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Perdón que interrumpa Opinión

Tango y cash: el dólar y la más maravillosa música

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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“Música porque sí, música vana

como la vana música del grillo“

(“El grillo”, Conrado Nalé Roxlo)

 

Si somos lo que nos llevamos al oído, empecemos por este flashback al año 2004. Una trabajadora social en el barrio Ramón Carrillo, Villa Soldati. Cierre de una reunión en el centro de salud de organización de una “feria ambiental” del barrio. La trabajadora social ve venir el ruido del sábado por la mañana como una aplanadora. Propone una moción de orden: que en los parlantes suene música clásica. Busca un remanso al machaque de cumbia. El ambiente también es sonido, nos quiere decir. Corren los primeros años después del estallido y la vieja fuerza del Estado se revive en primera persona. Se le hizo caso, un rato. Ella llegó con su CD, bajó del Premetro, caminó cien pasos, lo sacó de la cartera feliz como una princesa de 15 que elige la canción para entrar a su fiesta. Un gato atorrante se lame y limpia, salta y corre: lo podríamos llamar el gatito de Tchaikovsky. Suena “El lago de los Cisnes”. La trabajadora social sonríe entre la indiferencia.

Diez recitales dará Coldplay en noviembre. Diez River. ¿Habrá país en noviembre? ¿Habrán dólares? Perón preguntó en la prehistoria: ¿Alguien ha visto un dólar? La Argentina, “nuestro público”, nosotros, los nietos de los que no vieron un dólar pero los hijos del 1 a 1, somos esa madre adoptiva que te agarra a Los Ramones y te los despide en un estadio lleno, o que le estalla el pecho de popularidad a Iron Maiden. O con los Rolling Stones, que saben que acá juegan de local hace décadas (y como una premonición de esa “localía”, Abel Gilbert y su oído absoluto nos fijaron que en un tocadiscos del sótano de la ESMA sonaba incansablemente “Satisfaction”). ¿Cuál es nuestra última adopción? Coldplay. Chris Martin, el pequeño angelito que lidera el grupo, en la última gira llevó lejos el sentimiento recíproco y tocó “De música ligera”. Cerati lo miró desde el cielo. Pero hay más: Coldplay hizo de su “amor a la Argentina” un tango. Es mejor saberlo que escucharlo.

Elton John junta multitudes. Paul McCartney festejó sus 80 años en el festival de Glastonbury hace unas semanas. Y acá Coldplay (los últimos jóvenes viejos) alcanzó un récord de entradas vendidas para diez recitales en River que irritó al manager de Roger Waters, según cuenta Daniel Grinbank, que lo cruzó en Nueva York. En una llamada por guasap Grinbank explica la logística de Coldplay y cómo es que se embolsan los 15 millones de dólares (irrisorios para la escala del Banco Central, pero obscenos para la famélica verdad argentina). Grinbank conoce de memoria el negocio (aunque los Coldplay son ajenos), y antes de cortar la llamada me recomienda una canción que para él capta este boom de estadios llenos en el mundo: “Los restos del naufragio” de Enrique Bunburry. “Nos queda Leonard Cohen, Tom Waits y Nick Cave”, dice el español. Y en medio del naufragio, una náufraga.

La porteñita

 -¿Cómo es tu nombre?

-Alejandra

-¿Y tu nombre artístico?

-La porteñita del Obelisco.

-Pero naciste en Córdoba…

-Ssshhhh.

En la vida de Alejandra el tango es reciente: hace pocos años que lo estudia, y ya grabó un demo en Córdoba. Desde donde viaja a Buenos Aires para promocionarlo. Va y viene, va y viene. Lleva los temas en un pendrive, una valija de ropa y un bolso con un parlante. Su ropa, sus botas, su sonrisa, el misterio entero parece que lo sacara de una película que uno no termina de saber cuál es porque tiene un poco de todas encima. Probemos con una época: parece un personaje salido de las películas de la transición democrática.

