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Opinión

Del ruido de las rotas cadenas a los petardos

El cartel de "El silencio es salud" en el Obelisco

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Por mucho tiempo, la abundancia o escasez de cohetería de fin de año fue asociada con la bonanza o la crisis. El estado de ánimo colectivo se ha medido intuitivamente por ese quantum. A mayores decibeles en la noche del 31, mayor alegría y confianza en el futuro. Por primera vez, las autoridades de la ciudad de Buenos Aires recomendaron festejos sin pirotecnia. Pensaron más en los daños faciales y corporales de las explosiones fallidas que en el efecto auditivo. Pero el ruido debería ser tomado más en serio, incluso por la legislación ambiental. Días atrás, Merlo se conmocionó: el empleado de una empresa de seguridad privada mató a balazos a su vecino porque no podía tolerar los sonidos que le llegaban del otro lado de la medianera. Cuando la policía fue a buscarlo, se atrincheró hasta perder la vida. Los vecinos tuvieron que taparse los oídos ante tamaña balacera. No tan lejos de aquella escena, un policía bonaerense había irrumpido semanas antes en una fiesta que se realizaba en Escobar. Decidió callar la música a balazos de goma. Once personas resultaron heridas. ¿Cómo se mide la intolerancia a las ondas que atraviesan el aire? La obcecación puede llevar al crimen más insólito, como acaba de ocurrir en Grecia. Un adulto mayor se encontraba internado en un hospital ateniense por Covid-19. Su compañero de habitación estaba conectado al respirador. Como no pudo soportar ese traqueteo, decidió apagarlo. Mató por unos minutos de silencio.

Como dice Hillel Schwartz, el autor de Making noise. From Babel to the big Bang & beyond, cuando uno hace valer la quietud, cualquier información externa puede ser insoportable. Toda época define sin embargo los modos de convivencia entre sonidos. Hay algo que no cambia: el ruido nunca es tanto una cuestión de volumen sino un registro de la intensidad de las relaciones. Cuando mayor la expectativa de control, todo puede ser políticamente ruidoso. ¿Cómo no recordar la campaña “El silencio es salud” que se inició en 1973 con Juan Domingo Perón en la presidencia? La pusieron en marcha el intendente de la ciudad, el general retirado José Embrioni, y Oscar Ivanissevich, quien había dejado su huella literaria en la “Marcha peronista” y sería en pocos meses ministro de Educación de Isabel Martínez. En enero de 1974, y al compás de la estruendosa conflictividad, Ivanissevich propuso que maestros, civiles y militares se involucraran en la lucha contra “el flagelo”. 

Hay algo que no cambia: el ruido nunca es tanto una cuestión de volumen sino un registro de la intensidad de las relaciones. Cuando mayor la expectativa de control, todo puede ser políticamente ruidoso

La obsesión con el ruido del tercer Gobierno peronista aumentó a medida que crecían la disputa dentro del movimiento, así como los conflictos sociales, sindicales y políticos. Esa manía llegó a socializarse. Todo se volvió cuantificable, medible. Una intensidad de 90 a 100 decibeles, explicaba en enero de 1974 La Opinión, podía causar una pérdida auditiva. Y la ciudad era una máquina sin sosiego: el paso de las hojas de libros producía 15 db, las actividades de una habitación duplicaban esa cifra, el ruido de fondo “normal” de Buenos Aires alcanzaba los 50 db, el lenguaje a un metro de distancia, 60 db, un restaurante lleno 70 db, el paso de un tren, 80, db, un bocinazo trepaba a 110 db, lo mismo que un martillo neumático, aunque un poco menos que un motor de avión (130 db). “En el momento de establecer los récords el ciudadano porteño quizá desconozca que su ciudad es una de las más bulliciosas del mundo.”. 

