de contemplación (ahora miro, ahora me miran) es el del empacho sensorial: que no haya un intersticio por el que pueda filtrarse la inquietud de la intrascendencia. Que siempre esté pasando algo, aunque ese algo que pase sea Nada.
Bajo la estrella de esta mecánica ridícula, que vuelve tan tristes a los consumidores de espectáculos que se buscan en las pantalla de los estadios para verse, es decir para “auto consumirse” mientras se ofrecen a la contemplación masiva, llegamos el último 16 de julio al Gillette Stadium de Boston, en el que Coldplay está embolsando U$S 6 millones por su show, que transcurre -acorde a la cordialidad del pop- a través de la enésima ejecución de “Yellow”: “You know I love you so?”.
Tenemos en el estadio 50 mil personas, mejor dicho 50 mil almas, estremecidas por evocaciones amorosas, ilusiones, manijazos mentales; y 50 mil cuerpos que acompañan a esas almas (son los disfraces circunstanciales de esas almas), balanceándose como veleros que se mecen amarrados sobre las aguas impenetrables del amor (perdón: es que estoy escuchando “Yellow”).
De pronto, la catástrofe: la kiss cam apunta al abrazo, ¡¿qué abrazo?!, a la aleación, a la termofusión de Andy Byron (CEO de Astronomer) y Kristin Cabot (su subordinada del área de Recursos Humanos). En cinco segundos sucede la tragedia del desprendimiento. Los rostros de los enamorados emanan terror, se desentienden uno del otro, él se agacha, ella se pone de espaldas y de pronto el amor que encarnaban desaparece.
Si la kiss cam, con prestaciones de fusilamiento en esa noche de Boston, hubiera apenas pasado por las humanidades unificadas de estos tórtolos, del incidente sólo habría quedado una estela de ambigüedad, sospechas, preguntas: ¿Ese no era Andy Byron? ¿Esa no era Kristin Cabot? ¿Esos eran Kristin Cabot y Andy Byron? Hasta ellos mismos podría haber incurrido en la duda a dúo: “Amor: ¿esos de la pantalla no somos nosotros?”. Pero la imagen pasajera de la kiss cam fue filmada por Grace Springer, una fan de 28 años, y colgada en sus cuentas de redes. Alguien reconoció a los “infractores” y el incidente proliferó y ahora la noticia corre hasta en los cementerios.
Detengámonos un instante en Grace Springer, para amonestar con un chás-chás ideológico su entrometimiento “blanco”. ¿Quién la mandó a operar ese escrache? Su inocencia individual (si no era ella, alguien iba a hacerlo) no la absuelve de entregarse con mansedumbre a la cultura que naturaliza el espionaje telefónico, por accidental que sea. Por lo que se le debe reprochar ese servilismo que aporta sangre humana a la salud de las redes, y declarar falsa su inocencia. Y, directamente, denunciar su moral de dos cabezas, una más hueca que la otra.
Una de esas dos cabezas –a la que llamaremos “aleccionadora”- dijo que una parte de ella se “sentía mal” por poner “patas arriba” la vida de Cabot y Byron, “pero… si jugás juegos estúpidos, ganás premios estúpidos”. La otra –a la que llamaremos “empática”, palabra casi tan fea como el sentido que pretende adjudicarse- dijo que espera que las parejas involucradas en este caso “puedan sanar de esto y tener una segunda oportunidad de ser felices, como merecen, con el futuro aún por delante”. Situación típica que sucede cuando con dos cabezas no hacemos una. Ni siquiera con tres, si le agregamos a los consejos de esta counselor zombi la cola de paja de Astronomer, la startup de colaboración abierta a la que reportaban los malogrados Byron y Cabot, que publicó estos párrafos avergonzados: “Estamos comprometidos con los valores y la cultura que nos guiaron desde nuestra fundación. Se espera de nuestros líderes que marquen la pauta tanto en conducta como en responsabilidad”.
“Comprometidos”, “valores”, “cultura”, “guiaron”, “líderes”, “pauta”, “conducta”, “responsabilidad”. ¿Qué especie verbal tan artificial, equívoca, mersa y mística a la vez puede ser capaz de pronunciarse con esas palabras que no significan nada? ¿Hasta cuándo las grandes compañías van a seguir esperando de “nuestros líderes” lo imposible? Es decir, que no flaqueen, que no se embarren, que no cedan -nunca, jamás- a las debilidades humanas; o, para resumir: que no deseen otra cosa que el crecimiento de la corporación con la que entran en transferencia a través de un modelo premium de esclavitud.
No debe haber sistema más “religioso” que el de las corporaciones que embadurnan de lenguaje místico las suciedades de la competencia industrial y la acumulación y les dan a sus gerentes el sayo de misioneros del bien común. De esa comunidad privilegiada, engreída y robótica no se va a salvar en la parte que le toca Andy Byron, cuyos exempleados hacen cola para mantenerlo debajo del tren que acaba de arrollarlo.
Pero el asunto en cuestión no es ese (no ahora), porque el Andy Byron que fue el concierto de Coldplay en Boston no es el CEO de Astronomer sino -vamos con las mayúsculas- Un Hombre Enamorado. Por lo tanto, no es un sujeto sino un marmota volatilizado por el milagro de su encuentro cósmico con la querida Kristin Cabot, destruido por Grace Springer, la boluda total cuyos ojos son su teléfono.
En los cinco segundos que reproduce la kiss cam de la muerte puede verse lo elevado del encuentro amoroso entre Kristin Cabot y Andy Byron, y su precipitación. Sus rostros, desfigurados por los escalofríos de la flagrancia merecen la solidaridad internacional de aquellos que creen en el amor en cualquiera de sus variantes, incluyendo las suicidas. En ese punto del tiempo puede observarse todo el proceso del drama y, también, la sospecha de que no fueron al Gillette Stadium de Boston a hacerse ver sino a esconderse en la multitud como dos agujas en un pajar. Y hasta el momento en que fueron descubiertos, ¿qué otra cosa sensación pudieron haber experimentado que ser invencibles por ser invisibles?
A partir de ahora puede pasar de todo, y todo será de orden secundario. La esposa legal de Andy Byron podría presentar el divorcio, el agraciado compañero de Kristin Cabot podría hacer lo mismo, Kristin Cabot podría decirle a Andy Byron “¿por qué te agachaste?” y Andy Byron a Kristin Cabot “¿y vos por qué te diste vuelta?”, Andy Byron y Kristin Cabot podrían casarse una vez divorciados y demandar a Coldplay y a Grace Springer y a Astronomer por dejarlos sin trabajo. Pase lo que pase, parece que el daño ya está hecho. ¿O nacen dos estrellas?
JJB/MF
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