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Opinión

Si la educación está en discusión, escuchemos a las y los docentes

¿Qué pasó con los docentes en pandemia?

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Cuando miramos las marcas que dejan las máscaras en los rostros del personal de salud no tenemos dudas sobre su heroico trabajo en el contexto de la pandemia. Sabemos que están dejando todo en los hospitales: muchos casi no salieron en más de un año. La primera vez que me hisopé, la médica que me atendió contó que ya se había hisopado cinco veces en el lapso de unos pocos meses. También me impresionó la historia de un médico que se fue a vivir a un departamento prestado, enfrente del hospital en el que trabajaba, para salir lo estrictamente necesario para dormir e intentar descansar. 

En estos catorce meses de pandemia la agenda pública recuperó el interés en la educación. No por las razones que hubiésemos deseado. El cierre repentino de los edificios escolares generó una suerte de conmoción. Nos quedó claro que la organización económica y social de gran parte de la población depende de la escolaridad presencial. En medio del desconcierto se alzaron las voces de las autoridades educativas, de especialistas, de las familias y de las infinitas repercusiones en los medios, pero hemos escuchado poco a docentes.

¿Qué nos pasó este año a quienes enseñamos en esta contingencia cargada de imprevisibilidad? En las incontables conversaciones que tuve con docentes y en las múltiples entrevistas que les realicé junto a equipos directivos y a estudiantes como parte de nuestro trabajo de investigación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA aprendí más de lo que hubiera podido imaginar. Comprendí sus marcas, esas que no se ven a simple vista, a través de sus relatos. Un docente me contó al borde de las lágrimas el dolor que le producía que sus hijos pequeños no comprendieran por qué estaba encerrado horas en una habitación sin que ellos pudieran entrar. Una docente lloró al relatar el miedo que le producía enseñar en un entorno virtual que jamás había usado y que solo logró superarlo cuando dejó de trabajar sola y empezó a hacerlo con una colega. Una directora tuvo una entrevista con una estudiante porque no podía resolver el estudio en la virtualidad, la escuchó y la contuvo como si hubiese estado en su oficina en la escuela. Cuando la sesión terminó se sorprendió al escuchar que toda la familia de la estudiante –que no sabía que estaba allí– empezó a aplaudir. Otras docentes nos contaron que tuvieron que pedir a las familias que no presionaran de modos explícitos a sus estudiantes para que intervinieran en los encuentros sincrónicos. Estas notas de campo se suman a aquellas sobre docentes que estuvieron en las escuelas entregando bolsas de comida, yendo a las casas a acercar los materiales educativos, movilizando a las comunidades para que donaran dispositivos nuevos o usados y/o paquetes de datos telefónicos y dejando todo, cuando en la mayoría de los casos no habían recibido las vacunas.

Pensemos por un momento en la figura de un director técnico de fútbol y en su formación, en su trayectoria, en sus saberes, en su modo de relacionarse con el equipo, en su propio pasado como jugador y en su pertenencia física y mental al campo de juego. ¿Qué le pasaría si de un día para otro tuviera que dirigir a un equipo que juega virtualmente? Porque lo que sucedió representó un cambio radical de esa clase, incluso para quienes teníamos experiencia trabajando en propuestas de tecnología educativa y en la modalidad a distancia. Cambiaron las condiciones de la realidad. Quienes enseñamos tuvimos que aprender rápido y en condiciones vitales sin precedentes. Entre otras cosas porque nuestra vida también se estaba alterando. La enorme cantidad de maestras que son jefas de hogar, por mencionar un ejemplo, también estaban con sus hijas e hijos en edad escolar en casa y tratando de acompañarlos en sus tareas, en condiciones laborales que tendieron a empeorar. La desesperación por estar conectados sin la infraestructura necesaria, la mayor carga de trabajo que supone siempre un contexto inédito y la presión de familias preocupadas se sumaban a la crisis reinante. Pero aprendimos, probablemente más que nunca. 

Aprendimos a usar, en muchos casos, ciertas plataformas o entornos virtuales que hasta ese momento no nos habían parecido críticos a la hora de enseñar. Esto vino con la oportuna constatación de que “no era tan difícil”. El hecho de que tuviéramos que salir a buscar estudiantes allí donde estuvieran también nos hizo reconocer cuáles son los objetos culturales que sí los atrapan, esos “lugares” en los que pueden pasar horas sin distraerse cuando las condiciones de acceso tecnológico lo permiten. Quienes fueron ahí, se quedaron un rato y vivieron la experiencia descubrieron la fuerza que puede tener reconocer esas tendencias culturales de las que el estudiantado participa y abrazarlas en las propuestas de enseñanza.

Los aprendizajes más cruciales se dieron, sin embargo, en otro plano. Pudimos reconocer que no es posible enseñar “todo” y que tampoco existe tal “todo”. Siempre estamos eligiendo. La preocupación por la continuidad pedagógica legitimó la priorización curricular. Aquí se abren diálogos necesarios sobre lo que es central, lo relevante y lo contemporáneo en un área o campo disciplinar y la posibilidad de apelar a un cierto minimalismo curricular que deje tiempo para la construcción de nuevos saberes e intervenciones originales a la vez que se aprende. También fue posible reconocer que si los tiempos se alteran –y vaya que lo hicieron cuando dejaron de estar sostenidos por la organización que gira en torno del edificio físico– pueden crearse propuestas didácticas más flexibles que contemplen la diversidad que conlleva siempre el aprendizaje, no solo en pandemia. Esto nos permitirá construir abordajes más integrales, que definan tiempos más extensos y flexibles, con caminos y ritmos distintos, más realistas e inclusivos. Finalmente, tuvo lugar el aprendizaje que tanto venía costando: se puede plantear una evaluación distinta y el sistema sigue funcionando. Esto no se produjo solo por la puesta en juego de evaluaciones más centradas en reconocer y valorar lo aprendido que en calificarlo, sino también por mencionada la alteración de los tiempos. En palabras de una estudiante de nivel medio: “Sé que en un año normal si yo entregaba las tareas como las entregué este año (2020) y tenía notas, las notas no me hubieran dado. Y como el proceso de aprendizaje fue distinto y los métodos de evaluación fueron diferentes, también se me dio la posibilidad de aprobar y de aprender. En lo presencial, si vos te sacaste una nota, la podés recuperar, pero queda ahí y después se te va a promediar. Esto se hizo distinto: 'Vamos de a poquito, yendo todos juntos, hasta que aprendas'”. 

¿Será este el inicio de un necesario movimiento de renovación pedagógica, uno que acerque las prácticas de la enseñanza a las revoluciones culturales de este tiempo? Todavía no está claro, pero una posibilidad que se abre en esa línea tiene que ver con el modo en que la docencia se sostuvo a partir de la colaboración entre colegas. Desde la ayuda solidaria para usar una aplicación hasta la decisión de abordar las clases en equipo articulando materias, todo en el marco de horas de debate y trabajo compartido para crear propuestas completamente diferentes a aquellas para las que nos habíamos formado. El emerger de la docencia como acción colectiva puede convertirse en el pilar de prácticas que superen la fragmentación entre materias, encuentren su sentido mirando los problemas reales y aborden horizontes de transformación y creación. 

No creo que una crisis nos haga mejores, pero estoy convencida de que las y los docentes aprendimos mucho -y seguiremos haciéndolo- en medio del dolor de la pandemia. Espero que eso nos ayude a reinventar la enseñanza para que sea realmente inclusiva y un camino más, uno esperanzado y esperanzador, para ayudar a construir un mundo mejor que este. 

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