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OPINIÓN

La víbora lista a picar

La “bandera de Gadsen” aplicada sobre la de Argentina, símbolo de los libertarios locales.

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Es ya un lugar común notar que, como sociedad, hemos perdido la capacidad de imaginar un porvenir luminoso. El futuro se nos aparece como algo temible, catastrófico, apocalíptico. Lo que no es síntoma de que, en algún lugar de nuestra mente, sabemos que hay algo que está muy mal en nuestro presente, que hay algo en la manera en que vivimos que nos conduce allí irremediablemente.

Un mínimo recorrido por la cultura de masas es buen índice de esa angustia y de su avance. El cine nos provee desde hace décadas de argumentos en los que alguna persona o pequeño grupo pone en riesgo a los demás o al mundo. Los doctores maléficos de la saga James Bond, una banda ecologista en Doce Monos y terroristas de toda calaña, desde el solitario y sin causa aparente en Batman, The Dark Knight, hasta los que siguen alguna bandera política o religiosa en incontables películas. Habitualmente, el cine nos da un alivio frente a esas angustias por vía de la intervención de alguna figura de autoridad que restaura el orden amenazado: un superhéroe, un soldado patriota, un policía dispuesto a romper las reglas, un padre que dice basta. El héroe y la figura maléfica son personajes opuestos, pero gemelos: se trata en ambos casos de individuos que buscan afirmar su ley sin rendir cuentas a nadie. La comunidad, si es que aparece, aparece desdibujada. Da más o menos igual qué cosa sea lo que amenaza la continuidad del orden: activista, delincuente, loco, terrorista, las acciones de cualquiera podrían ponerlo en riesgo. Ante esa amenaza imaginaria, no nos salvamos colectivamente mediante la acción política. La angustia por el orden social convoca a la fantasía de que algún individuo poderoso venga a poner las cosas en su lugar.

La pendiente implosiva que viene siguiendo el capitalismo actual no hace sino exacerbar esas angustias y esas fantasías. Que por otra parte tienen ya sus correlatos políticos. El orden se percibe como frágil. Pero, más importante, el espacio personal se comprime. Los recursos se acaban, la explotación se intensifica. Ya no hay posibilidad de que cada uno desarrolle su proyecto de vida en su espacio personal sin ser “invadido” por las necesidades y requerimientos de los demás. El individuo que se creía autónomo se siente amenazado por la sociedad y enarbola su derecho a defender el ilusorio espacio vital que le habían prometido. Violentamente, si hace falta. La tolerancia frente a las decisiones y acciones de los demás se acaba. Es la hora del individuo con su rifle y del sheriff que pongan orden en el desorden que habilita la política. En estos días hemos visto, de hecho, postulantes a sheriff que nos invitan a armarnos y a votarlos. Que cada cual vuelva a su círculo personal sin molestar a los demás, por las buenas o por las malas. “No me pises”: uno supondría que la frase de la bandera de Gadsen que gustan de utilizar los libertarios lleva implícita la promesa “yo tampoco te pisaré”. Pero lo que uno ve es solo la víbora lista a picar en defensa de su espacio. Propiedad y seguridad: los demás derechos no importan. ¿Ya no hay espacio para todas las víboras? Mala suerte. Predominará la que pique más fuerte.

Volviendo a ejemplos de la cultura de masas, la angustia por el desorden catastrófico y nuestro sentido de indefensión se muestran hoy incluso más que en el pasado, en series como The Last of Us, en las que el fin del mundo finalmente llega y el héroe enérgico ya no puede devolvernos el orden anterior. Ya es tarde. Es el último que queda de un “nosotros” que pertenece al pasado. Pero al menos afirma su control rifle en mano sobre el pequeño espacio de vida que le queda. Incluso, si para ello tiene que matar a todo lo que se le cruce por el camino. Picar como una víbora a cualquiera que se acerque al pequeñísimo y evanescente espacio que queda. Zombie, humano, da igual.

Brillante como es, The Last of Us nos enfrenta a los temores que nos acechan. Y a la vez, al menos hasta ahora, exacerba las fantasías de la vida individual como último refugio, el único espacio legitimo para la existencia que nos queda. Hay pocos antecedentes en la cultura de otras épocas de narrativas de este tipo, en las que nos sentimos identificados con un héroe que niega lo colectivo a tal punto, que decide priorizar su propia pequeña vida a la posibilidad de salvar al mundo. Al revés del superhéroe, decide no salvarnos. Y los espectadores lo entendemos y validamos en su decisión.

Cierto, la narración también contiene otro elemento bastante inédito: nos muestra, al pasar, un pequeño pueblo “comunista” en el que un puñado de sobrevivientes mantiene lo colectivo. Por ahora con éxito. ¿Quiénes son los últimos del “nosotros” moribundo? ¿Ellos o el protagonista? Veremos cómo resuelve la segunda temporada el choque inevitable entre el héroe individual con su ley del rifle y la inesperada supervivencia de un pequeño “nosotros” que, tras el fin del mundo, se ha vuelto comunista. En cualquier caso, la ambivalencia es sugestiva.

 

EA

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