Gente abrió las páginas del 15 de agosto con “las espantosas investigaciones de Landrú” sobre “los ruidos que más molestan a los argentinos”. El humorista no dejaba nada afuera: las cámaras de las ruedas de los autos que se revientan. BUMM! El nene que está aprendiendo a tocar la batería. BUN CRASH PON PUM. Las campanas. La música funcional cuando esperamos en el dentista. Un grillo dentro del dormitorio. El depósito de la cloaca del baño. El chirrido de las gomas del auto al frenar de golpe. El tocadiscos con la púa en mal estado. Las goteras. Los autos de carrera. Los cascabeles del collar del gato. Los timbres de las bicicletas. Las armas de fuego. El vecino que está aprendiendo a tocar el saxofón, el clarinete o la trompeta. La aspiradora. El lavarropa. El secador centrífugo de ropa. La afeitadora eléctrica. El timbre de alarma. Las bombas. Los cohetes. Las sirenas de los barcos. Las sirenas de ambulancias y coches policiales. Los gritos de los rematadores. La bocina del auto. Los ladridos de los perros histéricos. El choque de dos autos. Los vidrios que se rompen. El motor de los colectivos. Los altoparlantes. Las radios de los taxistas a todo volumen. Los que cantan a alaridos en las canchas. Landrú hacía suyas las manías y la meticulosidad del personaje de El silenciero. La novela de Antonio Di Benedetto, de 1964, cuenta la historia de un hombre con paranoia sonora que huye de su primera casa porque quiere salvarse de los efectos del receptor de radio de la comisaría de guardia. Se considera un “combatiente contra el ruido” que tiene prácticamente “clasificados” todas las anomalías de la ciudad en su mente. Solo tolera “la buena música clásica, racional, equilibrada, apacible”. El ruido se le ha metido en la cabeza. Sueña con dispararse en su oreja. Su obsesión lo lleva al asesinato. Una década más tarde, el dibujante Dobal fantasea lo mismo en Clarín. En la viñeta del 7 de setiembre se ve a un grupo de jóvenes cuando intentan introducir en el ascensor de un apartamento un equipo de audio. Detrás, unas chicas sonríen mientras cargan los discos. Preparativos de fiesta. Pero no. El autor, que no se caracterizaba por su corrección política, comenta: “Haciendo uso de una vieja escopeta, el vecino...”. 

Ese mismo día, Clarín, al igual que otros diarios, informaba que Montoneros había anunciado su pase a la clandestinidad. La guerrilla dijo que se trataba de una “retirada estratégica” y tenía como contracara la preparación de una “guerra popular integral”. Montoneros se preguntaba qué diferencia había “entre aquella dictadura y este gobierno”, y no la encontraba. Isabel y López Rega hacían “lo mismo que antes los militares”. La clandestinidad era una vuelta a lo oculto, lo no identificable. Se convertía en una subrepticia perturbación del orden y que había que silenciarlos como fuera. Cuatro días más tarde, Dobal dibujó a un hombre que lleva una guitarra destrozada a una tienda de compra y venta y le dice al dueño: “estaba cantando una serenata cuando bajó el papá de la chica y...”. El punto suspensivo se dejaba para que completara el lector lo evidente. La mano dura se imponía como necesidad en cualquier frente. El ruido también reclamaba una respuesta brutal. “Salud total con: ¡Acumpuntura!”. El aviso apócrifo de la revista contracultural Mordisco presentaba el dibujo de la oreja de una persona en la que otra le introducía algo que podía ser un destornillador y que provocaba sangre. “El instituto Médico dr JOSÉ TERROR S. A ofrece la solución total...Eliminar los ruidos desde su raíz. ¡EL TÍMPANO MISMO! Con un solo pinchazo de nuestros expertos: NUNCA MÁS RUIDO!!!! Colabore Ud. También con su municipio. SOMETASE. Atendemos durante las 24 horas en nuestra dirección: -Gral Extermiñio 666”. Di Benedetto, quien 12 años después sería secuestrado y torturado en Mendoza, donde formaba parte del diario Los Andes, podría haber sentido cierto escalofrío de haber visto esas viñetas o el anillo circundar el Obelisco con su rabia contenida. 

