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PANORAMA DE LAS AMÉRICAS

Perú: metamorfosis, proceso y Castillo

Perú: metamorfosis, proceso y Castillo
12 de junio de 2021 09:29 h

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Desde el triunfo cubano de la guerrilla de Fidel Castro el año nuevo de 1959, una euforia de revolución posible cundió por América Latina. Aun hoy, cuando laboratorios en La Habana pelean su lucha desigual pero no condenada de antemano al fracaso en pro de la vacuna Soberana contra el Covid-19, la riqueza de Cuba como posibilidad está lejos de haberse agotado. Los años sesentas y setentas iban a estar signados, en la vida política latinoamericana, por los combates, tampoco con pasaporte previamente sellado a la derrota, en pro de la liberación nacional y en contra de la dependencia, el neocolonialismo y las oligarquías. Fue el éxito relativo de los programas nacionalistas revolucionarios, y la violencia a veces victoriosa de quienes buscaban más éxito y más poder para llevarlos adelante, lo que organizó una represión regional donde las fuerzas victoriosas actuaron como siguiendo el guión de aquellas que iban a aplastar: la corporación militar, unida a las oligarquías locales, aliada con Washington, pusieron fin a las amenazas a la dependencia y el neocolonialismo.

En los ochentas, cumplido el genocidio o la desactivación de los movimientos de liberación nacional, cambiado el personal y los intérpretes por la renovación generacional, quedaban el escenario, los papeles, y los protagonistas. El drama se presentaba ahora como el combate entre la democracia y la dictadura. Pedir por democracia era pedir muchísimo menos, para las sociedades latinoamericanas, que pedir liberación nacional: “Cuando vemos con qué nos conformamos, nos damos cuenta del abismo que hemos perdido”, había escrito el filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel cuando la Revolución Francesa, tan cercana a él en Alemania, ya era un recuerdo.

Pero reclamar por democracia electoral era pedir algo mucho más preciso. Más consensuado. Ganaba más aliados, este combate, menos violento, aun entre los sectores que habían colaborado con el exterminio de quienes habían luchado, con las armas, por aquella liberación nacional que era un recuerdo. Era nada menos que el Bien. Aun las dictaduras, y desde luego la Secretaría de Estado, lo admitían. Podían discrepar airadas sobre si era o no el momento de llamar a elecciones; cada vez menos, poner en duda la supremacía sin alternativas de la democracia. Cuando los dictadores buscaban crear los instrumentos para la transición, discutir si todas las candidaturas o formaciones políticas eran viables, hablaban en nombre de la democracia: buscaban ‘protegerla’, y los vetos de personas o ideas eran por encontrarlas ‘antidemocráticas’.  

A fines de los años ochenta, la victoria de la democracia era un hecho hemisférico. Nadie podía invocar el Mal, la dictadura, sin vérsele negada toda legitimidad. Ya no había dictadores, había ex dictadores, que eran juzgados, en nombre de la democracia, por los crímenes de lesa humanidad que habían cometido contra los movimientos de liberación nacional, que así, inadvertidamente, eran jibarizados en ‘democráticos’.

A fines de los ochentas, la caída del socialismo ‘realmente existente’, del Muro de Berlín, la desaparición posterior de la Unión Soviética -todo esto, ahora sí, un fracaso sin ilusión de porvenir-, hizo que América Latina cerrara más las filas con ese Washington que ahora era democrático. A principios de la década de 1990, para el V° Centenario del inicio de la conquista española, todas las naciones entonaban un mismo himno donde libertad democrática y libertad de comercio iban juntas, donde las loas al Mercado ocupaban un lugar que era el del Estado (pero que por entonces se prefería pensar que era el del complejo militar-sindical de las Dictaduras desarrollistas o empresarias) y donde la globalización erosionaba el nacionalismo que los gobiernos militares habían retenido de sus adversarios.

Lo menos que puede decirse del consenso pro mercado, es que sus frutos ni fueron los esperados ni fueron bien recibidos, y que las sociedades, en su mayoría, no gustaban de vivir en atmósferas aptas para clima de negocios, aun cuando eran respirables.  A fines de los noventas, hay un nuevo drama en el escenario continental, y es el mismo que todavía hoy no conoce conclusión, aunque acumule desenlaces provisorios como la ajustada derrota de Keiko Fujimori en el balotaje presidencial peruano en un virtual empate contra Pedro Castillo. Es la lucha contra el neoliberalismo.

