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PERDÓN QUE INTERRUMPA Opinión

Si estás entre romper y no romper, la interna del otro partido de Estado

El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y el expresidente Mauricio Macri

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Siempre es “demasiado pronto para opinar” a la pregunta ansiosa por si se vive o no un cambio de época. Las promesas electorales más cosechadoras prometen sangre, no va más, y los Frentes crujen. Esta semana tocó el debate entre Larreta y Macri (una interna cantada) para completar los debates internos del peronismo. Cada Frente y su culebrón abonan a la pregunta del fin de los Frentes, del fin de una era. Cristina rompe, Macri rompe, y así. Pero de fondo en algo más se espejan: el partido opositor al peronismo kirchnerista (Pro) también tiene las costuras de un partido de Estado (aunque más chiquito). Porque el Pro es la ciudad de Buenos Aires. Y lo que discute es exactamente eso: ¿a quién dejamos en la ciudad?, ¿quién es el sucesor? Para el Pro gobernar la ciudad es gobernarse.  

La solución ortodoxa del intríngulis de base (¿quién será el próximo jefe de gobierno porteño?) que Macri impulsa es su primo Jorge. Porque al final… siempre prima el clan. Horas desesperadas de la identidad (y los negocios) que están en juego. Se lee clarito en este tweet de un tal Carlos Ruckauf del 11 de abril: “Si los porteños permiten que la caja de CABA esté en manos de la @UCRNacional tendremos kirchnerismo gobernando nuevamente a nivel nacional en el año 2027. Digan lo que digan, hoy el adversario no es el kirchnerismo sino los radicales”.

Un consultor que ficha en Uspallata razona si una pelea tan abierta “tendrá algo más calculado de fondo”. Cita sin citar un síndrome macrista, creer que todo tiene cálculo, acuerdo, intimidad. El consultor agrega que Larreta tiene un problema de base. “¿Es tan político que ya no es político?”, digo yo, y él dice así: “crece el bloque anti sistema, la sociedad demanda más un liderazgo profético y visionario que un estadista”. En tiempos sin hegemonías, ¿qué podría ser hegemónico? Juntos por el cambio se lleva el dilema para adentro: romper o no romper el equilibrio con el que se capeó la crisis hasta ahora. De un lado Bullrich y Milei, del otro Larreta. Los que quieren romper un sistema y el que (parece) lo quiere defender.

Pero este paso “desafiante” de Larreta contra los intereses de Macri camina sobre un vacío: la crisis que desfonda el piso del “empate”, del bloqueo mutuo, de una grieta sostenida como catarsis de las partes para solventarla con desahogo emocional, el incendio controlado. A ese mundo de tensa “armonía”, de cada cual con su plaza del aguante, su canal de televisión, sus teorías, sus periodistas que gritan, la inflación (7,7), la pobreza, el no future ya se lo come por dentro.

Pero esta semana todos esperaban el arrugue larretista. Sonaba lógico. Y vimos que no, y asomó un mini vértigo. Porque si Larreta -que transpira encuestas, cálculo, conservación- arriesga, ¿frente a qué riesgo estamos?

El pelado

Fue el primer Peña. Jefe de campaña, trayectoria burocrática, palabras sacadas a cuentagotas. Hombre gris de partido para solucionarle a Macri la tarea política y mostrarlo como uno que llegó de afuera. Ese era el valor del primer Pro (Compromiso para el Cambio): venir de afuera, aunque estuviera lleno de políticos detrás. Al menos el líder sí. Y en eso hacían la conexión con la era que los parió (el 2001): no ser del sistema, ser los nuevos y exitosos en otro lado, los que exportan a la gestión pública las virtudes eficaces del sector privado. Esas eran sus coordenadas sencillas, aunque la descripción a esta altura parezca peyorativa. Pero el packaging de Macri tenía eso para una sociedad con políticos escondidos atrás de los arboles.

Ocurrió que a ojos del kirchnerismo naciente había un ingrediente ideológico que le ponía un techo de cristal a Macri y que hizo, incluso, alentar y subestimar su proyección: en su versión romántica de la Argentina “periférica” el hijo de un empresario rico nunca llegaría a presidente. Esa fue la parte de “elegir a Macri”. Como si del 2001 haya quedado un mandato anti capitalista de fondo.  