Desde chicos nos conminan a escuchar. “Oíd el ruido de rotas cadenas”, dice el himno. Primero, entonces la audición. Luego, “ved el trono de noble igualdad”. Dice Pascual Quignard: “Oír es obedecer. En latín, escuchar se dice obaudireObaudire derivó a la forma  castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia”. Una de las secciones fijas y más virulentas de El Caudillo, la revista de la ultraderecha peronista, se titulaba “Oíme”. La publicación que financiaba López Rega y dirigía Felipe Romeo se situaba en las antípodas de “escuchar bien” y “comprender”. Ser parte de la sección “Oíme” era convertirse en potencial blanco de las AAA. “Oíme, artista. A vos que le sacas guita a la gente para contarle como explota la oligarquía. A vos, que componés canciones de protesta por lo mal que se vive en las villas, en tu departamento de avenida libertador. A vos que te vestis a la moda y te dejás crecer simultáneamente el pelo, la barba y el marxismo”, apuntó en enero contra Horacio Guarany, quien no tardó mucho en sentir el estruendo de una bomba en su casa. La dictadura ejerció violentamente su pedagogía auditiva. Aunque no fuera sistemático, pensado, diseñó un modo de escucha. El terror de Estado tuvo también su campo de contienda sónica y toda disidencia fue señalada como ruido al consenso de los sables y las picanas.  

El terror de Estado tuvo también su campo de contienda sónica y toda disidencia fue señalada como ruido al consenso de los sables y las picanas.

De ahí que el ruido, dice Alessandro Arbo, ha sido un modo de nombrar lo sucio, el mal, aquello que parasita. Durante siglos, el ruido fue excluido en los discursos sobre la música en Occidente porque portaba lo irracional. A lo largo del siglo XX, la música se volvió más ruidosa. Primero, por su propio sentido del progreso, que la llevó demoler las bases tonales que la sustentaban. Después, por la electrificación. Cuando llamamos a una música “mala”, y la convertimos en mero ruido, como suceden en muchos de los casos policiales entre vecinos que terminan en el asesinato, suele ponerse en juego una categoría subjetiva. ¿Qué es lo malo? De un lado de la pared puede considerarse a La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky o el noise polaco. Pero, del otro, a L-Gante. Unos podrán hablar de un malestar paroxístico, los otros de estandarización y berretada. Christopher Washburne y Maiken Derno nos recuerdan en Bad Music: The Music We Love to Hate, que lo “malo” está marcado por particulares disputas culturales e históricas sobre lo que se considera bueno en una variedad de contextos diferentes. “Mala”, señala Simon Frith, es una palabra clave porque sugiere que los juicios estéticos y éticos están completamente unidos. Una música fuera de lugar, convertida en non sense, en incitación al crimen de un psicótico (desde hace años acumulo noticias sobre estos hechos. Sorprende su proliferación).

El ruido es todo aquello que no tomamos como propio. Ha dejado de ser exclusivamente experiencia aural para convertirse en una enraizada metáfora sobre nuestro mundo, nuestras vidas y el sentido de las mismas. Como contrapartida, el miedo y aun el horror suscitados por el silencio se han vuelto más intensos. Alain Corbin escribió una maravillosa Historia del silencio. En otros tiempos, antes de que Embrioni e Ivanisevich pensaran en sus beneficios estatales del mutismo, los occidentales apreciaban su profundidad. El silencio era una condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación; sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra. “Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo”. De este modo, “se altera la estructura misma del individuo”. La novedad del ruido desde los años setenta no tiene que ver necesariamente con el aumento del parque automotor sino, según Corbin, con la hipermediatización, la conexión continua y el incesante flujo de palabras que se le impone al individuo y lo vuelve temeroso del silencio.

Los sonidos entraron en la esfera del intercambio económico desde fines del siglo XIX con el teléfono, la radio y la industria musical. ¿Llegará el momento de la monetización del ruido? Martin Giuliano, becario del CONICET e integrante del Instituto de Investigaciones Físicas de Mar del Plata, investiga cómo las vibraciones pueden ser almacenadas y transformadas en energía que puedan alimentar sensores, implantes biológicos, sensores electrónicos o dispositivos de baja potencia. Mientras tanto, conviviremos con estruendos de toda clase. En los estertores del 31, atenuados los efectos de los rompe portones, miguelitos, estrellitas, chasqui boom, petardos y cañas voladoras, el Charles Baudelaire de El Spleen de Paris me recordó las paradojas que a veces trae una noche sin detonaciones. “¡Al fin! ¡Solo! No se escucha más que el rodar de algunos fiacres tardíos y derrengados. Durante algunas horas poseeremos el silencio, si no el reposo. ¡Al fin! La tiranía de la faz humana ha desaparecido, y ya no tendré que sufrir sino por mí mismo”. 

AG

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