COLUMNA NÓMADE
El sueño de mi madre y el de Coleridge
En 1918, Marcel Duchamp se cansa de estar en Estados Unidos y decide viajar intempestivamente a Buenos Aires. Le llenan el oído con que es una de las ciudades más europeas de América del Sur y que se puede vivir de manera frugal, haraganeando, algo que para Marcel es esencial. Va a pasar en Buenos Aires una corta temporada donde se va a dedicar casi exclusivamente a trabajar en los bocetos del Gran Vidrio y a jugar al ajedrez de manera fanática. En la correspondencia, es taxativo con Buenos Aires: “Buenos Aires no existe, es sólo una gran ciudad de provincia de gente muy rica sin gusto alguno, que compra todo en Europa, hasta las piedras sobre las que edifican sus casas. No se fabrica nada aquí, de modo que encontré pastas dentífricas francesas que había olvidado por completo en Nueva York. No hay salidas por la noche: la ”gente bien“ se ve entre sí, no tiene las mínimas ganas de conocer a otras personas más que las que ya son costumbre. Muestran mucha arrogancia en su modo de actuar. Creen que Nueva York está totalmente construida en oro y respetan mucho a las personas que hablan inglés, aunque sea mal”. Katerine Dreider -una amiga de Duchamp que lo sigue hasta Buenos Aires- escribe: “Es inadmisible que lo más importante para la mujer en Argentina sea buscar casarse antes que buscar la felicidad”.
Un amigo soñó -y nos contó- un sueño extraño. Estaba en su casa y de golpe una voz le decía que tenía que abandonar todo lo que poseía y subir las pocas cosas que le importaban a su auto y tomársela. ¿A dónde ibas? Le preguntamos. No sé, ahí me desperté. Medio desesperado. Otra amiga que estaba escuchando el relato mientras tomábamos unos tragos, le dijo que su hermana Margarita había completado su sueño. Que ella soñó que estaba en un auto y que llegaba a una ciudad bajo la nieve, que no recordaba -en el sueño- nada de su pasado y que tenía en el bolsillo las llaves de una cabaña en un bosque y que entró en la cabaña, bajó las pocas cosas que llevaba en el baúl del auto y que se dijo: acá puedo ser feliz. Y se despertó con una sensación de paz. Pensé que estas personas para soñar necesitaban un auto. ¿Pero los que no saben manejar? ¿Qué hacen?
Pasé hace poco unos días con mis hermanos y les conté que nosotros sabíamos cuál había sido el sueño de nuestro padre: ser actor. Pero ¿cuál era el sueño de mi madre? Nunca lo contó. ¿Nunca lo supo? ¿Quién era mi mamá? ¿Por qué no nos contó cuál era su sueño? ¿No le dimos el espacio para que lo contara? ¿O era un sueño que iba en la dirección opuesta de nuestra familia?
Samuel Taylor Coleridge, en el verano de 1797, se había retirado a una granja y porque debería tener algunos problemas que lo rondaban, decidió tomarse un hipnótico para poder dormir (en algún momento de su vida, Coleridge fue adicto al opio). Antes de dormirse estuvo leyendo un libro donde se narraba la construcción del palacio de Kublai Khan, el emperador amiguito de Marco Polo. Coleridge cayó en un sueño profundo y soñó un poema sobre la construcción del palacio del Gran Khan. Cuando se despertó empezó a escribir el poema, pero fue interrumpido por la visita de un hombre que venía de la localidad de Porlock. El tipo era un comerciante y tenía urgencia en hablar con el poeta inglés. Coleridge trató de recordar el poema mientras hablaba con el hombre de Porlock y cuando éste se fue trató de continuar escribiéndolo, pero parte de lo que había soñado se había desvanecido. De manera que lo que pasó a la posteridad fueron apenas cincuenta versos, un fragmento lírico llamado Kubla Kahn.
En Inglaterra, cuando uno pierde la inspiración, se dice que te llegó el hombre de Porlock a interrumpirte. A mi padre, del sueño de ser actor lo despertó el hombre de Porlock y le dijo que era un actor muy malo y que si quería mantener a sus hijos iba a tener que trabajar de otra cosa. Mi madre, más perspicaz, mantuvo en secreto su sueño. No dejó escrito nada. Cuando yo quise estudiar filosofía me dijo que iba a perder mi vida en cosas que me iban a calentar la cabeza. Todo el tiempo me insistía en que hiciera cosas, que me moviera sin pensar mucho, que eso me iba a llevar a la felicidad, pero yo nunca fui muy dotado para ser feliz.
Escribió Coleridge sobre la ejecución del poema: “Descubrí con no pequeña sorpresa y mortificación que si bien retenía de un modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas dos o diez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra, pero, ay de mí, sin la ulterior restauración de estas últimas”.
Para poder tener un sueño, mi madre tuvo que estar en coma, en una sala de cuidados intensivos. Los médicos nos dijeron que era difícil que volviera de ese estado vegetativo. Pero volvió completamente sana. Una tarde me dijo que quería contarme lo que le había pasado mientras estaba en coma. “Veía una luz muy fuerte en el horizonte y yo iba hacia ella, pero no caminando, flotando y unas plantas que se desprendían del cielo me acariciaban la cara mientras avanzaba. Un montón de gente salía a recibirme. Estaban todos vestidos con túnicas blancas. Fue un estado sensacional, de mucha paz. Ahora no le tengo miedo a la muerte para nada, por eso te lo quería contar”.
FC
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