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Borcegos y tacos aguja

Tema para Luis

Luis Chitarroni

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“La ficción no vende”. La frase es de Luis Chitarroni. Siempre me impacta la velocidad con que Wikipedia carga la fecha de muerte de las personas. Pensar que hasta hace dos días, Luis estaba vivo. Eso me impacta más. Como me impactó que un editor de ficción dijera eso. ¿O no es lo que hace un editor: hacer que se vendan libros? ¿No lo hace también, en cierto modo, un crítico? ¿Un ensayista? ¿Un escritor? Y Luis era todas esas cosas que, al mismo tiempo, son una misma y sola cosa: lector. 

Hace no tanto, en una última entrevista que hizo Hinde Pomeraniec para Infobae, Luis dijo: “Los críticos somos tan pobres que le decimos que sí a todo” . La cuestión económica era una de sus preocupaciones, y siempre la pregunta: ¿no pudo el Estado hacerse cargo? ¿Empresarios? Pero… ¿qué pasa si cambiamos críticos por escritores, periodistas, o un largo etcétera de personas precarizadas?

Por otro lado, de todas las funciones que cumplía o definiciones que le cabían, la de crítico, evidentemente, era con la cual se sentía más cómodo. Luis era, básicamente, un lector inteligente, y un erudito. La prueba está en libros como Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019) o sus ensayos reunidos en Pasado mañana (2020). Lo premiaron con la membrecía en la Academia Argentina de Letras (2021)

Era enciclopédico, Luis. Polímata, tal vez. Renacentista. Compartíamos el furor por el rock. De hecho, él había empezado como… crítico de rock.

Luis fue mi primer editor en Sudamericana. Cuando nos conocimos en su oficina de la editorial, yo llevaba un libro bajo el brazo (literal, fue antes de que el mundo fuera digital), una novela que había recibido una mención del Fondo Nacional de las Artes. Él mencionó algo sobre el laconismo de la novela (lo dijo como una virtud) y también, pronunció aquella frase sobre la no venta de la ficción. Le dije: “Tengo un libro que sí puede vender”. Y después, vino el nombre que operó como varita mágica: “Norma Arrostito”. Vi cómo los ojos de Luis se agrandaban. Pude publicar mi primera no ficción, y después, también, la novela. Le debo eso, y más. 

Cuando terminó de leer La Montonera, dijo: “Ya tenés tu thriller”. Sabía de mi pasión enfermiza por la novela policial y de algún modo, tal vez, quiso tranquilizarme: ya escribiste la tuya. O lo decía en serio, no sé. También tuve la de la rockera, pero él ya no estaba en la editorial. 

Yo era lectora para Sudamericana, es decir, leía libros y le hacía informes a Luis para que él evaluara la posibilidad de publicarlos (en algunos casos, para que considerara si valía la pena traducirlos). Escribía los informes, pero además, le contaba mis impresiones, y él me hacía preguntas. “No hagas crítica literaria”, me dijo la primera vez (yo venía de Letras). Hablá, dijo en inglés, “from the bottom of your heart” (desde el fondo de tu corazón). Lindo, para mí, acostumbrada a la crítica exigente y racional. En otra oportunidad, cuando estuve trabada en alguna parte de un libro, me dijo algo que un autor inglés cuyo nombre no recuerdo (pero era grosso, eso sí me acuerdo) le había dicho a Charlie Feiling, amigo de Luis: “Use your imagination”.

Por eso, me peleé con él (las peleas siempre eran internas, nunca supo ni le hubiera importado) cuando criticó la novela de Jeffrey Eugenides, La trama nupcial. “Si escribís algo sobre campus universitarios, tenés que haber leído todos los libros sobre campus universitarios”, escribió Luis (no fueron exactas sus palabras, parafraseo aquí, pero la idea era que si un tema tiene una larga tradición, el paracaidismo no es una buena táctica). No me parecía que hubiera que ser tan exigente como para anular la creatividad. Pero qué importa, ¿no? Menos ahora, que Luis no está para discutir.

Era una especie de maestro Yoda, Luis. La frase justa. El consejo como flecha al centro. Era generoso y también, discrecional (la discrecionalidad abunda, puedo decir a su favor; la generosidad, no tanto). Cuando me preocupaba por ciertos vínculos en el mundo del periodismo (ciertos distritos), me decía: “Miralos bailando, qué ridículos”. Él también sabía ser lacónico.

Sus Siluetas (1992) fueron libro de culto. Leí su novela El carapálida (1997) con actitud vampírica. Me peleé (internamente, se entiende) con Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007): ¿una novela entera para hablar de la novela como imposibilidad? Leí para escribir sobre La muerte de los filósofos en manos de los escritores (2009), cuando él ya era editor en La Bestia Equilátera. 

Entrar a su oficina en Sudamericana (pre Random, pre pre Pengüin: la fusión se lo llevó puesto, o fue antes incluso, su despido) era trasladarse en el tiempo, entrar en otro espacio, sideral. O en una ficción de esas que no venden. Allí, detrás de un escritorio atiborrado de pilas de libros que crecían como enredaderas de cuento de Stephen King, siempre después de una hora de espera, surgía él, pequeño, sentado, su barba larga, sus anteojos, su simpatía, su sabiduría exquisita. Alguna vez, le dije: “Un día vamos a entrar a tu oficina y no vamos a verte más, vas a estar tapado de libros, vos también”.

A veces, mientras estaba en su oficina, él hablaba por teléfono con Rosita. Rosita había sido su primera mujer, era cantante de ópera y vivía en Italia. Mantenían ese vínculo telefónico. Debo haber cerrado los oídos entonces, porque nunca registré nada del contenido de esas charlas.

Luis no leía enciclopedias: él era una enciclopedia. También fue padre, tío, hermano, hijo, marido, amante, amigo. Un gran editor. Un facilitador. Un genio. Y podía ser cruel y darte la espalda. ¿Por qué cuando alguien se muere hay que decir solo genialidades? 

Todos los encuentros fueron en la editorial. O en algunos eventos literarios. Volvimos a charlar en un bar de Callao y Santa Fe. Llegué y, ante mi sorpresa, él ya estaba. “Siempre me hacías esperar”, dije. “Ah, sí, eso era en la editorial”, reconoció. Fue antes de la pandemia. Él trabajaba en La bestia equilátera y proyectamos cosas. Hablaba bastante de la vejez, o de eso un poco más elíptico, “la edad”. Después, dejó de contestarme los mails. Así era, también, Luis.

No estuve en sus últimos momentos, y ayer lloré. Siempre considero que cuando alguien muere, el resto de las personas no lloramos por el muerto sino por nosotras mismas. Tal vez me equivoque.

Tampoco importa lo que yo estoy contando, o lo que piense. Hay mucho bueno para leer sobre Luis, si navegan por las redes. Muchas personas que estuvieron en el velorio en la Biblioteca Nacional, escritoras y escritores, seres queridos que lo cuidaron hasta el final.

En realidad, nada importa ahora, o al menos por unos días, nada va a importar, ahora que ese corazón, el de Luis, se quedó sin fondos, sin latidos, sin nada. Hay esperanza: otros corazones laten por él.

GS

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