Leo A cuatro patas, el nuevo libro, de Miranda July con la misma pasión adictiva con la que leí todos sus otros libros. Miranda July es, como Vivian Gornick o Rachel Cusk, una de esas autoras que me da culpa leer. Pienso que son perfectas, que me atrapan por completo, que me devoro sus libros como golosinas y que por eso no aprendo nada de esas lecturas. Supongo que es un resabio un poco kantiano, pensar que las cosas que una disfruta sin esfuerzo son menos serias que esas que te aburren y te cuestan. Hay algo de cierto, también; la nueva serie de Lena Dunham no me gustó, y todo eso que no me gustó me sirvió para entender lo que sí me había gustado de Girls, lo que estaba ahí y que la serie nueva no tiene. Las obras con las que una no conecta en términos emotivos se prestan a una mirada fría y casi técnica que hace falta para leer y para escribir, para producir y para criticar. Pero pensar que una no aprende nada de las obras que quiere es como pensar que no se aprende nada de las cosas buenas de la vida, o del amor o del placer. Es otra manera de estudiar, es cierto: es aprender sin tomar distancia, aprender el valor de la obra de alguna manera desde adentro de la obra, desde ese estado extrañísimo de aceptación y entrega total en el que te meten las cosas y las personas que te gustan.
A cuatro patas es el más autoficcional de todos los libros de July; la protagonista es una escritora de más o menos su misma edad y más o menos su mismo nivel de éxito (“soy una celebridad menor”, dice en un momento) que vive, igual que July en la vida real, en Los Angeles con su marido y su hije no binarie. A cuatro patas deja de relieve una verdad sobre la autoficción que es cierta en general de todos los buenos ejemplares del género, sean más extraños o más convencionales, pero que rara vez se explicita: lo que tiene de autobiográfico el libro es el universo y la protagonista; los eventos de la trama, en cambio, son evidentemente inventados. Creo que la mayoría de los textos que he leído contra “la moda” de la autoficción fallan en ver esto o al menos en dar cuenta de ello: la autoficción casi nunca, salvo cuando efectivamente se vuelve testimonial y cruza entonces más al terreno definitivo de la crónica, la autobiografía o el ensayo personal, se trata de contar algo que pasó. En general, la autoficción se trata de plantarse en un mundo aparentemente real para contar algo que no pasó, pero que podría haber pasado, algo que podríamos imaginar pasando en ese mismo mundo que habitamos en la vida cotidiana; una vida que quizás no nos gustaría vivir pero que evidentemente nos parece interesante; una vida que soñamos, aunque sea a modo de pesadilla. Es es lo que ubica a la autoficción no solo firmemente en el terreno de la ficción, sino incluso casi en el del cuento de hadas: un sueño, una parábola, algo que viene a querer enseñarnos algo sobre la vida que llevamos más que a describirla.
Pienso en algo que empecé a notar sobre July desde la primera vez que la leí, pero sobre todo desde su novela El primer hombre malo. Ya no me acuerdo de cómo formulé la frase la primera vez que la puse en un cuaderno, pero era algo así como que July trabajaba con una especie de surrealismo psicosocial: juega con las normas invisibles de la conducta humana de la misma manera en que los surrealistas jugaban con las leyes de la física. Coquetea con el imposible para mostrar algo sobre lo posible. No hay nada fácticamente prohibido en que una mujer enseñe natación en la cocina de su casa, mostrando los movimientos en tierra a otras personas que también los practican en tierra (allí mismo, sobre el porcelanato), como sucede en uno de los más famosos cuentos de July, pero tampoco parece estrictamente probable que eso suceda. El mundo ficcional de El primer hombre malo era aún más delirante, sobre todo en el modo en que arma los vínculos y las pasiones entre personajes: me encanta ese libro, esa versión extrema de July en la que lleva todas sus perversiones hasta las últimas consecuencias. Pero me encantó también este, A cuatro patas, en el que July fortalece en el universo literario y sensorial que organiza la relación de la perversión con la normalidad. Este libro, lo sabe cualquiera que lo haya leído, se trata sobre lo absolutamente desviado que es ser esposa y madre: todo lo que pasa después (la protagonista abandonando su “viaje iniciático” de mediana edad para dar vueltas en torno de su propia ciudad y luego instalarse en un hotelucho a enamorarse de un joven casado y contratar a su esposa para redecorar una habitación del mentado hotelucho) se trata de seguir investigando eso mismo. No la vida extraordinaria de una mujer capaz de esas excentricidades, sino la locura absoluta de intentar construir una familia y convivir con todas las tensiones, los secretos, los silencios, los amores y los odios necesarios para mantenerla más o menos a flote.
Pienso, también, en un sentimiento que July evoca muy bien en todas sus obras y que menciona varias veces de manera explícita en esta novela; no sé bien qué nombre tiene, pero es algo así como un hambre de quedarse quieta. La semana pasada escribí que una de las pulsiones masculinas más oscuras es esa “compulsión evitativa” que los lleva a sepultar el celular para no contestar un mensaje que no quieren contestar o salir a comprar cigarrillos bajo la lluvia más torrencial con tal de no tener una conversación incómoda; en estos días, leyendo de nuevo a July después de muchos años, entendí o recordé que las mujeres también tenemos una versión de eso, aunque sea un poco diferente (pido perdón por estas generalizaciones binarias y suplico que se entiendan en un sentido muy laxo y muy trans: hábitos y disposiciones codificados culturalmente como femeninos o masculinos, pero que puede tener cualquiera). En algún otro libro de July, creo que en El primer hombre malo, la protagonista pasaba semanas enteras sirviéndose la comida en el mismo plato y comiendo con el mismo tenedor, gozando de la belleza de dejar todo lo demás inalterado, habitando la fantasía de una vida sin fricción con el mundo. En A cuatro patas July habla varias veces de esta ansiedad de cambiar de situación; le gusta el sexo, le gusta bañarse, pero solo le gustan una vez que ya ahí; antes le da fiaca, le da rabia, le da miedo. Antes haría cualquier cosa por no tener que cambiar de estado, no tener que mojarse ni sacarse la ropa. Es interesante que, efectivamente, la fantasía escapista que le arme a su protagonista finalmente termine también en eso, no en irse a Nueva York como tendría planeado sino en quedarse cerca, muy cerca, obedeciendo sus caprichos más delirantes desde un estado mental que se siente más como un regreso a la comodidad disparatada de una niña que la huida madura de una joven rebelde.
TT/MG