Macri logró con paciencia lo que se propuso: presidir Boca, ganar la ciudad y presidir la Argentina. Larreta fue el primer candidato a vicejefe de gobierno porteño junto a él y luego ocupó el lugar clave: jefe de gabinete. Y finalmente fue jefe de gobierno porque en 2015 Macri se jugó por él (a la herencia hay que ponerle el cuerpo). Lo hizo en la interna contra Gabriela Michetti, la que supo ser símbolo del rostro “humano”. Macri fue brutal y a fondo, porque la ciudad es el gran negocio, la identidad, el ADN. Y ellos serán los caudillos modernos de una ciudad moderna, sucia, cosmopolita, maravillosa, pero en la que adentro del adentro un delegado de SUTECBA toca la flauta, la serpiente baila, el viejo viejísimo puerto. “Águila negra coronada en oro y la cruz de la orden de Calatrava en rojo, símbolo del Reino de Castilla y León.” Nicolás Rivas, investigador y trabajador social, se pregunta si en los informes de inspectores municipales entre 1870 y 1890 no están los primeros informes sociales del país a partir de las “ordenanzas municipales positivistas e higienistas” (las visitas domiciliarias). CABA: cruel mostrador de Dios y, también, un raigal de la patria.

¿Qué palabra tiene Larreta en la frente? Gestión. Nadie dirá que “no labura”. Gestionar es, también, la artesanal obligación de un intendente: escuchar. A Macri no le sale. Se nota que se quiere ir. Que lo espera el auto, “las milanesas de Juliana”, ver el partido a las 9. Hay una fobia, indolencia, dos pesos sacados por la ventanilla. Macri eludió esa escuela que consiste en quedarse escuchando al vecino aunque te estés meando. La CABA es así, cada vecino pide la pelota, y Macri paró delante, entre él y ese mundo real, a Larreta, estoico, para que sea además de su complemento weberiano el que diga sí, señora, tenemos a punto la ejecución de la obra de paso a nivel pero estamos esperando que destraben los fondos.

Larreta dijo que desea ser presidente. Dijo que lo dijo de chiquito. No es un “cuadro ideológico”. Tanto, que la lluvia ácida de temas (las Taser, los alquileres) lo enfrenta al despiste clásico: ya ni sabe qué piensa. Lo lógico a pensar de él: que los pragmáticos se atan a los consultores y navegan sobre aguas turbulentas dando señales (cada vez más inverosímiles) según el viento. Carecen de algo que sabe nombrar muy bien Hernán Vanoli: el commodity de los influencers, la sinceridad. Larreta es insincero en una época en que parece que el negocio es parecer influencer.

Pero enfrenta un drama a pesar de su liviandad. Su tensión con Macri lo enfrenta a una trascendencia: ¿matar al padre? ¿Hacer la suya en un partido fundado bajo el halo del “dueño de la marca”? ¿Un Pro bajo control obrero? O lo que dice Juan Di Loreto acá: “Hasta hoy, Larreta al Gobierno no necesariamente quería decir Larreta al poder. Por eso mismo su decisión parece ser más bien estratégica, de largo plazo. Si Alberto Fernández nunca construyó el ‘albertismo’, Larreta no tiene más opción que convertirse en un ‘ismo’ para llegar el poder”.

Los peros. Un estilo asociado a Scioli: imaginar siempre que las cosas se arreglarán a su favor, que la mano invisible de la Historia se ordena para él, que alcanza con mostrarse “candidato natural”, que la guita suplanta liderazgo, que es posible “blindarse” en el siglo 21. Que no rompe, que continúa. Nunca romper nada: en su reino del Plata a todo lo que se movió le puso una baldosa o un contrato. Pero ahora hizo algo que no sabemos si es poder: hizo algo que los demás no esperaban de él. Plantarse. La ciudad de Buenos Aires tendrá elecciones concurrentes.  

