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Opinión

El papa Francisco, la propiedad y la república

El papa Francisco

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Hace pocos días generó un pequeño debate en nuestra vida pública el mensaje que el papa Francisco envió al director general de la Organización Internacional del Trabajo Guy Ryder. Me interesan dos frases para discutir. La que definió a la propiedad privada como un derecho secundario y la que subordinó este derecho al destino universal de los bienes. Me interesan porque no se trata solamente de cuestiones propias de la filosofía política, sino de tópicos prácticos sobre los que se asientan los cimientos de las sociedades occidentales y que definen la extensión de los derechos humanos, un tema que envuelve a toda la tradición republicana.

La palabra república está un poco maltratada y sometida a un proceso de resignificación que la alejó de todo su potencial emancipador original. Básicamente recordemos que república se define por la capacidad de vivir en una sociedad sin reconocer otro dominio que el de la ley, que es la expresión de la voluntad ciudadana. Retengamos eso, la ley expresa nuestros acuerdos y es universal porque se aplica -al menos en teoría- a todo el mundo. Recordemos también que al interior del republicanismo hay dos grandes vertientes. La aristocrática, que se remonta a Aristóteles y que grosso modo se limita a incluir en el régimen político como sujeto de derechos a los propietarios y el republicanismo democrático, que se remonta a la Atenas de Aspasia y Pericles, de vocación universal.

En ambas corrientes, la cuestión nodal es la relación entre la libertad, la igualdad y la propiedad, porque se trata de esferas inescindibles para poder vivir sin reconocer ningún señorío o amenaza de un tercero. En esa clave, es importante tener en claro que la base material que suministra la propiedad es una fuente de igualdad, porque nos vuelve autónomos. No es lo mismo ser parte de la sociedad con casa y trabajo asegurado, que vivir en la incertidumbre del día a día para comer y dormir. La gran diferencia entre ambas es la extensión de aquella relación.

Decía que la tradición del republicanismo democrático tiene un horizonte normativo universal, vinculado con la extensión del derecho de propiedad. Según esta mirada, cuantos más propietarios haya, habrá más libertad definida como la chance de tomar decisiones sin pedir permiso a nadie (esta es la razón ética de la Renta Básica Universal). Para el republicanismo, en cualquiera de sus posiciones, el grado de libertad de una sociedad se define por la forma en que está configurada la propiedad.

Es por ello por lo que, en las facultades de derecho, en las primeras clases de derecho constitucional, a los alumnos nos enseñan que hay derechos que se pueden disponer y otros de los que no se pueden disponer ¿Está permitido firmar un contrato de esclavitud? No. Hay en juego derechos inalienables que no se pueden separar de la condición humana. ¿Se pueden comprar y vender cosas? Si. Ello tiene que ver con la forma en que regulamos la propiedad. Las palabras del Papa, entonces, toman partido por una perspectiva teórica que se remonta a la reacción de la Escuela de Salamanca, a través de Juan de Mariana y Bartolomé de las Casas, que en el siglo XVI reflexionaban sobre las implicancias de la “Conquista de América” y generaron lo que se conoce como el derecho natural revolucionario.

El planteo del Papa introdujo, frente a los representantes de los trabajadores (a quienes Aristóteles llamaba “esclavos a tiempo parcial”), el debate sobre la propiedad que, obviamente, tiene que ver con discutir la libertad y la igualdad; es decir, las bases de la sociedad. Por eso decía que se trata de una cuestión práctica, actual y pertinente en sociedades como la nuestra, atravesadas por la pobreza estructural. 

¿Por qué es la propiedad un derecho secundario? La respuesta a esta pregunta nos va a mostrar por qué el Papa habló del destino universal de los bienes. Veamos rápidamente las dos grandes posiciones.

Para el republicanismo la propiedad es el modo en que se controlan en una sociedad los recursos que hacen posible la existencia material. Esos recursos de la naturaleza son comunes. Para el cristianismo son obra del creador, para el racionalismo son obra de la naturaleza que no reconoce autoridad. Lo importante es que nadie nace con derecho a ser propietario. La propiedad es un problema, entonces, de diseño institucional.

Por razones de espacio es imposible rastrear las huellas de la tradición republicana. Digamos que John Locke, Adam Smith, Immanuel Kant, Thomas Paine y Thomas Jefferson la representan magníficamente. Probablemente el discurso de Robespierre del 2 de diciembre de 1792 condensa a esta tradición. Afirmó que “la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”. Aquí aparece claro el problema. Los bienes de la naturaleza son comunes. El derecho de propiedad es secundario porque es la sociedad es la que establece a través de la ley su funcionamiento. La constitución de México de 1917 delegaba en el parlamento dicho aspecto, como la constitución Alemana de la República de Weimar. La nuestra es más taxativa. Pero lo importante es que fueron ciudadanos los que resolvieron el punto.

No obstante, desde fines del siglo XIX la propiedad se definió de otra manera. El jurista británico William Blackstone la entendió como el exclusivo y despótico dominio que un hombre exige sobre las cosas externas del mundo, con total exclusión del derecho de cualquier otro individuo. Se trata de la concepción liberal de la libertad. ¿Cuándo nació? Sigo a María Julia Bertomeu y a Antoni Domenech. Nació en las Cortes de Cádiz, en 1812, cuando la libertad fue separada de las condiciones materiales de existencia. Desde ese momento, libre es quien tiene propiedades y también quien solo tiene para vender su fuerza de trabajo. Esta es la innovación liberal (alejada de Locke y Kant que murieron en 1704 y en 1804, respectivamente) y que nos coloca a todos en un pie de igualdad para contratar, más allá de nuestras condiciones de vida reales.

Esto quiere decir que el planteo del papa Francisco, anclado en esa noción de derecho natural revolucionario que distingue derechos disponibles de los indisponibles, se inscribe en una disputa sobre el tamaño de los derechos humanos y apunta a discutir el formato del mundo de la vida real. Aquella intervención ante la OIT es similar a las discusiones de la OCDE, la Unión Europea y los países más poderosos que en estos días debaten temas tributarios que también se vinculan con el diseño de las sociedades.

Hagamos una simple asociación para reforzar la pertinencia de la tensión entre libertad, igualdad y propiedad. De acuerdo con el Indec, el muestreo del segundo semestre de 2020 reveló que el 42% de la población de nuestro país está por debajo de la línea de pobreza. Es urgente discutir el funcionamiento de la sociedad y para ello hay que problematizar cómo hacer para mejorar la república que, según el artículo 1 de la Constitución Nacional, tenemos que construir colectivamente. No se trata, entonces, de usar adjetivos calificativos para discutir la intervención papal. Tampoco es una cuestión de fe, sino de reflexionar sobre el tipo de sociedad en la que nos interesa vivir. Recordemos cómo empieza el preámbulo de nuestra Constitución. Dice: “Nos, los representantes del pueblo”. Esa fórmula permite sostener que la soberanía reside en el pueblo y que el pueblo cedió su derecho a intervenir en los asuntos públicos a sus representantes. Pero esa cesión no desliga a los ciudadanos de la obligación constitucional de construir una república democrática.

FD

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