La conocí una mañana. Ella estaba sentada junto a Damián, otro músico que toca en el pasaje subterráneo que cruza la 9 de julio de Carlos Pellegrini a Cerrito. Damián toca la guitarra en ese pasillo donde hay un bar, locales de fotos antiguas, ropa militar, peluquerías. Alejandra llegó hace pocas semanas pero se hospeda en un clásico hotel de avenida de Mayo (“al que voy siempre”) y cita a todos los que quieren hablar con ella en “La Gayola”, un bar de la esquina, desde donde se ve el Obelisco y la mole del edificio del Ministerio de Desarrollo Social.

Sabe y no sabe que tiene entre manos un cuento intacto: los que vienen del interior al centro. Se encajó un apodo (“Me dicen La porteñita del Obelisco”), y suena con todo el estereotipo con la fuerza ciega de desconocerlo. Alejandra descubre Buenos Aires. Y con cinco minutos de conversación ya te das cuenta que escapa de algo, de cosas, de fantasmas, como todos. Aunque sorprende el desparpajo con que pisa Buenos Aires: no hay arrabales, se va ahí, al hueso el Obelisco donde, sea de día o de noche, semana o fines de semana, pasa gente. Una talibana en las torres gemelas.

-¿Qué grabaste en el demo?

-“Se dice de mí” de Tita Merello y “Fumando espero”.

-¿Cuál es tu rutina? ¿Dónde salís a cantar?

-Generalmente sobre Corrientes.

-¿Y cómo te animaste a cantar en la calle?

-Damián me ayudó a debutar en la calle. Yo canté en cafés, en casamientos, hasta en un cementerio, pero nunca en la calle. Hay códigos, los músicos se respetan y tienen su espacio. Yo vengo sola, no tengo asistente ni equipo de sonido profesional. Tengo este equipito con el que me puedo parar en un subte, un café o lugares chiquitos.

-¿Cómo llegaste al tango?

-Porque la vida lo quiere. Tiene mucho que ver con el dolor que me tocó pasar. La pérdida de un hijo, la pérdida de mi padre. Ocho años con una pareja que pensé que era el amor de mi vida y después me abandonó.

Alejandra estudió la carrera de Licenciatura de Artes porque soñaba con ser actriz y cantante, desde chiquita. El tango vino de la mano de un amor: Roberto, al que apodan… “Tito”. “La persona de la cual me enamoré en el peor momento de mi vida. Nos conocimos un 25 de junio del 2014 en el Parque las Heras de Córdoba y me lo presentó un amigo escultor. Roberto tiene 78 años.” Su hito artístico: Alejandra cantó el himno nacional cuando asumió Alberto Fernández. Junto a otros músicos lo entonó en el escenario delante de la Casa Rosada. “Esa es otra historia”, me dice como sacándoselo de encima, pero al toque me muestra el video de Youtube. Vuelve a su amor: “Tito, me quiso ayudar y me invitó a su casa. Nunca pensé que iba a sentir algo fuerte. Él siempre estaba trabajando con las máquinas, los cueros, las hormas y tenía la radio de tango. Entonces le preguntaba por qué le gustaba el tango, porque además él cantaba. Y me dijo que tomó clases con Tapia, uno de los profes de Gardel que vivió en Córdoba. Pero como Tito tenía el oficio de zapatero heredado de sus padres, no hizo lo que realmente quería. Hubiese sido un gran cantante.”

-Cuando te enamorás de Roberto te enamorás del tango.

-Sí, pero hay algo más: me enamoré del tango cuando falleció mi padre. Que no fue un fallecimiento. Fue un suicidio.

El padre muere el 7 de noviembre de 2014 y ella ya había conocido a Tito el 24 de junio de ese mismo año. En cuestión de meses se entrelazan las dos historias. “La vida me pone el tango en el camino y descubro cómo sanar el dolor.” Comienzo y debut: en el 2016 canta en el café “El Faro”, de Villa Urquiza. “Buenos Aires te da una cachetada para que vos te defiendas. No importa en la situación en la que estés. Te duele, te castiga, pero después te termina enamorando.”

-¿Cuáles son tus orígenes?

-Soy mestiza. Mis abuelos por parte de mi padre eran judíos polacos. Y por parte de mi madre eran más indígenas. Los polacos escaparon de los nazis. Yo aprendí mucho de mis abuelos polacos. Sobre todo, la sabiduría de trabajar la tierra en nuestro pueblo, en Agua de Oro. Tengo la mitad de mi familia acá en Buenos Aires, y la otra en Agua de Oro. De esos abuelos tengo los mejores recuerdos porque trabajaban con la huerta y con los animales. Se levantaban a la madrugada con el mate cocido, la miel, la peperina. Tenían esa seriedad de la honestidad y del cuidado de la casa. La exigencia del trabajo para comer.

