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La revolución chilena, o los más jóvenes que nunca contra los muy poderosos de siempre

Alfredo Grieco y Bavio Panorama de las Américas rojo

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Asimétricos y paralelos, los dos países más extremos del solitario, acuático hemisferio austral, conmemoraron dos aniversarios incómodos. En una de las repúblicas extremas del Cono Sur se cumplieron dos décadas, en la otra dos años de los acontecimientos evocados. En la Argentina, es 'la crisis de 2001'; en Chile, 'el estallido de 2019'. Así acuñadas, estas dos frases son hoy moneda corriente, al las que se resignan aun quienes también proponen reprobarlas con severidad. Decantadas ambas por su ambigüedad, preferidas (en vez de apartadas) por su restringida exactitud, se contraponen, sin embargo, en su signo: aunque crisis signifique oportunidad, la formulación argentina es negativa, aun cuando estallido evoque la explosión de la violencia de una bomba, la formulación chilena es positiva. Hay otra deliberada, nebulosa imprecisión previa, un cuidadoso eludir los detalles particulares: como se había hecho en Francia en 1968, se habla de 'los acontecimientos', de mayo los parisinos, de octubre los santiaguinos, de diciembre los porteños.

Por sí solo, y dada una biografía nacional jamás avara en períodos críticos, en la Argentina el giro 'la crisis de 2001' basta para sostener la trama de la más clásica, o arcaica, de las narrativas. La del Génesis en la Biblia, la de Tìto Livio en su Historia Romana. Tras una irreparable imprudencia desobediente de los padres (el pecado original), la vida social se moviliza con el crimen fratricida de los hijos (Caín mata a Abel, Rómulo a Remo). Evocar el Mal significa alabar al Bien, al Redentor, César o Cristo, que no son los herederos del pasado sino quienes vinieron a salvarnos de él, a cancelarlo. Perón había dado fin a la Década Infame, Alfonsín a la dictadura militar, Menem al débil gobierno y a la hiperinflación de la primavera sin verano alfonsinista; atravesado el 2001, Kirchner al neoliberalismo (y dado el golpe de gracia a la dictadura cívico-militar, que también en eso la presidencia radical había sido eficaz sólo a medias). A medida que en sus largas décadas de favor popular y gobierno propio encontraban estos liderazgos dificultades nuevas, con mayor solemnidad épica y regularidad pública gustaban de recordarle a la ciudadanía la epopeya que había tenido a los votantes como beneficiarios y a ellos como heroicos paladines de batallas a las que los años añadían sangre, polvo y espanto.

En Chile, el 'estallido social' de 2019 sirve para elegir un acontecimiento que fecha el origen del proceso revolucionario, y lo cristaliza en la imagen de un valiente desafío juvenil a la represiva autoridad de los poderosos de siempre. La revolución que se pone en marcha, lejos de buscar cancelar el estallido como los argentinos su crisis, querrá acrecer su onda expansiva, Es un relato de la modernidad. El hecho primordial no reclamó la reacción o solución de un nuevo líder y una nueva formación política. No es el antagonista a combatir, la anomia que nos encuentra ley ni orden, el horizonte de catástrofe que que nos vuelve protagonistas. Al revés, son las primeras acciones nuestras: por eso, los saqueos de supermercados o los daños de infraestructura urbana se hab de interpretar en clave social y política, según la militancia chilena de 2019. Con el estallido inicia nuestra acción, dicen. Las revoluciones quieren una historiografía que las recuerde -o las mitifique, pocas tienen remilgos con los mitos- por los fuegos que iluminaron, no por los incendios que apagaron.

Las revoluciones, como la chilena, quieren ser dignas de su origen. Como lo ha dicho el diputado y ex dirigente estudiantil de 35 años, Gabriel Boric, elegido presidente con más votos y con mayor participación electoral que ningún otro anterior en la historia de Chile, hay que estar a la altura de las heroínas anónimas del 18 de octubre de 2019, las que dieron el primer paso, que es el que cuesta. El hecho puede anodino, significativo sólo con la distancia retrospectiva, como la toma de la Bastilla en 1789, o la irrupción en el Palacio de Invierno en 1917. Pero no quienes los protagonizaron, en combate desigual, a su cuenta y riesgo. Las estudiantes, que, las primeras, se subieron al metro de Santiago sin pagar un pasaje cuya tarifa había sido alevosamente aumentada, como las mujeres de las calles de París que tomaron por asalto una prisión poco poblada, representan la audacia y el propósito erigidos como principios revolucionarios conceptuales y cronológicos, y como fábula perfecta, condensada, con principio y fin en sus límites narrativos, de una intervención revolucionaria exitosa.

En algo parecen coincidir, sin embargo, los titulares del Ejecutivo elegidos en Argentina de resultas, respectivamente, de la crisis y del estallido. En que los gobiernos de Néstor Kirchner o de Gabriel Boric gustan verse como modelos perfeccionados, antes que sustitutos, de sus rivales electorales de centro-izquierda. Y, por lo tanto, ofrecerse como el destino más amigable, a fuer de razonable, para electorados que sin haber renunciado o cuestionado sus convicciones sociales, se quedaron sin las candidaturas y formaciones habituales a quienes entregar su voto para que obren como sus voceros y representantes.

Al kirchnerismo no tenía por qué disgustarle si lo veían como un radicalismo exitoso, reinventado como adalid de los DDHH, de los nuevos derechos, de la ideología de género, continuando con el matrimonio igualitario la reforma del Código Civil donde la había dejado el radicalismo con la ley del divorcio vincular, del aborto. Si la militancia K era vista como un religión cívica, como la UCR. La única diferencia que importaba que se advirtiera, era que este sistema de nobles y creencias estaba dotado, a diferencia de los endebles radicales y sus aliados frepasistas todavía más debilitados tras los avatares delarruinistas, de una fortaleza idónea para infundir santo temor de Dios. El kirchnerismo se prometía como un juez que podría hacer ejecutar sus sentencias, porque el monopolio incontestado de la fuerza iba a estar de su lado. Podía jurar sin perjurio sospechable que el suyo sería un estilo de gobernar inseparable de una cotidiana escenificación de la permanente pero nunca definitiva victoria de la Causa (la democracia, los DDHH, los nuevos DD, la pureza de un sufragio que será puro toda vez que las mayorías voten por la Causa, la reparación, la legitimidad, el altruismo estatal, el Conicet, la ciencia, los medios públicos, la educación pública, la salud pública, los epidemiólogos, el género, el aborto, el abolicionismo, el garantismo, la redistribución, los impuestos, la solidaridad) sobre el Régimen (la dictadura, la lesa humanidad, el fraude, la destituyencia, la Corpo, el egoísmo empresarial y privado, los legos, el legalismo, la teología, el sexo, el oscurantismo retrógrado, el derecho penal, la garantía, la evasión fiscal, las grandes fortunas, el agronegocio, el extractivismo). 

De un modo análogo, Boric ya inundó de pruebas concluyentes a electorados expósitos que él y el frente Apruebo Dignidad eran lo que siempre habían buscado antes que una alternativa mejor para esas demandas. Boric ya dejó en claro que no era la alternativa a la Concertación de centro-izquierda que desde 1899 gobernó a Chile por más años que Pinochet. El presidente electo, dice, viene a hacer bien lo que la Concertación hizo, ay, tan mal. Eso mismo.

AGB

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