Del renunciamiento al veto

Macri armó un partido y ganó las elecciones rompiendo el prejuicio contra “el político de clase”. Olfateó que había un pueblo que no tenía quien le escriba y fue por él: hizo su lectura de lo popular, que tenía detrás más fútbol que pobres. Elemental. Presidente de Boca, fama de seductor y barra de amigos. Su “narrativa” de superación fue un secuestro. Unos días en un pozo a merced de una banda de policías que pedían rescate. Esa también fue parte de su temporada en los noventa. Partido porteño de Estado y mejor amigo del campo.

¿Quién es Macri? Trabalenguas. Fue el tercer presidente no peronista de llegar a la presidencia. Fue el primero en llegar sin ser radical. Fue el segundo ex jefe de gobierno porteño en llegar a la presidencia. Fue el primer presidente no peronista en cumplir mandato sin salida anticipada. Su paradójica centralidad, su base intensa, cerciora un liderazgo que sobrevivió al fracaso de su gobierno. Su fuerza política es hija de tres acontecimientos: el 94, el 2001 y el 2008. O sea: la reforma constitucional que dio autonomía porteña y le permitió ser alcalde; la pueblada que forjó una primera ola contra la política, y a la que se subió (no se decía casta, se decía que se vayan todos); y el conflicto con el campo que dibujó el mapa de alianza entre las ciudades y la zona núcleo, al que supo representar. Macri, alérgico a la Historia, está lleno de ella. Constitución, cacerola y soja.

El macrismo renovó la tecnología política porque su obsesión era clara: ¿cómo comunicar un ajuste o cómo hacer pasar por débil al fuerte? Las cosas de las que era común mofarse de ellos se incorporaron al repertorio comunicacional de todas las fuerzas. Nadie no hace hoy focus group, por decir la más obvia, y aún cuando ante cada cisne negro que amenaza al macrismo, se repita “¿a ver ahora qué les dicen los focus?”. Como las “camaritas” de Massa, fueron pioneros de mercancías que produce y consume todo el espectro político.

El primer mundo Pro estaba más en la vía del ecuatoriano de que “todo lo hacían sostenidos en un cálculo fino y estudiado”. Se ufanaban de saber más de la sociedad que cualquiera, hasta que la ajustaron y… Pero los argumentos de esa teología eran los ideales de Jaime: una sociedad horizontalizada por internet, de votantes libres y reacios a líderes mesiánicos, una mayoría ajena a conversaciones políticas (“¿Sabés cuál es el porcentaje de contenido político que se comparte en whatsapp? Un 10%”). La centralidad política, corazón de la politología k, no les importaba. Querían gobernar “por abajo”, sin pactos corporativos porque las Corporaciones son los padres, sostenían. “¿Quién te asegura un pacto? Cada referente que firme un acuerdo se convierte en estatua de sal.” Ese era su credo.

Pero el período de oro, ese romance con la sociedad y el patrimonio de lo nuevo, duró hasta 2018, cuando comenzó la crisis que no domaron. De la “reelección asegurada” pasaron a la etapa agónica: sale Marcos entra Pichetto. Bancar los trapos diciendo lo que pensamos. Fin del monopolio de Durán Barba y nueva etapa cruda. Del gradualismo al no me dejaron ser yo.

No hay dos sin tres

El desenlace del gobierno de Alberto (entre impericia propia, fuego amigo y cisnes negros) dejó servida una elección que el “macrismo originario” vive con ambiciones sin frenos inhibitorios. El escenario, al no ser cuesta arriba como le gustaba a Durán Barba, tiene tufo a elección ganada y los desborda. El macrismo quería siempre jugarla de atrás. Ir a ganador los descoloca, se ordenaban mejor según la necesidad. Su estado ideal era sentirse subestimados, jugar un poquito a la víctima del bullying político, bailar Tan Biónica y lograr la reacción solemne y acusatoria de -como dice Francella en “Mi obra maestra”- “los sociólogos peronistas” que aman odiarlos. Pero ya no hay margen para juegos. La sociedad sufre y le auguran más dolor. La crisis pide que nadie se haga el boludo. Y ahora los amarillos se enfrentan a algo para lo que están menos preparados: a ellos mismos. (Ups, ya los estoy subestimando.) 

MR

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