En su “Segunda conferencia” sobre el tango, Borges comenta que Bioy Casares le contó del caso de un peón de estancia “a quien tenían que hacerle una operación inmediata, de urgencia, y muy dolorosa”. Dice Borges: “Le explicaron que iba a sentir mucho dolor, hasta le ofrecieron un pañuelo para que él lo mordiera mientras estaba esperándolo, y entonces este hombre dijo, sin saber que estaba diciendo una frase digna de los estoicos, una frase digna de Séneca: ‘Del dolor me encargo yo’”. Así parece haberle dicho el tango a Alejandra. Terminamos de hablar. Saluda a los mozos que la miran sin terminar de sacarle la ficha. Ella se para y se va. Los ojos bien abiertos. “Hay que ser pilla porque los tipos enseguida se confunden.” La mayor aristocracia es la que se hace a costa del propio estereotipo y del propio pellejo.

“La última curda”

Esta semana fue la semana de Aníbal Troilo: el 11 de julio es “su” día, en homenaje a su nacimiento. Como cantaban las viejas barras de las orquestas (“¡Al Colón, al Colón!”), y Aníbal lo pisó un día de 1972, entró por la puerta grande. Si toda música es una rockola para su tiempo, “La última curda”, publicada en el 56, es el epílogo de uno. Troilo compuso la música en 1954 y esperó dos años a que Cátulo Castillo escribiera la letra. Esa demora fue ansiedad porque sabía el pedazo de melodía que tenía entre manos. Y quizás era necesario el tiempo para que ese tango ajustara el reloj. La letra, finalmente, dirá Sergio Pujol, se acerca “al descenso del último grado del alcohólico” y, a la vez, dice Pujol, es la última estación del tango canción. Hay algo que cierra.

Amanda Peluffo, viuda de Cátulo, le cuenta detalles al enorme Emilio Del Guercio en el primer archivo audiovisual de la canción popular argentina. “Pichuquín, acá está la letra”, le dice Amanda entrando a los camarines del teatro Alvear en un entre acto. Se la da una noche de 1956. Por fin “La última curda” se completa. Pichuco tardará unos días en responder, hasta que llama a la casa de los Castillo y le grita “¡Bombita!” a Amanda, que se reía del otro lado de la línea. Troilo nunca más la llamó “Amandita”, le dirá “Bombita”. Bomba en el 56. “La última curda” es la larga confesión final, el fin de fiesta: “No ves que vengo de un país, que está de olvido y siempre gris, tras el alcohol”. Se estrena en agosto de ese año justo en que el poder se consagra a sacarse al peronismo de encima.

Pensemos en su primera y mítica interpretación: la noche que en su departamento de la calle Paraná (¡Paraná 467 2°A!), Aníbal y Edmundo Rivero ensayan, pasan horas puliendo la forma. De golpe, afuera, se junta gente, oyen aplausos, “¡otra, otra!”. La terraza de Abbey Road del tango. En su libro Una luz de almacén Edmundo lo cuenta así: “Las puertas del balcón estaban hacía tiempo abiertas de par en par, pero si hubiera aterrizado en el depto un plato volador no lo hubiésemos visto. Por eso tampoco advertimos que enfrente, en la vereda, se habían ido juntando muchas personas. Y ya cerca del amanecer, cuando se produjo la salida de la gente del cabaret, pareció que el mundo se venía abajo de aplausos y ovaciones”.

