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QUÉ ESCUCHAR

Suna Rocha, el Cuchi, Spinetta, Leda y María, Sui Generis: de zambas, romances y baladas que cantan a la muerte

Suna Rocha

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“Me voy quedando”. Suna Rocha, en el disco SOS Agua, (Acqua Records)

La canción habla de quien siente que se va yendo. Y se llama “Me voy quedando”. La compuso Gustavo “Cuchi” Leguizamón. No la grabó en disco (y es que apenas grabó uno solo y el sello Philips, teniéndolo terminado y con tapa y todo, jamás quiso publicarlo). La tocó en vivo, en piano solo y lo registró, de manera casi casera, en una casa de Olivos, para De Ushuaia a La Quiaca de León Gieco.

Es una zamba. La compuso casi al final de su vida y la letra empieza diciendo “Me voy quedando ciego/ la luz titila en mis huesos,/ sólo la noche derrama/ su esperanza en el silencio,/ dorado, herido/ por lunas que pasan cantando”. Comenta, involuntariamente, otra zamba. Una pequeña obra maestra donde un adolescente, casi un niño, imagina la misma escena, la de quien se despide de su vida. “Ya me estoy volviendo canción./ Barro tal vez”, escribía Luis Alberto Spinetta en 1965, a los quince años, en esa zamba temprana que grabó diecisiete años después, solo con su guitarra, e incluyó en el álbum Kamikaze. Su texto, eventualmente, anticipa el de otra despedida, allí donde el alma –y el canto– se desprende del cuerpo en “Durazno sangrando”.

“Me voy quedando” es una canción desgarrada. Y el desgarro forma parte de su estructura melódica, con sus líneas quebradas y sus saltos desde los extremos graves a los agudos. Esas melodías siempre sorpresivas, extraordinarias en sus angularidades, típicas de Leguizamón, que el Dúo Salteño, y los arreglos que para ellos componía, llevaron al terreno de la disonancia y de ese canto al borde del grito aprendido de las copleras. Me cuenta un amigo que Gerardo Rozín, en su último programa, que sabía una despedida, cantó “Me voy quedando” junto con el grupo Dos Más Uno . Era un hombre que amaba las canciones y dedicó a ellas y a sus compositores e intérpretes gran parte de su carrera periodística. No es una canción cualquiera. Es una última canción y hay más de una interpretación valiosa. Liliana Herrero la cantó con el guitarrista Juan Falú como cierre de su álbum dedicado a Leguizamón y Castilla. Y también, antes, con el notable Diego Rolón en guitarra y con una exquisita participación de Nora Sarmoria en piano, en el disco El diablo me anda buscando.

Hay, en esa zamba postrera, una cualidad evasiva. Un misterio, en todo caso. Un equilibrio casi imposible –quizá como en toda despedida– entre el dolor y el pudor. Y hay, en una de las interpretaciones registradas en disco, una visión de ese arcano. Suna Rocha, en su primer disco grabado para el sello Acqua Records, en 2010, con unas mayúsculas en su título (SOS Agua) que juegan entre la invocación y el pedido de socorro, logra una comunión prodigiosa entre intimidad, fuerza y delicadeza. En dúo con el guitarrista Daniel Homer construye una pieza magistral que no cede en ningún momento ni a la ingenuidad ni al manierismo o la afectación. Consigue, como Brecht hubiera soñado, que la expresión sea el fruto de la contención.

Otras canciones. Otras despedidas

La muerte ha sido uno de los grandes protagonistas del arte. Y un personaje insuperable en las canciones. María Elena Walsh y Leda Valladares, como Leda y María, cantaron el “Romance del enamorado y la muerte”, una de esas clásicas historias donde quien escapa de la muerte no hace otra cosa que ir a su encuentro.

Otro dúo, el de Charly García y Nito Mestre, cantaban a su imaginada muerte en la canción de ese nombre pero, sobre todo, se asomaban a la idea de la despedida en “Cuando ya me empiece a quedar solo”, incluida en Confesiones de invierno, de 1973.

“¡Vete, ah vete!/ ¡Vete cruel esqueleto!/ ¡Soy aún joven, sé amable y vete!/ ¡Y no me toques!” ruega la doncella. Y es la muerte quien responde: “¡Dame tu mano, dulce y bella criatura!/ Soy tu amiga y no vengo a castigarte”. “Déjate en mis brazos caer y dormirás plácidamente”, escribía Matthias Claudius en el poema al que Franz Schubert puso música cuando tenía veinte años y que le prestó su melodía a uno de los movimientos de su penúltimo cuarteto, compuesto poco antes de morir, y su título, “La muerte y la doncella”, a una novela corta de Juan Carlos Onetti y a una película de Roman Polanski.

El musicólogo Simon Frith dice que en las canciones es la música la que da significado a la letra y no lo contrario. Él se refiere al pop pero difícilmente podría haber una frase más certera para describir el sentido con el que la melodía –la agitación de la doncella, la calma casi estática de La Muerte, la diferencia de registro entre los dos personajes– y, en particular, el piano ominoso atraviesan al texto en el lied de Schubert, aquí en una fantástica interpretación del barítono Matthias Goerne junto con el pianista Helmut Deutsch.

Y es posible que no haya canción más triste que aquella vieja balada anglo escocesa en la que Lord Rendall (o Randall, en algunas versiones) cuenta cómo se va muriendo, envenenado por su amada. La canción pasó al folklore norteamericano, a veces con parte del texto cambiado, a veces con su música transformada. En todas el lord dialoga con su madre, que le pregunta donde ha estado, y le pide que le prepare pronto su cama.

Aquí puede escucharse por el contratenor (o falsetista) Andreas Scholl junto con Andreas Martin en laúd, aquí por el recopilador Ewan McColl –el mismo que dirigió musicalmente a los balleneros (y canta entre ellos) en la escena en que zarpa el Pequod, en la Moby Dick de John Houston– y aquí por Steeleye Span, uno de los grupos que se acercó al folk británico desde el prog rock –o lo contrario–.

DF

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