En paralelo conceptual e histórico con el combate de las democracias contra las dictaduras. Del lado de la dictadura, están las viejas oligarquías dependientes y neocoloniales, el personal de las dictaduras cívico-militares, y el neoliberalismo, como doctrina y práctica económica favorita de los gobiernos de facto de los setentas y formalmente de jure de los noventas. Tanto mal ha causado el interesado, venal eclipse del Estado, que cedió soberanía y recursos al capital explotador privado, y que se desentendió de salud, educación, seguridad social y ciudadana, que es el Mal. Como los dictadores a los que desagradaba la palabra dictadura, el neoliberalismo no se llama así, y también condena la teoría y práctica neoliberal pasada, y llama populistas (chavistas, comunistas) a sus detractores.

Descripciones de una lucha

En todo lo anterior hay una enorme simplificación, pero a una simplificación no se le puede reprochar el ser simplificadora.  En estos tres dramas sucesivos e interconectados, es la democracia el componente de legitimación y aglutinamiento, hacia atrás y hacia delante. Fueron combates que, ellos mismos, no fueron, por falta de oportunidades, propiamente electorales, o cuyo ‘momento de verdad’ no se definía en las urnas, porque no parecía requerir de ellas.

La guerra exitosa, en este drama, librada en estos términos, es la de Bolivia.  El enemigo del Proceso de Cambio, porque antes lo fue del Movimiento al Socialismo (MAS), porque antes lo fue de los sindicatos cocaleros del Trópico de Cochabamba, es el neoliberalismo, sus personeros locales y EEUU. El MAS es socialista ante todo en su anti-imperialismo. La democracia va unida, en la visión del ahora de nuevo oficialismo, a las políticas de administración de recursos de los movimientos sociales en contradicción con las neoliberales. El neoliberalismo había sido una catástrofe de gestión; en década y media de masismo en el poder poder, el buen sentido administrativo general pagó el precio de su buen éxito, y el costo de su carisma, que se fue erosionando, o degradando; no es casual que el actual presidente boliviano, Luis Arce, sea quien fue el máximo gestor del Estado Plurinacional, un ex ministro de Economía. El enemigo evocado siempre, al que correspondía el papel del Mal en la narrativa con que esta success story se contaba a sí misma, no era la dictadura anterior a 1982, sino los veinte años de neoliberalismo que precedieron a la llegada de Evo Morales al Palacio Quemado en 2006. Es por eso que, cuando fue obligado a renunciar en 2019, el relato del golpe militar y la dictadura cuadró de inmediato fuera de Bolivia, antes que dentro, donde las narrativas de masistas y antimasistas son otras.  

En los rasgos exteriores, hay semejanzas entre el ex sindicalista Castillo y Morales. Entre sus vidas, sus luchas, sus representaciones de grupos étnico-culturales, regionales, sociales relegados e injuriados por el racismo metropolitano, y que nunca gobernaron. Hay afinidad política también, el oficialismo boliviano ve con buenos ojos el resultado electoral. Nada parece mejor augurio para Perú que esta atención, si puede convertirse en influencia, horadando el parecido externo.

Como Chile desde 2019, como Bolivia en 2009, Castillo quiere una nueva Constitución. Podemos augurar que, de hacerse efectiva una Convención Constituyente, el nuevo texto peruano, como ya anuncian quienes redactarán el chileno, entronizará al Estado antes subsidiario, y concederá listas importantes de derechos. El constitucionalismo clásico, el que nació con la Carta Magna inglesa de 1215 -motivo por el cual incluso los convencionales comunistas chilenos hablan de ‘nueva Carta Magna-, establecía libertades. Era liberal. Salvaguardas, resguardos de la autoridad estatal: el hábeas corpus es una institución típica. El nuevo constitucionalismo, social, consagrará derechos inalienables, que ninguna ley podrá menguar u oscurecer. Lo que no puede hacer una Constitución es que empecemos a gozar de tales derechos, cuando aun los que ya se nos reconocen debemos recordarles a autoridades desbordadas e impotentes.

Sería lamentable que la brecha entre el programa de Castillo y las limitaciones para satisfacerlo socave los apoyos positivos con que cuenta. Hacer desaparecer el neoliberalismo en las formas no borra sus efectos, ni los sustituye. Lo propio del maniqueísmo no es solamente reconocer dos principios, uno bueno, otro malo: su esencia es plantear que el bien se alcanza por la abolición del mal y no por un movimiento positivo: esto escribía setenta años atrás Simone de Beauvoir, en El segundo sexo, a propósito del ama de casa que persigue el polvo (la mugre, el mal) pensando así alcanzar el bien. La suciedad vuelve, y el bien, ay, sigue lejos.

AGB/MGF

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