A ese tango le entra, por qué no, la niebla de los basurales de José León Suárez, los fusilados, ese país “de olvido”, su ocaso, caída lenta del telón y lo que empieza a no existir más. La amargura de Cátulo -peronista de fuste-, dice también el erudito Ricardo García Blaya, era también política. Final y novedad en el aire existencialista de su letra (“la vida es una herida absurda”). El dolor viene con modernidad. Cátulo arrastra en su genio el germen de esa misma modernidad que sofoca los restos del tango, del baile, del salón, del cuerpo a cuerpo… Gustavo Varela subraya una cierta correspondencia de fechas. En uno de sus imprescindibles libros, en Tango y política, escribe: “En octubre de 1955, un mes después de la caída del gobierno de Perón, Astor Piazzolla da a conocer su Octeto Buenos Aires, dispuesto -según él mismo afirma- a provocar un escándalo nacional y a romper con todos los esquemas musicales que regían en la Argentina”. Piazzolla escribe un manifiesto en el que pide la ausencia de “obras cantadas” y un público que escuche la música y no baile. Agrega Varela: “Ni verdad en la palabra dicha, ni cuerpos abrazados, es decir, se eliminan las dos formas de amalgama social que había tenido el tango desde sus comienzos. La vanguardia es quietud y abstracción.” En medio de ese año, Cátulo y Troilo también parecen decir, como el peón de Borges, del dolor nos encargamos nosotros.

De la Niebla del Riachuelo a la noche y niebla va el tango. “Negra leche del alba te bebemos de noche / te bebemos a mediodía la muerte es un maestro venido de Alemania…”, escribió el poeta rumano Paul Celan en su poema “Fuga de muerte” en 1947. Celan pasó dos años en un campo nazi de trabajo forzado hasta la liberación. Sus padres tuvieron menos suerte y murieron en un campo de exterminio. “Fuga de muerte” –escribió Julio Nudler en su magnífico libro Tango judío– evoca el tango que sonaba en los campos de exterminio: es el “tango de muerte”. Y se trata de “Plegaria”, la obra de Eduardo Bianco dedicada “A su majestad el Rey Alfonso XIII”, derrocado en 1931 en la instauración de la breve República Española. Dice Nudler: “No se trataba de un cabaret del Bajo porteño, ni de un prostíbulo de Balvanera, ni de un club de barrio en perfumada noche de baile. Era sí la Década de Oro, la del ’40. Pero para ese tango de Bianco el escenario era otro”. Las orquestas de músicos judíos obligados a tocar, violinistas al pie de las fosas (“Suenan los violines violentos y los vientos ventrales cuando ellos se retuercen”, escribió Néstor Perlóngher). Vayamos a nuestros Auschwitz criollos. Como muestra la película “Asesinato en el Senado de la Nación” y la escena de tortura: el verdugo pone un disco, se escucha a Agustín Magaldi, canta “Virgen de Lourdes”. El torturador suspira. El tango de los dos lados de la picana. El tango en el balde de agua electrizada del siglo 20. De que duela me encargo yo, parece decir el reo policial, el jinete de la electricidad argentina.   

Si yo fuera fan de Coldplay lo ocultaría

Chris Martin es el carisma de Coldplay con una forma insoportable de “actitud positiva”, con la que también puede sobrevivir a la lluvia ácida de la crítica. “Aprendí a soportarla y a enfocarme en quienes hacemos felices”, dice, y contiene, en sí, al anti héroe que reformula la crítica: “Si yo fuera fan de Coldplay lo ocultaría”. Sabe que tiene todo en contra: menos el público. La banda suena como una campaña presidencial de Obama: la pasada euforia globalista que estalló revive ahí. De hecho la voz de Obama se incluyó en una canción (“Kaleidoscope”). Luces de miles de iphones iluminan canciones cantadas en los bares trendy de las ciudades. La banda no es de culto, es de ocultos, lo que te gusta y no decís, esa fe se tiene Chris Martin, que ya parece un coordinador de viaje de egresados: paseemos por las estrellas. Millonario y hipster, debajo de la baldosa de Coldplay está Bono y The Edge tocando en el metro de Kiev, debajo del metro de Kiev el mar negro. Toda música y su tambor de guerra. Y bien, no sabemos en noviembre dónde estaremos, con qué ministro y la desgracia. Alejandra dormirá en un hotel viejo de avenida de Mayo con sus maletas y en una voluta de humo bailará con su abuelo polaco. Troilo seguirá eterno como el tango de nuestras fosas comunes. La música es electricidad + Dios. Y la trabajadora social soñará que baila “El Lago de los Cisnes” en la avenida Cruz. Y llegará Coldplay y tendrá tus ojos: embolsará sus 15 millones de dólares en la fiesta final, en la última curda del dólar argentino.

MR

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